EL AMOR QUE ES SER AMADO
THEOLOGIA
CRUCIS ET GLORIAE
SÍNTESIS
FUNDADA EN LA MUERTE DE CRISTO EN LA CRUZ Y MARÍA
SANTÍSIMA A SUS PIES
Antonio Boggiano
AL LECTOR
UN
SALTO A LOS BRAZOS DE DIOS
He
tenido la duda acerca de si estos papeles pueden ser presentados
como un libro. Pero mi duda ha quedado disipada al descubrir la
etimología de la palabra libro que, tomada del latín, liber,
libri, primitivamente significó "la parte interior de la corteza
de las plantas" que los romanos usaron como papel. Este sería, pues,
un libro. Pero no un ebook!
El
título de este libro fue originalmente TEOLOGÍA DE LA CRUZ.
Pero lo he cambiado. Dos ideas competían en mi. Una era: "Morir
diariamente". Un modo vulgar del nulla die sine crucis.
Pero triunfó otro. El nuevo título seria: "Sobre el amor".
Pero éste resultó demasiado lato. ¿De que amor se trataría?. Se
puede hablar de muchas cosas al hablar del amor.
Este libro, me parece, trata del amor que es ser amado. Y así
es su título. Tiene un subtítulo, más propiamente teológico y
por eso lo puse en lengua culta.
"Como el niño que salta confiado a los brazos de su padre porque
sabe que no lo va a dejar caer" (Hans Urs von Balthasar - San
Josemaría Escriva, en la Comunión de los Santos). Qué paradoja: yo,
un ser-para-la-muerte a los brazos de Dios. ¡Podré convertirme en un
ser-para-Dios!
"Este saber no sabiendo
es de tan alto poder
que los sabios arguyendo
jamás le puede vencer
que no llega su saber
a no entender entendiendo
toda siencia trascendiendo"
(San Juan de la Cruz)
Decir a quienes y para qué se destina un libro es definirlo. Este libro está destinado al lector no especializado, ni siquiera familiarizado con la teología. Menos aún para teólogos. Aunque, incidentalmente, los teólogos puedan interesarse en el primer destinatario que es el hombre común. Todo hombre. Toda mujer. O la inversa. Uno de nosotros. A ellos
va mi intento de mostrar la Cruz de Cristo, también, por cierto, a los no cristianos. Y
a los cristianos también. Es un libro apostólico. "Apóstolos" deriva del griego "enviado". Va enviado y
dirigido a mostrar la Cruz de Cristo y a invitar a creer en Cristo y seguirlo. Así parece demasiado pretensioso. Pero la pretensión no es mía; es de Cristo. Es quien viene, llama, invita, apremia, sugiere, ilumina o golpea, hiere, apena, llena de "tristeza". Pero promete: "vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Juan, 16, 16-20)
Ascensión del Señor
2014
SUMARIO
1.Precisión preliminar.
2.Introducción.
3. Uno de nosotros
4.La Cruz de Cristo como realidad radical, última.
5."Tocar el mal en sus mismas raíces".
6.La materia misteriosa de nuestra propia vida.
7.El dolor salvífico.
8.La Cruz de Cristo y la nuestra.
9.El samaritano y la teología moral.
10.La inteligibilidad de la palabra de Dios.
11.Ser para Dios y "ser de Dios".
12.La ética de las virtudes de Santo Tomás y la ética existencial
formal de Karl Rahner como respuesta a la ética de la situación.
13.La norma general y la norma individual.
14.Moral y derecho.
15.Los métodos de la casuística.
16.Conciencia y prudencia.
17.La equidad en Aristóteles.
18.Norma general de “individuum inefabile”
19."Dios lo hizo pecado por nosotros".
20.El dolor como privación.
21.Creer es tomar la Cruz. La opción final de la vida entera.
22.La "opción final" del buen ladrón.
23.La salvación de las almas y la curación de los cuerpos.
24.Spes gloriae.
25.La voluntad de Satanás y el poder de Dios.
26."Hago nuevas todas las cosas".
27.El dolor de Jesucristo en la Cruz.
28.La distinción de los cristianos.
29.La indulgencia plenaria de San Juan XXIII.
30."Lo que vimos y oímos"
31.Culpa y responsabilidad (Schuld und Haftung)
32.Status viatoris et mirabilis via.
33.La cruz de la Iglesia.
34.La Cruz en los Sacramentos.
35.La Muerte de Cristo y la nuestra con Él.
36.Una oración de Rahner.
37.El olvido de la Cruz.
38."Estar con el Señor".
39.La Resurrección: hecho histórico y meta-histórico.
40.La Teología de la Cruz en una idea de Santo Tomás.
41.La Encarnación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
42.La Encarnación de Cristo y la divina maternidad de María.
43.Theologia Crucis Spes et Gloriae.
44.La unidad de la muerte y Resurrección de Jesucristo.
45.El dolor y el abandono de Cristo como misterio.
46.El ministerio sacerdotal de Cristo.
47.El mérito de la Pasión y muerte de Cristo y su descenso a los
infiernos.
48.La Resurrección de Cristo.
49.La Madre del Redentor y la Cruz de Cristo.
50.La Ascensión de Cristo a los Cielos.
51.La justificación o santificación.
52.Facienti quod est in se, Deus non denegat gratiam.
53.La predestinación.
54.Gracia y libertad.
55.Teología moral como antropología cristiana.
56.Ultima potentia.
57.Ultima ratio.
58.El futuro está en el presente, es el presente.
59.La casuística en la teología moral.
60.San Alfonso María de Ligorio y el refinamiento de la conciencia
61.La teología en el ateísmo moderno
62.“El Dios Crucificado” de Jürgen Moltmann.
63.Teología de la Cruz y el ateísmo
64.Teología trinitaria de la Cruz.
65.La muerte de Cristo esperanza nuestra
66.La muerte del hombre
67.Ars moriendi
68.Mysterium iniquitatis
69.El martirio como exaltación de la Cruz
70.Bautismo, Eucaristía y Unción de los enfermos
71.La Cruz rechazada.
72.Dios abandona al Hijo en la Cruz, Dios abandona al condenado .
73.Nuestra vida y la vida eterna.
74.La Teología moral de la Cruz
75.Sapientia crucis.
76.La justicia.
77.La perfección de las potencias.
78.La milicia o vida militante.
79.El martirio.
80.El temor y la virtud
81.La magnanimidad.
82.El precepto y la virtud.
83.La escatología.
84.La ley y el caso.
85. La política y la cruz.
86.Una Iglesia “pobre para los pobres”. Un diálogo con Karl Rahner.
87.Un amor que es ser amado.
88.La moral de la redención
89.Las Bienaventuranzas.
90.Bondad y justicia material.
91.La verdad de la Cruz.
92.La ley natural.
93."Ser del Señor"
94.El sacrificio de la Cruz
95.Reconciliados por su muerte, salvados por su vida
"con cuanta más razón"
96.Ponerós
97.Victoria de los Ángeles
98.Eschatologia Crucis
99.Teología Política y Teología de la Liberación
100.Síntesis teológica fundada en la muerte de Cristo en la Cruz
Staccato sobre la Cruz de Cristo
Stabat Mater
Pregón Pascual - Oración
1.
PRECISIÓN PRELIMINAR
Ante todo cabe un
precisión preliminar necesaria. La teología de la Cruz se refiere a
la Cruz de Cristo y, consiguientemente, a la teología de la muerte
de Cristo en la Cruz. Solo analógicamente, se trata de nuestra Cruz
de Cristo, aquella que hemos de tomar para seguirle. La nuestra solo
puede ser considerada Cruz si es la Cruz de Cristo.
No es posible una
meditación sobre la Cruz de Cristo sin contemplar su Resurrección.
Hay una unión esencial y existencial, ontológica entre la Cruz y la
Resurrección. Tanto que podemos contemplar la Cruz con Resurrección
y ésta en unidad con aquella. No es posible disociarlas. La
Resurrección de Jesús trasciende la historia, pero también es
historia (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en
Jerusalén hasta la Resurrección, trad. de V. Fernando del Rio, OSA,
Planeta, Encuentro, 2011, op. cit. p. 319).
Estamos ante el
Misterio de la Salvación, que, discreto y casi oculto “es
manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos”... (op.cit. p.
320).
¿Y que gravedad
tendrán para el cristiano, y para el que no lo es aún más, las
pétreas palabras de Cristo: “El que no toma su cruz y me sigue no
es digno de mi?” Comprendemos que estas palabras van dirigidas a
quienes quieran seguirlo. Pero me temo que están dirigidas a todo
hombre con una pregunta sobrecogedora: ¿Me seguirás?
Cristo llama a
todos. Todos estamos invitados a seguirlo. La Iglesia es apostólica
porque tiene la misión de transmitir a todo el mundo esta
invitación. No es una bagatela organizar esta invitación universal.
Cristo mismo la encomendó a sus apóstoles. Sobre Pedro y sus
sucesores continúa edificando su Iglesia.
Así es que todos
estamos “invitados” a tomar “nuestra cruz”.
Nuestro trabajo
más excelente es convertir “nuestra cruz” en la Cruz de Cristo.
En rigor, ¿no es
ésta la invitación que Él nos hace?
2. INTRODUCCIÓN
He
pensado en la enseñanza de San Pablo “ahora conocemos solo en parte”
(1 Cor. 13, 9). Lo digo por lo siguiente. Cuando escribí las
primeras líneas de esta llamada Teología de la Cruz, quería hacer
algunas consideraciones, hasta podría decir meditaciones, sobre las
contradicciones que uno sufre en la vida, algunas en realidad.
Quería pensar. No escribir.
No tenía ninguna pretensión. Pero empecé a leer. Y una
lectura me llevó a otra y a otras más. Empecé a ver, al menos
citada, una bibliografía enorme sobre la teología de la cruz, que
nunca podría consultar y estudiar. Y así, poco a poco, este escrito
fue adquiriendo cierto aire doctrinal.
Con todo, la pretensión alcanzó un límite, que antes no
habría imaginado. Lo que diré seguidamente podrá parecer excesivo.
Pero pienso que es verdad.
Dios conoce la ley eterna. Dios conoce todo. Nosotros “solo
en parte”. Y bien, ni todos los sabios del mundo entero tienen un
conocimiento infinitesimal de la ley eterna. Se me dispensará si
ahora digo que ni todos los teólogos podrán decir
mucho más de lo que aquí se dice. “Ahora vemos como en un espejo,
confusamente; después veremos cara a cara.” (1
Cor 13, 12)
¿Qué sabemos en realidad de los que viven más cerca
nuestro? ¿Qué saben ellos de sí mismos? ¿Y nosotros de nosotros?
¿Qué sabemos de aquellos a quienes se supone que debemos
amar? ¿Qué sabemos de quienes nosotros creemos amar? Al reflexionar
acerca de estas cosas sobre nuestras vidas quizá podamos comenzar a
comprender la afirmación paulina: “conocemos sólo en parte” ¡Y qué
infinitesimal!
¿Y esta infinita pequeñez nuestra no nos habla ya de la
Cruz?
¿Qué es la Teología de la Cruz? Es toda la teología. En
primer lugar la dogmática, que nos hace considerar el misterio de la
cruz como misterio de la fe y misterio de salvación. Ahora bien,
“ser de Cristo” es tomar la cruz –la de Cristo en cada uno- y
seguirlo. La secuela de Cristo como identificación con Cristo es
materia propia de la teología moral fundada en la dogmática.
También los teólogos han enseñado una teología espiritual
(K. Rahner, Espiritualidad antigua y actual, en Escritos
de Teología, VII, Madrid, 1969, 13-34). Cfr. Un estudio general
en Saturnino Gamarra, Teología Espiritual, BAC, Madrid 2004.
La teología espiritual, como la moral, se
refieren a la
concreción de la vida cristiana. La teología moral y la espiritual
se complementan en la concreción existencial de la vida cristiana.
Ambas se complementan también en el estudio de la historia de
quienes se encaminan a la perfección. Hay muchos caminos. Uno de
ellos es el trazado precisamente en Camino por San Josemaría
Escrivá, quien dice: “Una hora de estudio, para un apóstol moderno,
es una hora de oración”. (Camino, 335). Podemos recordar los
preciosos libros de Tanquerey A, Compendio de Teología Ascética y
Mística, Paris, Tournai, Roma 1930, ed. original francesa de
1923, y de muchos otros, ver Gamarra, op. cit p. 7 y 10.
Algunos autores dicen de la teología
espiritual: “La
originalidad consiste precisamente en ser la teología de la
apropiación personal del dato cristiano universal o si se quiere,
la teología de la fe en el sujeto (Gozzelino, G, cit. en
Gamarra, op. cit. p. 14 nota 31. La asimilación y vida del
misterio (op. cit. nota 32).
También el magno Hans Urs von Balthasar habla de
“apropiación” (Gamarra, op. cit p. 14, nota 34).
“No hay teología sin apropiación personal de la fe, lo cual
quiere decir que no hay teología sin espiritualidad” dice W. Kasper
(Gamarra, p. 9 citando a Weismayer, J., Vida cristiana en
plenitud, Madrid 1990, p. 16).
Después de ver todas las definiciones me permito invitar a
la comparación de la teología espiritual con la ética existencial
formal de Karl Rahner.
Tal
vez, finalmente, al menos para estas consideraciones, cabe aludir a
una espiritualidad de la cruz, parafraseando a teólogos precitados,
a una apropiación de la Cruz, en una teología espiritual del
sufrimiento. ¿Existe algún movimiento de liberación del sufrimiento?
“El hombre es para sí mismo un ser incomprensible; su vida
no tiene sentido si no recibe la revelación del amor, si no
encuentra el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no
participa en él vivamente (Redemptor Hominis, 10). El hombre
no puede vivir sin amor.
Podríamos decir que la teología espiritual trata la
apropiación personal del amor de Dios.
Mejor
dicho está en el título del libro de Eva Carlota Rava, La Gracia
de Dios Conmigo, CIAFIC, Ediciones, Buenos Aires, 2004,
traducción del original, La grazia di Dio che è con me,
Pontificia Universidad Lateranense, 2001).
¿Qué significa vivir del amor de Dios?
Oír en la palabra de Dios lo que nos pide de nuestra vida
en su peculiaridad existencial. Una vez oí que un sacerdote le decía
a una persona: “Tú eres una máquina de sufrir”. “Todo te hace
sufrir”. ¿Qué será de esa persona? ¿Por qué le diría eso aquel
sacerdote?
Además,
también se estudia la teología fundamental. Aquí propongo como un
capítulo de la teología fundamental la inteligibilidad de los
diálogos de Jesucristo con sus interlocutores en los Evangelios
(Cap. 10). Esa inteligibilidad, que es la base racional, previa al
estudio de lo revelado, se especifica con el nombre de
fundamental. “La recta razón demuestra los fundamentos de
la fe” (Denz. Sch., 3019)
El concepto y el nombre no son nuevos, cfr. H Dieckmann,
Theologia fundamentalis, 3 vol. Friburgo de Br. 1925-30,
precedido por I. Ottiger, Theologia fundamentalis, 2 vol.
Friburgo de Br. 1897-1911
La teología pastoral, que estudia el desempeño de la cura
de almas, va dirigida a los pastores. Es la teología del Buen
Pastor. Su misión profética es anunciar el Evangelio, instando a
todos a la conversión y a la santidad. Su misión de gobierno es
guiar por el buen camino por la jerarquía eclesiástica y otros
sujetos del derecho canónico, sujetos a la jerarquía. En el arte de
la pastoral ha de figurar siempre el arte de la Cruz. (ver A.
Tanquerey, Synopis theologiae moralis et pastoralis, 3 vol,
Doornik, 1930-31, A. del Portillo, Dinamicità e funzionalità
delle strutture pastorali en varios La Collegialità
episcopale per il futuro della Chiesa, Florencia 1969 La
teología de la Cruz ha de verse en sus aspectos fundamental,
dogmático, moral espiritual y pastoral. Hay un arte dedicado a la
Cruz de Cristo con el que ilustraremos el presente.
No obstante todo lo antes dicho hay un libro que sí deseo
citar y señalar para que sea particularmente valorado. Su autor es von Balthasar magno y cito su traducción al italiano Teologia dei
tre giorni, Mysterium Paschale con una introducción a la edición
italiana de Giuseppe Ruggieri, 8va. Ed. Queriniana, el Capítulo II
lleva un título que he descubierto recién hoy al recibir el libro y
que expresa, en síntesis, lo que quiero expresar en mi trabajo:
“La Morte di Dio come luogo originario della salvezza, della
rivelazione e della Teologia”. Este libro apareció primero como
un capítulo de Mysterium Salutis (q 969, trad. italiana,
vol. 6. 1971). Y bien, este título me sirve como una “muy
providencial confirmación”, si puedo expresarme así. Lo que yo
quiero decir, ya lo dijo von Balthasar, nadie menos. Lo recibo como
una caricia de Dios.
3. UNO DE NOSOTROS
Dios puede hacerse presente en nuestra vida en medio de muy diversas
circunstancias. Puede ocurrir que nuestros padres nos hayan hablado
de Dios, que nos hayan enseñado a hablarle, a rezarle, cuando éramos
muy pequeños. Pero qué curso haya seguido ese “encuentro” es muy
variable. En algunos, se puede haber profundizado y arraigado. En
otros, puede hacerse disipado y aún perdido de la superficie vital.
Vivimos como si Dios no existiese, aunque tengamos ocasiones de
asistir o de oír acerca de actos de culto. Todo esto bien pudo haber
sido externo a nosotros. Y aún más, podríamos haber recibido una
educación, incluso universitaria, de naturaleza religiosa. Pero ni
toda la teología ha podido “tocarnos” un ápice. Nuestra vida, al
menos nuestros actos y decisiones, nada han tenido que ver,
aparentemente, con esos estudios de Dios, pero sin Dios. Parecería
imposible. Pero es posible. Entonces ¿cómo es posible que Dios se
presente realmente en mi vida, en nuestras vidas? Los encuentros
pueden ocurrir de muchas maneras. Un amigo, una novia o un novio,
alguien… quizá improbable, pero un buen embajador…de Dios. Hasta
podría decirse un ángel. En rigor, un apóstol. Hay apóstoles entre
nosotros. La Iglesia los tiene, aunque a veces sus autoridades
jerárquicas no lo sepan. Por cierto, Dios los conoce. Son ellos los
que hacen el milagro de que no podamos tomar el “nombre de Dios en
vano”. Cuando yo iba al colegio, las novias enseñaban a rezar. A
veces por segunda vez, después de las madres. Hoy no sé si es así.
Pero en muchos casos pasa. A veces un novio puede iniciar a su
esposa en una vocación que durará toda la vida. Yo conocí uno. Y
¡cuántos conocerá Dios!
Pero también puede ocurrir, junto a la religión positiva,
la irreligión misma (ver Marías Julián, El problema de Dios en la
filosofía de nuestro tiempo, en Obras, IV, p.
38-64, entre tantos otros).
He hablado de la novia, del esposo. El encuentro que
caracteriza al hombre es su condición de ser necesitado. Todo
viviente necesita de otro para poder vivir. Así lo enseña la
filosofía de la biología (ver H. Jonas, Organismus und Freiheit,
Frankfurt am Main, 1997, p. 149).
Vivir es existir en relación con otro y uno es condición
para la autonomía del otro. Sea por atracción o rechazo afectivo, no
hay encuentro humano puramente instintivo. El más significativo
encuentro es por ello una elección recíproca, sin que interese quien
tome la iniciativa, salvo en un caso, en el cual, quien puede tomar
la iniciativa es sólo Dios. “El ser humano se torna yo en el tú”
(Buber). La libertad es esencial al encuentro. El encuentro que no
puede eludirse no es ya verdadero encuentro. Podemos eludir el
encuentro con Dios…
Ahora bien, nuestra vida es mortal. Es revocable e insegura
en virtud de la relación de forma y materia en que se basa (H. Jonas,
op. cit., p.20). Nuestra vida es frágil, vulnerable. Tal vez
como principio general, podemos decir que la vida se aproxima
gradualmente a la muerte, y su delimitación por la muerte le da una
orientación interior que confiere significación a los
acontecimientos y períodos de la vida. El hombre sabe de su propia
mortalidad, es ansioso y angustiado en su particular sufrimiento.
Pero por aquel saber es también la persona que asume el riesgo de
conducir su vida. Está tentado a reprimir la propia muerte. Pero
este desoír los presagios de la muerte hace de la vida meras
posibilidades ilusorias. Este desoír lo inexorable despoja de
seriedad la vida y la torna un juego sin sentido. La muerte da a la
vida significación, peso, seriedad irrevocable. La vida puede morir
gradualmente. Pero también de modo abrupto. La vida es esencialmente
azarosa, riesgosa. El hombre muere también de niño o de muy joven
como por un tajo absurdo. Pero ninguna muerte humana es absurda. Si
el hombre es un ser para la muerte (M. Heidegger, Ser y tiempo,
trad. de J.E. Rivera, Santiago de Chile, Ed. Universitaria 4º edic.
2005p 272-278) sólo Dios sabe la hora. Por eso no es ningún
palabrerío cuando imploramos a María Santísima: “ruega por nosotros
pecadores, ahora... y en la hora de nuestra muerte”. Porque la hora
de nuestra muerte puede ser…”ahora”.
4. LA CRUZ DE CRISTO
COMO REALIDAD RADICAL, ÚLTIMA
Vivir
es estar preocupados. Nos ocupamos porque nos preocupamos. Nos
preocupa y ocupa ser esto o aquello. Vivir es vivir de cierto modo y
no de otro. En ocasiones, el hombre prefiere morir antes que vivir
de determinada manera. Pienso en el desesperado y en el mártir.
“Et propter vitae vivendi perdere causas”
Vivir no es apacible, es angustioso. La vida tiene afán de ser. Y
miedo de no ser, de dejar de ser. Teme a la nada. La angustia está
en este luchar por ser. Quitándose del cuello las garras que la
oprimen para no ser. La angustia es nuestra constante y urgente
defensa ante la nada. La vida quiere ser y no quiere la nada.
¿Por
qué existe el ente y no más bien la nada? se pregunta Heidegger.
Empero, a la vida le acontece la muerte. El que vive muere. Y muere
“en la vida”. La muerte pasa en la vida. Morimos cuando estamos
vivos. Si la muerte nos pasa, ¿qué nos pasa con la muerte?
Pareciera que estamos precisados a vivir, aunque podemos negarnos a
vivir. La vida es angustiosa porque puede ir hacia el ser o la nada.
¿Hacia dónde la llevamos? Pero: ¿es que podemos conducirla? ¿Podemos
llevar la vida a la inexistencia, a la nada?
Dice Diótima a Sócrates en el Banquete de Platón: "los
hombres aman sobre todo la inmortalidad".
La apetencia metafísica del hombre se manifiesta
en su vivencia de la fugacidad, y especialmente de la muerte.
"Es la conciencia de la muerte, y junto a ella la observación del
sufrimiento y de las miserias de la vida, lo que proporciona el más
fuerte impulso a la meditación filosófica y a la interpretación del
mundo". Este texto metafísico es de Schopenhauer quien llama a la
muerte la diosa tutelar de la Filosofía.
San Agustín en sus Confesiones
dice "El amor conoce la luz eternamente inmutable de Dios". "Oh,
eterna verdad, verdadero amor, amada eternidad!". Parafraseando
a San Agustín podríamos decir: "Nos has creado para esa luz y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en tu amor
eterno".
Nuestra razón no puede saber que hay después de la muerte. Hay otra
fuente de conocimiento de la que podemos sacar un saber acerca de lo
que hay después de la muerte. El que querramos beber o no de esa
fuente es otra cuestión.
La Cruz, para
el hombre de fe y para el que no lo es también, es la luz misteriosa
que más ilumina la existencia. Para todo hombre es así. Lo real es
Jesucristo crucificado. El es la realidad radical, con la que hay
que contar. Para los hombres que no creen en esa realidad,
cabe lanzar una interpelación tan respetuosa como apremiante. Los
hechos de Jesucristo crucificado pueden reconocerse o no. Pero esos
hechos no pueden ser y no ser a la vez. Son o no son. Si son y no
los reconocemos o no hacemos fe en ellos, no por ello dejan de ser
ni en un ápice. Su ser es independiente de nuestra fe. Su realidad y
verdad no dependen de nosotros, sino precisamente, todo lo
contrario.
Ante la
predicación de los hechos de la Crucifixión y de la Resurrección
caben dos respuestas. Podemos desconocer los hechos, negarlos, no
hacer fe en ellos, juzgar que son falsos, tenerlos por cuento o
relato, pero no como hechos. Como algo en que no podemos, no
queremos o no debemos creer. El ateísmo tiene la pretensión
dogmática de negar la existencia de Dios. La otra respuesta es creer
en ellos, con todas las vicisitudes de nuestra fe.
En cambio, el
agnosticismo es un escepticismo y un relativismo. Sostiene que no
sabe y que no puede saberse si Dios existe. Ahora bien, sostener que
no se puede saber, ya es saber que no se puede saber. He aquí la
autocontradicción del agnosticismo. El agnóstico podría vivir
como si Dios no existiera, y su vida podría inspirarse en un
ateísmo no militante. O podría vivir como si Dios existiera y
su vida podría ser una lucha por su fe hipotética y como los
creyentes también deben luchar por su fe, su vida sería igual o
mejor que la de un creyente. El agnóstico tiene que vivir, así como
vive el ateo o el creyente. No puede refugiarse en el escepticismo
porque este lo conduciría a la parálisis. Pero él no puede dejar de
moverse, de tomar decisiones; en suma, de vivir. Consiguientemente,
el agnosticismo que no sirve para la práctica, esto es, para la
vida, no está de acuerdo con la naturaleza humana.
Ahora bien, ello deja intacto el respeto que debemos al
misterio de creer o no creer. El sufrimiento, el dolor, la muerte,
son realidades universales. Heidegger decía que el hombre es un ser
para la muerte. Vivir es morir. Esta es una realidad existencial
universalmente aceptable. Vivir no sólo es ir perdiendo la vida o
vitalidad; es ir muriéndose. Y este ir muriéndose como un ir acercándose a la
muerte cierta e incierta está en la existencia humana y también en
su esencia. El hombre es un ser para la cruz. Dios no le ahorra la
cruz a nadie. Y esto vale también para los que no creen en Dios.
También la muerte del otro nos arranca la vida, la vida con él; y nos deja solos, sin respuesta, sin diálogo. La muerte propia es la soledad absoluta. Morir es irse solo. Ya no podemos estar con el que muere. Me parece que hay solo una tenue analogía con esta soledad radical. Y es el estar con un loco. Pero esto nos llevaría ahora por otra rama. La muerte se nos presenta como una desesperante privación del otro o como una privación de mi vida y un enigmático, si lo hay, futuro de “mi” vida, “otra” vida, que no es esta y que no sabemos cómo será, si es. ¿Hay algo más? o ¿todo termina? ¿Tienen sentido estas preguntas? A su vez nos preguntamos con gran dolor intelectual.
La muerte de alguien puede sumirnos en una soledad parecida a la
muerte. Tanto esta soledad cuanto la incerteza sobre lo que habrá
después, son sentimientos parecidos a la muerte. Si cuando muero
no pasa nada, es una cosa. Si me pasa algo y sigo es otra.
A la muerte de mi padre, cuando yo tenía dieciocho años, me pareció que su muerte no podía significar sólo que dejaba de vivir. Su muerte tenía que tener un sentido, tenía que dar razón de sí ¿Su muerte se lo había llevado por alguna razón o lo había aniquilado sin ninguna razón? Solo encontraba consuelo en la primera alternativa. La segunda me atormentaba. Pero obviamente, no quiero hacer de esos hechos psicológicos, nada más que eso. Aunque parece verdad que una concepción materialista del hombre es incompatible con la cruz, como se verá. La concepción fundamental de la vida humana tiene influencia en este punto crucial.
La cruz es un mal. La Cruz es un bien. Buscamos la salvación del mal. La liberación del mal. Y nos sale al encuentro el amor. El amor del que da su vida en sufrimiento para salvarnos.
5. "TOCAR EL MAL
EN SUS MISMAS RAÍCES"
El Amor se somete al mal para librarnos del mal. Se somete voluntariamente al mal. Se somete y se libra a si mismo del mal. Se sometió al poder del mal . Pero el poder del mal nunca pudo afectar su poder, el poder de Dios. Y el poder divino se ha hecho un poder dolido, un poder sufriente. “Si es posible pase de mi este cáliz” Era posible. Quiso el cáliz porque era querido por el Padre. “NO SE HAGA MI VOLUNTAD SINO LA TUYA” He aquí un texto aparentemente misterioso; pues parecería que chocan la voluntad del Hijo con la del Padre. Pero en realidad jamás fue así. El Hijo ve el conflicto eventual. Lo ve y lo rechaza. Hay una sola voluntad de las dos personas de Dios. Y el Espíritu Santo consuela al Hijo y también al Padre doloroso. Dios salva al hombre por su sufrimiento. Podría haberlo hecho de otro modo: mediante un banquete, o de cualquier otro modo. Empero, Dios lo hizo en la Cruz Para nosotros es misterioso. Y precisamente, estamos llamados a participar en el misterio de la Cruz. Esta participación en el sacrificio de la Cruz es salvífica. Cómo será esa participación es asunto de la existencia de cada hombre. La pena, el dolor están siempre presentes en la vida y el hombre puede hacer partícipe su dolor del sufrimiento salvífico divino. El mal es la privación de Dios. Esta privación o negación de Dios se personaliza en la existencia del Demonio y sus súbditos. Dios permite cierto ejercicio del poder del Maligno v. gr. al dañar a Job.
Dios da. Dios se da. El sufrimiento de Dios por la salvación del
hombre manifiesta el Amor de Dios. Dios nos ama padeciendo por
nosotros. Nosotros lo amamos sufriendo por Él y con Él. Participando
en su sufrimiento. ¿Cómo se opera esta participación? Participamos
en la Misa, en la que se renueva el sacrificio de la Cruz
incruentamente. Siempre es posible un esfuerzo mayor en captar lo
que allí ocurre, i. e., que se renueva el sacrificio de la Cruz,
misteriosa, pero realmente. Nuestra voluntad, inteligencia,
sentimientos, y toda nuestra persona debe entrar en esa
participación en la que Dios mismo nos asegura que
nos hace un lugar para entrar; como si metiéramos nuestra cabeza en
las llagas. El puede agarrar nuestra pobre cabeza y llevarla a su
pecho herido. Podemos pensar que estamos con El en el Getsemaní y
que, al sudar sangre, lo lavamos con nuestra cabeza, como si lo
pudiésemos aliviar. Pensemos que entonces se manifiesta su amor
infinito, pues ya empezamos a acompañarlo en el camino de la Cruz.
Para eso nos da a su Hijo. Para que podamos unirnos a El, y
salvarnos al ser redimidos. Pero nosotros tenemos que
unirnos. Si vamos a El, nos acoge. Si viene a nosotros, tenemos que
recibirlo. Algo tenemos que hacer. Si el sufrimiento nos une a El es
harto feliz, porque nos salva y, porque no es definitivo. Es un
sufrimiento provisional necesario para liberarnos del definitivo. A
veces oímos: terminó de sufrir.
Dios nos da a su Hijo para que el hombre “no muera”, sino que tenga
la vida eterna (Salvifici
Doloris, 14). El hombre muere cuando
pierde la vida eterna y esta pérdida es el sufrimiento definitivo,
la pérdida de Dios. Bendigamos poder participar en el dolor
salvífico de Dios y ponernos junto al pecho de Jesucristo, quien
podrá borrar las miserias de nuestra cabeza. El, que sufrió lo
terrible del dolor que significa la mera posibilidad de la
separación del Padre, nos protegerá contra ese sufrimiento
definitivo y final. Le suplicamos que no lo permita. Tenemos la
esperanza de que una y mil veces nos haga aferrarnos a El y de que,
en alguna de esas veces, lo hagamos.
Para protegernos del mal, Jesucristo debe “tocar el mal en sus
mismas raíces trascendentales, en las que este se desarrolla en la
historia del hombre” (Salvifici
Doloris, 14). Estas raíces están en el pecado y en la
muerte. Jesucristo vino a vencerlos. Dios ha debido librar un
combate terrible contra el pecado y la muerte. Sólo El puede
librarnos en la batalla. El poder del Maligno parece confrontable al
de Dios. Ello es lo terrible. El Mal es confrontable con Dios.
Nosotros no podemos confrontar con el mal, si no contamos con la
ayuda de Dios. Sólo Dios puede librarnos del Mal. Nosotros somos
inconfrontables contra el mal del Demonio.
El sufrimiento humano no puede desvincularse del pecado de origen,
del “pecado del mundo”…“del trasfondo pecaminoso de las acciones
personales y de los procesos sociales de la historia del hombre.”(Ibid.).
La muerte, aunque no sea un sufrimiento temporalmente, y, en cierto
modo, se encuentra más allá de todos los sufrimientos, es un mal que
el hombre experimenta contemporáneamente con ella y es definitivo y
totalizante (Ibid, l5).
El sufrimiento es un arma esencial y necesaria para la vida
eterna, pero innecesaria en ella.
Sufrimos lo
malo, i.e., las privaciones. Sufrimos el mal, i.e., la privación
de Dios. La muerte, vista como disociación (Salvifici
Doloris,
15) es también ruptura, desorden, destrucción de toda armonía,
corrupción, arbitrariedad, polvo. Dios libra de la muerte y del
pecado. Sólo Dios puede borrar el pecado y la muerte. Borrar es
anular, dejar sin efecto alguno, hacer inexistente. Tan misterioso
es crear como este modo de anular la apariencia de ser del pecado
y de la muerte. Es una recreación. Es hacernos de nuevo como si
lo malo no hubiera existido y en verdad, sea así: nunca existió
el mal.
Dios está continuamente anulando el mal de nuestros pecados.
Necesitamos abundantemente de esta lluvia de cancelaciones. Sin
esta lluvia el campo de la humanidad se haría infértil.
6. LA MATERIA MISTERIOSA
DE NUESTRA PROPIA VIDA
Dios da al hombre la vida nueva y capaz de vivir sin pecado, sin
mal, esa vida nueva es la gracia santificante que nos permite
convertir lo malo en bueno. Esta recreación es una conversión.
El corazón huye de todo hacia Dios y quiere aferrarse a El. Esta
huída de todo y vuelta hacia Dios es también un camino de
sacrificio que debemos conocer. Hemos de aprender a usar nuestro
dolor y sacrificios para andar ese camino de retorno. Es largo;
llega hasta la muerte.
Es que llegamos a una confusión: ¿el mal es el bien? No es así. “No hay mal que por bien no venga”. Esto es lo que tenemos que aprender. A veces creemos saberlo. Pero tengamos cuidado: es una lección difícil.
El mal es una privación de algún bien. Ahora, si Dios quiere
privarnos de un bien, es sin duda para ponernos en el estado de
privación de ese bien que hemos perdido. En ocasiones, nos parece
que Dios no lo sustituye por nada. Parecería que no hay
“bien que venga”. Pero esto no es así. Siempre estamos en un
nuevo estado posterior a la pérdida y al sufrimiento. Este nuevo
estado es querido por Dios como lo que viene. Debe ser bueno. A
veces podemos ver con claridad cuál es el nuevo bien producto de
la sustitución. Pero otras, no vemos nada bueno en cambio. Sin
embargo, debemos estudiar con atención nuestra vida para ver si
viene o ha venido el nuevo bien. La materia más difícil de
estudiar es nuestra propia vida. Ello hace que nosotros no podamos
ver bien. Necesitamos ayuda. No autoayuda.
Nosotros somos esencialmente menesterosos, privados de bienes, necesitados de ayuda. De otros y sobre todos de Dios. Pero no debemos olvidar jamás que la omisión de la ayuda que podemos prestar es también un mal. Basta con recordar al samaritano. Si no aprendemos en esta escuela corremos peligro. El peligro es de un mal terrible: “no os conozco”. Debemos esforzarnos enormemente, sobre todo en algunos países del mundo, por ayudar mucho más en nuestra vida privada y social; y nuestra vida privada es social.
¿Dónde está lo que hacemos por cada niño de la calle “privado de casi todo”? Esos niños aún homicidas son otros Cristos, con quienes estamos obligados a sufrir, ayudándoles.
Si es necesario, prescindamos de los que accidentalmente gobiernan. Cuando no hay quien sepa y quiera ayudar habrá que buscar a otro. Es lo que pasa también con nosotros cuando no ayudamos de corazón a nuestros hermanos y los abandonamos a la persecución, al daño y buscamos todavía excusas que nos justifiquen por trabajar en obras apostólicas. Ojalá no seamos juzgados de fariseos hipócritas. Hemos de comprender que esos menesterosos de la calle son El. Tenemos que ir a El, en ellos. El es quien dijo: “Sin Mí nada podéis hacer”.
Mientras no vayamos a nuestros “pobres Cristos” nada podemos hacer.
Recuerdo a mi padre cuando pasábamos al lado de un mendigo y él decía: “Pobre Cristo”. Me quedó esa idea en la cabeza y me preguntaba por qué “pobre Cristo”.
¿A cuántas personas deberíamos salvar del “dominio de la muerte”?
Las obras de apostolado deben abrirse a estos “pobres Cristos”, con cierta predilección incluso, porque serán responsables por ello. Han de ir de verdad a todos. Y llenar sus casas confortables con esos pobres. Si no ¿qué mérito tendrán? La Iglesia debe ir con urgencia a socorrer a esos nuevos devorados por los leones, por todos los que están sujetos al dominio “de la muerte”.
Cristo mismo se dirigía preferentemente a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Si ni siquiera lo seguimos, ayudando a nuestros hermanos más íntimamente próximos ¿qué mérito tenemos? ¿qué cruz llevamos? Si en una familia un hijo sufre un grave mal, van todos, el padre, la madre y todos los hermanos a socorrerlo. Y si no decimos: “No tiene una familia”. Yo conocí personalmente a un santo sacerdote que una vez fue a un poderoso de la tierra a decirle: “Este hijo mío tiene familia; es mi familia”.
Curaba a los enfermos. Consolaba a los afligidos. Alimentaba a los
hambrientos, liberaba de la sordera, de la ceguera, de la lepra,
del demonio y de diversas disminuciones físicas. Tres veces
devolvió la vida a los muertos (Salvifici
Doloris,
16).
No podemos omitir que también llamó bienaventurados a los que ahora padecen hambre. Pero ¡cuidado! No sólo los mendigos padecen hambre. … Hay señoras distinguidísimas que también padecen hambre ¿qué hacen sus amigos? ¿No se quieren?
Ahora veo que, aún cuando se produzca un escenario estéticamente deplorable la tarea de dar de comer a los mendigos es una obra de puro Amor de Dios. Y sin embargo, es dolorosa.
No podemos sustraernos a la rotunda verdad que significa el llamado de Cristo a participar de los sufrimientos en los que Él mismo participó.
Cristo va hacia su Pasión. No es este el lugar para hacerlo, pero
hay tantas meditaciones excelentes sobre la Pasión que bastará
aquí una remisión a ellas. Destaquemos tan sólo que Isaías lo
llama Varón de dolores (Is. 53, 2-6).
Cristo sufre como hombre y como Dios. Dios sufre para salvarnos. Sólo Dios puede cancelar el pecado total de la historia humana. Todo pecado está cancelado. Pero falta aún que hagamos aplicación de esa cancelación a nuestros pecados personales. Tal aplicación puede tener la cara del dolor y el sufrimiento.
Empero, también puede manifestarse en las buenas obras si están unidas a Cristo. Podemos aplicar el padecimiento de los males para
la remisión de nuestros pecados. Los males pueden servirnos para
obtener bienes. Es esto lo que nos asegura el sacramento de la
penitencia. Los males padecidos pueden servirnos si los unimos a
aquella Sentencia del juez divino. De nosotros depende la
intensidad de la aplicación de los méritos de Cristo. Para esto
también necesitamos ayuda. Esperemos que siempre nos llegue esa
ayuda. Si tenemos una familia cristiana esperemos que todos ellos,
todos, vengan a ayudarnos en la hora del dolor y en especial, en
la hora de nuestra muerte. En las familias parece haberse
debilitado la gran capacidad que por naturaleza tiene para ayudar
en la hora de nuestra muerte. A nadie deberíamos dejar sin esa
ayuda. Sería muy malo ver que en una familia cristiana esa ayuda
se da sólo a los miembros de la familia. ¿Pero si ni siquiera a
sus miembros?
“Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa…” Cristo, en quien no había maldad, fue así maltratado, ¿qué menos podemos esperar nosotros, en quienes hay mucha?
Llamémonos bienaventurados si fuéramos así arrebatados y nadie defendiera nuestra causa. Nosotros podemos unirnos a Cristo sufriendo voluntariamente, pero no inocentemente.
Ahora bien, debemos asentar un aserto impresionante, sorprendente muchas veces, ignorado muchas otras, un aserto de fuego. De fuego y de gloria.
El sufrimiento de Cristo está indisolublemente unido al Evangelio.
No hay Evangelio sin Pasión de Cristo. He aquí la última
palabra evangélica: “la doctrina de la Cruz” (Salvifici
Doloris,
18 citando a San Pablo).
El sufrimiento es padecer el mal. Ojalá el nuestro pueda unirse
indisolublemente al de Aquel que nos salvo venciéndolo. No
podemos lograrlo. Sólo podemos pedirlo.
El mal ininteligible del abandono de Dios por Dios, se concentró en quien cargó con nuestros pecados y tomó sobre El todo el mal de dar las espaldas a Dios, el sufrimiento de la separación del Padre, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios.
Este mal del abandono de Cristo es tan aterrorizante que no
podemos siquiera verlo propuesto. El Padre abandona a Jesucristo
al poder del sufrimiento y del Mal. Para salvar al hombre Dios
tuvo que romperse, que separarse, que dividirse y al
romperse El recompuso al hombre. No estoy seguro de que estas
palabras sean doctrina “segura”. “Dios lo quebrantó” (Is.
53.10). Lo rompió con dolores, “lo molió por nuestros pecados”
(Is. 53.2-6). El dolor de Cristo se transforma en amor, en el amor
que crea el bien, en el amor que recrea al quebrantado por el
pecado. ¿Podemos participar en el abandono de Cristo? Nosotros no
podemos. Si fuéramos abandonados nosotros caeríamos en la
inexistencia. Será por eso que sólo Dios podía habernos
redimido. Aún en nuestros padecimientos más dolorosos, estamos
siempre en las manos de Dios.
Pese a que nos rodea el misterio ante la angustias y tristezas de muerte de Cristo en el Huerto y ante sus palabras de abandono en la Cruz, jamás debemos ignorar la sentencia cierta que “establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de visión” (Acerca de Algunas Proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo [Decreto del Santo Oficio del 5 de Junio de 1918], Acta Apostólica Sedes 10 (1918), 282,
Denzinger, 2184).
Debemos concluir que Cristo siempre veía todo el curso de su crucifixión y resurrección.
Dios sí pudo sufrir ese abandono y subsistir en su propio ser divino. Sólo Dios podía habernos redimido.
Heidegger, como recordáramos, consideraba al hombre como un ser para la muerte. A su doctrina podemos contraponer la de San Pablo: “Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús…(2 Cor. 4, 8-11-14). En San Pablo se enciende la luz que hace de la muerte, la resurrección. Si la muerte está intensamente unida a la Cruz de Cristo en un acto de puro amor, morir es vivir.
Lo crucial es que “Cristo ha abierto su sufrimiento al
hombre” (Salvifici
Doloris,
20) y su muerte.
Nosotros descubrimos en nuestros sufrimientos los de Cristo y los
revivimos mediante la fe (ibidem).
Todo hombre sufriente puede decir con Pablo: “Estoy crucificado con Cristo, ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 19-20).
Cristo se une al hombre, a Pablo, mediante la Cruz. Y el hombre, nosotros, podemos decir con Pablo:
“Jamás me
gloriaré a no ser en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo por
quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”
(ibidem).
Pablo nos insta a participar en los padecimientos y en la muerte de Cristo por si logramos alcanzar la resurrección de los muertos.
En la teología paulina encontramos los fundamentos para apoyar la
relación entre la Pasión y Muerte de Cristo y nuestros
padecimientos y muerte. Esta relación consiste en una apertura
por la que podemos entrar uniendo nuestros padecimientos y muerte
a los de Cristo. Con todo respeto podríamos decir que Cristo hace
una oferta al público: una policitatio. El que la acepta
se salvará. Y pondrá un pie en la gloria. La esperanza de la
gloria: Spes Salvi. El parágrafo 21 de la
Salvifici
Doloris
requiere como todos, una lectura personal porque ese texto parece
envuelto en un misterio que a cada uno nos toca y nos envuelve.
La participación en la Pasión de Cristo es también la participación en su Gloria. Y otra vez Pablo alza un grito de esperanza: “Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros”.
La Resurrección
revela la gloria de la Cruz de Cristo. En ocasiones, el
hombre, aún sin fe en Cristo, se somete al sufrimiento por la
verdad o la justicia. Esto lo hemos visto.
El sufrimiento se impone entonces como en la enfermedad o en otros dolores, desde afuera, inexorablemente, con independencia de la voluntad de quien la padece. En situaciones, el hombre se ve en la necesidad moral absoluta de sufrir por salvar un valor. Desde la patria a la vida de una persona.
El sufrimiento es una prueba. Pablo dice “Por esta causa sufro”.
No se somete al sufrimiento sin una causa. A veces parece que es
sin causa, pero ésta está escondida. ¿Cuántos son los
Cirineos que ayudaron a llevar la Cruz de Cristo? Ellos no la
han buscado. Pero la han encontrado. Estos mártires de hoy son
semen
christianorum. Véase el libro del Cardenal François Xavier
Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza. Ejercicios
espirituales dados en el Vaticano en presencia de San Juan
Pablo II, capítulo 12.
Pablo mismo, magna semilla de cristianos, no se complace en padecer porque sí. “Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé en Quien me he confiado” (II Tim. 1, 12). Es un sufrimiento lleno de razón. Una sabiduría de la esperanza. El sabe. Tiene un conocimiento. Una certeza. Sabe en Quien se ha confiado. Se ha confiado a la LA ÚNICA RAZÓN DE TODO LO CREADO.
Ahora bien, aún para el creyente surgiría la pregunta ¿por qué
nuestros sufrimientos pueden ser unidos a la Cruz de Cristo? ¿De
dónde nos viene este saber? Es verdad que los sufrimientos de
Cristo lo elevaron a la resurrección. ¿Pero los nuestros? Y
bien, para esta pregunta encontramos una respuesta portentosa: “el
que no toma su cruz, y me sigue, no es digno de Mi” (Mt.
10, 38). Es el mismo Jesucristo quien nos une a su dignidad en
virtud de la cruz, de la aceptación de la cruz, del abrazarnos
a ella como el Cirineo.
8. LA CRUZ DE CRISTO Y
LA NUESTRA
Es Jesucristo quien asocia nuestra aceptación de la cruz a la suya. Su Cruz es nuestra cruz. La que Él nos envía es la suya y la nuestra. Ahora bien, el proceso de aceptación de tomar la cruz y seguirle no es una bagatela. Hay muchas cosas que se deben tratar en este punto.
Una primera es la de saber identificar la Cruz de Cristo y separarla de los sufrimientos que nos sobrevienen por nuestra propia culpa. A veces la distinción es clara. Pero en otras parece haber ciertas causas externas que se mezclan con nuestra culpa. Un paso más y entraríamos en la casuística en dónde precisamente se nos aconseja no entrar. En una época los manuales de Teología moral entraban en este análisis de casos. Hoy no se considera método adecuado. Esto es una pérdida, porque con ocasión de los casos se hacen más transparentes los principios o normas generales. Por ejemplo, si hemos contraído una enfermedad por nuestra culpa, parecería que en esos sufrimientos no está la Cruz de Cristo sino la nuestra. Pero aún así, contraer una enfermedad no sólo es asunto de nuestra conducta. ¿Por qué tantas conductas culposas no traen consecuencias y por qué justamente en una maniobra culposa chocamos con un volquete que estaba improbablemente en el camino?
Pedro también dice: “Si por cristiano padece, no se avergüence”
Hay situaciones en las que una persona padece claramente “por
cristiano” ¿pero en otras? Sin embargo, de las circunstancias
que rodean los casos generalmente recibimos suficiente certeza
moral. Nada más que esta certeza es asequible. Porque en estos
terrenos no existe la certeza pura sino sólo la práctica. Este
proceso de aceptación de nuestra cruz requiere, luego de
discernir su identidad, soportarla con perseverancia, es decir,
aguantarla sin aflojar. Este es un capítulo
importantísimo de la vida humana. De él brota la paciencia y
la esperanza de que el mal que la atenaza no prevalecerá al
final. Un gran experto en sufrimientos, el Papa Juan Pablo II,
nos dice que esta perseverancia viene acompañada por “la
acción del Amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu
Santo” (Salvifici
Doloris,
23 in fine).
Aquí recibimos la promesa más grande. Dios obra su amor. Y el Papa Magno nos conduce hasta el fondo del misterio: el hombre se encuentra hasta el fondo en el sufrimiento: reencuentra “el alma” que le parecía haber “perdido” a causa del sufrimiento. Sinceramente, me resultan misteriosas estas palabras y prefiero no comentarlas.
Sin embargo hay una cosa que me atrevo a decir. Hay momentos en
la vida de un hombre –en la de algunos no llega ese extremo-
en los que les parece estar en el fondo de su dolor, despojado
de todo, de todo valor, de toda dignidad, despreciado por todos,
puesto aparte, excluido, expulsado, echado, sin mérito
reconocido alguno. Sin ninguna apariencia de dignidad humana. Yo
conocí a un santo sacerdote que clamaba “No soy nada, no
valgo nada, no tengo nada”. Sufría agonía. El experimentó
en carne propia lo que escribió sobre la Santa Cruz (José María
Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios). Quisiera sugerir
al lector la meditación de este párrafo. La aceptación de la
cruz tiene también una relación salvífica. El sufrimiento
humano redime pues Cristo mismo abrió su Pasión a la
participación del sufrimiento de los hombres en ella, que a
su manera, completa el sufrimiento de Cristo. Esta
complementación también es misteriosa. Así es que Cristo nos
asocia a su misterio Pascual, corredimiendo el mundo, parecería
posible decir que Cristo está padeciendo constantemente con los
sufrimientos humanos. Quizás podamos intuir algo de esta
participación y continuación al contemplar el misterio del
sacrificio incruento de la Santa Misa. Podríamos imaginar, con
respeto, que nuestros sufrimientos sirven para realizar el
sacrificio incruento de la Santa Misa, en la cual, es nuestro
dolor el que toma el lugar de la crucifixión de Cristo.
Incruenta en el altar. Cruenta para nosotros. Pero tenemos que
poner nuestros sufrimientos en la patena.
Las persecuciones y tribulaciones “por su nombre” son signos especiales de semejanza a Cristo y de unión. Así, veamos el encarcelamiento de F. X. N.van Thuan. Luego de ser nombrado obispo de Saigón en 1975 fue arrestado. Pasó trece años preso, nueve de los cuales en aislamiento, por “causa de Cristo” y de esta causa podemos estar ciertos.
¿Quién lo sacaría de la prisión? ¿Las divisiones del Papa? “¿De cuántas divisiones dispone el Papa?" preguntaba Stalin. ¿Podemos imaginarnos con cuánto poder temporal los cristianos fueron salvados del martirio?
Pero entendemos que en la prisión y en el martirio los cristianos fueron fuertes en su debilidad. No los socorrieron las “divisiones del Papa” sino la fuerza de Dios.
¿Por qué? San Juan Pablo II nos hace entrever veladamente acerca de la
respuesta de Dios al sufrimiento. “Cristo no responde
directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el
sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica
a medida que él mismo se convierte en partícipe de los
sufrimientos de Cristo” (Salvifici
Doloris, 26).
“La respuesta de Cristo no es abstracta, es ante todo una llamada.
Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones
del sufrimiento sino que ante todo dice: “Sígueme”. Ven,
toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del
mundo que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de
mi Cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose
a la Cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico
del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel
humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo
tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del
sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo,
su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en el
sufrimiento la paz interior. Incluso la alegría espiritual” (Salvifici
Doloris, 26).
Volviendo a nuestra pregunta inicial ¿Por qué la muerte? ¿Cuál
es su sentido? No parece posible según San Juan Pablo II ir de lo
humano a lo divino, sino del padecimiento de Cristo al nuestro.
Desde esta perspectiva se vislumbra que el sufrimiento humano
sirve, coopera con Cristo. Lo ayuda. Nada menos que en la obra
del misterio de la salvación: misterium salutis. Tampoco
necesita el hombre saber cómo se opera esa ayuda. Entiende que
no puede conocer todo acabadamente, sino en parte; como
veladamente. Pero este saber incierto le basta para dar fuerza a
su esperanza. Imaginemos por un
instante que se nos asegurara que después de nuestros
padecimientos ofrecidos en cooperación con la Redención, gozaríamos
de esta salvación. Cualquier sacrificio quedaría iluminado.
Ilustrado por esa luz que es la palabra de Quien no puede fallar.
Dios mismo. Deberíamos creer. ¿Podríamos creer? ¿Querríamos
creer? ¿Creeríamos?
“Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros” (Col. 1, 24). Porque estos sufrimientos tienen sentido, son eficaces, producen consecuencias benéficas, dan frutos, como la muerte de la espiga.
La psiquiatría enseña que el sinsentido del dolor causa una progresiva destrucción de la personalidad. Es más causa de daño a sí mismo y a los demás. Cuando el hombre cree en que su dolor puede asociarse a los padecimientos de Cristo, su dolor queda transformado. Recordemos que el padecimiento físico y el moral se relacionan. Pensemos en la oración del que sufre. “Ha habido largos períodos de mi vida en los que he sufrido por no poder rezar. He experimentado el abismo de mi debilidad física y mental”. Ruego al lector que lea el libro de Van Thuan antes citado, especialmente el capítulo sobre la oración; aunque en verdad todo el libro. Es recomendable a creyentes y no creyentes. Este libro puede llenar de ciencia aún a los más iletrados, de una ciencia de Dios.
Es la ciencia de la alegría por el gran premio de la gloria. El
sufrimiento cristiano es el mediador insustituible y autor de
los bienes indispensables para la salvación del mundo (Salvifici
Doloris, 27).
“El evangelio del sufrimiento se escribe continuamente, y
continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja”
(ibidem)
Leo la encíclica
Salvifici Doloris y me parece que no puedo
comentar nada y debería limitarme a copiarla: “Los que
participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus
sufrimientos una especialísima partícula del tesoro
infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este
tesoro con los demás” (ibidem).
Y vuelvo a citar:
“El hombre, cuanto más se siente amenazado por
el pecado, cuanto más pesadas son las estructuras del pecado
que lleva en su mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia
que posee en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia
siente la necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos
humanos para la salvación del mundo” (Ibid, 27 in fine).
¡Cuál no será entonces nuestra obligación de unirnos al prójimo que sufre! A veces, sólo podemos compadecernos con el que sufre. Pero se
ha de manifestar este amor y solidaridad. No basta con la mera
pasividad. Algo siempre podemos hacer. Aunque más no sea
mandarle unas líneas al sufridor. El mero silencio no es
elocuente de nada bueno. Hay muchos hermanos prójimos nuestros
que han sufrido, además del dolor de su propio mal, el
accesorio de la ausencia de la más mínima manifestación de
amor o de solidaridad. Estos hermanos nuestros sufren doblemente.
Por su propio mal y por el nuestro. No llamemos a estas
manifestaciones “obras de misericordia”. ¡Da risa esta
mezquindad! Son obras de justicia insuficiente ante el que sufre
por nosotros! ¿Por qué mi prójimo ha sufrido “un accidente”
y no nosotros?
Además de
aquellas manifestaciones, en muchas ocasiones podemos hacer
algo. Ayudar. Poniendo medios eficaces. Aunque no resulten
eficaces. El samaritano ayuda de corazón y con dinero. Con el
que sea necesario. Esto le confiere al samaritano su valor y
dignidad. Al punto que Dios lo juzga prójimo. No
nosotros. Dios.
Parecería que Dios creó un mundo en el que debe haber un cierto equilibrio entre sufrimiento y amor. Y el amor “en el corazón y en las obras” viene del sufrimiento.
Frente al sufridor el otro hombre ha de “pararse”, “conmoverse” y “actuar”.
Hoy se habla de
actividad samaritana para nombrar a toda acción de ayuda al
que sufre. Se trata de una actividad.
¿Cuántos samaritanos hay en el mundo? ¿y cuántos más debería haber?
La ayuda al prójimo en las familias y entre las familias. Y en la sociedad desde la local a la internacional. Estas ayudas, frutos del amor, han de ahogar el odio y todas las consecuencias que este mal trae. Necesitamos una copiosa lluvia de bienes que nos haga mejores personas y sociedades. La Iglesia ha de ser heraldo en esta lucha por “ahogar el mal en abundancia de bien”. Todos sus miembros hemos de ser cooperadores de Cristo, embajadores de Cristo. Los únicos que pueden llevar el
Corazón de Cristo a las llagas del dolor. Y sobre todo del dolor del alma. ¿Dónde están los soldados de Cristo si ni siquiera se presentan a la batalla? ¿Qué dirán de nosotros cuando en el juicio final se diga, “Venid benditos de mi Padre”?
Trabajemos dando de comer, de beber, visitando al preso…Luego de la oración y la mortificación, el cristiano debe actuar, pues por sus obras será juzgado. Ha de pasar haciendo el bien. El sufrimiento nos mueve al amor.
9.
EL SAMARITANO
Y LA TEOLOGÍA MORAL
Tengo que agregar la meditación del samaritano. El ejemplo del samaritano como prójimo va dirigido a nosotros. Tenemos que amar como amó el samaritano. Véase que no se trata de un amor dulzón, sino de un amor recio, que cuesta y cuesta precisamente el dinero que da el samaritano al mesonero. Pero no es esto lo que agrego, sino lo siguiente. Nosotros no siempre somos o debemos ser el samaritano. También somos aquel tendido en tierra, medio muerto, robado y herido por los ladrones. Aquel a quien el samaritano “vendó las heridas”. “Lo condujo al mesón y cuidó de él” ¿Tú lo harías conmigo? Tú y yo debemos preguntarnos y contestarnos sinceramente. Y si no “¿qué mérito tenéis?”. Cristo propone una meritocracia inspirada en el Evangelio.
Parecería que mi comentario se funda en una egoísta justicia
retributiva. Do ut des. Pero no digo esto. Quiero decir
que muchas veces somos nosotros quienes
estamos “medio muertos” y necesitamos un samaritano. ¿Si
nosotros no lo somos, habrá otros? Puede ocurrir que nos
quedemos medio muertos y aún muertos.
No podemos olvidar, y los cristianos menos que nadie, que el dolor y el amor integran una ecuación inherente a la naturaleza humana. Y si esa ecuación se quiebra caemos en bancarrota. No sólo económica, sino antes que aquella, humana. La económica vendrá también… después.
Esta ecuación sólo puede salvarse en el corazón del hombre y, con mayor razón aún, en el de la mujer.
¿Cuántos medio muertos tenemos? Sugeriría que
esta pregunta fuera materia de examen.
Empecemos al menos por acercarnos a sus “heridas”, que nos “conmuevan”.
¿Alguien nos dijo alguna vez: sos el único samaritano que me queda? ¿Y nos movemos?
Si empezamos a andar por este camino de amor, tomaremos la Cruz de Cristo y lo seguiremos… El amor en la Cruz. Y tendremos una “dignidad” de Él que el mundo desconoce.
Si tuviésemos la capacidad y el talento del filósofo Husserl, intentaríamos un análisis fenomenológico de los hechos del buen samaritano.
Nosotros también preguntamos al Señor quien es mi prójimo, como buenos doctores de la ley. El Señor nos cuenta una historia de la que quiere por comparación o semejanza darnos una enseñanza moral decisiva para nuestra vida. Porque tenemos que saber a quien debemos amar como a nosotros mismos. Esto es crucial: “como a ti mismo”. No menos. Es una medida muy grande porque se supone que nos queremos mucho y bien. El Señor nos dice que “bajaba un hombre de Jericó a Jerusalén” pero no nos dice más nada de él. Era un hombre. Sólo “un hombre”, “un hombre” cualquiera, un hombre que cayó en manos de ladrones, quienes lo “despojaron de todo”, lo “cubrieron de heridas”, dejándole “medio muerto”. Ahora pongamos nuestra cabeza en la escena. Caer en manos de ladrones…Nos relata el Señor unos ladrones de bienes materiales aparentemente. Pero el despojo, podemos entender nosotros, puede ser también de bienes inmateriales. Despojo de toda la honra, la fama, el buen nombre. Despojo de la gracia. Las heridas pueden ser físicas pero también morales de toda índole. De ellas el hombre fue “cubierto”, es decir que recibió muchas. Fue abandonado medio muerto. Podemos pensar no sólo en lo físico, sino también medio muerto moralmente o sobrenaturalmente.
Los sufrimientos del “prójimo” han sido graves. Un sacerdote “lo vio y pasó de largo”. Al hablarnos de
sacerdote nos hace pensar que los daños pudieron haber sido
morales también. Un levita “lo miró y siguió adelante”.
Podríamos decir muchas cosas de estos personajes pasajeros. Pero ahora tenemos prisa en ir al grano.
El samaritano se compadeció. Esto es, se puso a padecer junto a aquel “hombre”, como si fuera él mismo. Hizo varias cosas de primeros auxilios y “cuidó de él”. Lo cuidó como él se hubiera cuidado.
Hoy las personas nos saludan y nos dicen: Cuídese. Cuando me lo decían me quedaba perplejo. Pensaba: ¿en qué peligro estoy? ¿Por qué tendré que cuidarme yo?
Parece que cuidarse tiene un sentido amplio. Viene al caso, porque el samaritano seguramente consoló, reanimó y confortó al “hombre”. No sólo cuidó de su cuerpo seguramente.
Lo llevó al mesón y allí se quedó un día con el “hombre”. Advirtamos bien lo que significa esto: se fue al día siguiente y se quedó a cuidarlo todo ese tiempo. Puso auxilios y puso tiempo. En ese tiempo es seguro que se entablaría un diálogo interesante entre el samaritano y el “hombre”. Se contarían cosas. Se entablaría una relación. Es muy probable que se hicieran amigos para toda la vida.
Antes de irse “sacó dos denarios” para que el mesonero cuidara al “hombre”. “Cuídame este hombre”. No dice qué hombre. “Y todo lo que gastares de más te lo pagaré a mi vuelta”. O sea que el samaritano volvería a ver como seguía el “hombre” o si ya se hubiese ido, a pagar la cuenta. El samaritano cuidó con todo esmero al “hombre”.
Advirtamos que el hombre caído que tenemos al lado necesita de nuestros cuidados.
Ahora bien, sabemos por experiencia que cuando estamos muy bien somos muy queridos y así progresivamente en sentido descendente. Del caído, nos alejamos. Si está mal visto por el poderoso, lo evitamos. Tenemos una mezcla de egoísmo, miedo a perder algo, al daño, a un sentimiento de menosprecio. Y es verdad que nuestro “hombre” está despreciado, desgraciado, herido en sus bienes, en su honra o en su fama. Está, de algún modo en la cruz. Y nosotros ¿qué hacemos? ¿Lo echamos? ¿Lo evitamos? ¿Quién es ese “hombre” que está en la cruz? Huimos de la cruz y del “hombre”.
Esta parece ser nuestra baja estofa, que abunda.
El “hombre” caído, herido, despojado, medio muerto es el que sufre. El sufridor. Todos nosotros lo somos en algún momento. Tengamos cuidado “nosotros”. Todos. No algunos. Todos. Todos hemos de estar alguna vez en la cruz.
Ese “hombre” es otro Cristo. ¿Pasaremos de largo?
Nos preguntamos esto y por la calle vemos a cada rato hombres así y “pasamos de largo”.
No creamos que pasar de largo es algo de monstruos. Nosotros lo hacemos. Es preciso comprender bien hasta qué punto no amamos al prójimo como a nosotros mismos.
Sin embargo, nos queda poco tiempo. Muy poco. Tenemos que empezar a cuidar al prójimo, en serio, como el buen samaritano. Una familia, una sociedad que no aprende esto va a la ruina. Esto debe enseñarse en la escuela desde el primer grado hasta el último curso universitario. Si no aprendemos esto y lo hacemos, ¿qué hacemos? Ahora tengamos cuidado de nosotros mismos si no amamos al prójimo como a nosotros mismos. El amor al prójimo está unido indisolublemente al amor a nosotros mismos.
¿No es el gobernante el primero que debe cuidar al prójimo? Es necesario que aquel comprenda que debe amar al prójimo. El gobernante bien puede instruirse con el samaritano acerca de la metodología más refinada. El gobernante debe, como todos, como un padre de familia, aprender a amar. Si nuestros gobernantes imitaran al samaritano…
El samaritano es Jesucristo. Y el “hombre” medio muerto también es Jesucristo. Porque Jesucristo es todo “hombre”. Jesucristo es todo hombre y también el más pecador. No porque hubiese cometido pecado alguno. Sino porque lo asumió y asumió también el pecado más terrible. Es la asunción de esa deuda lo que le produjo el sudor de sangre y el martirio de la Cruz.
Podemos decir que Jesucristo no incurrió en deuda alguna por
nuestros pecados. Pero asumió la deuda de todos
nuestros pecados. El pagó. El saldó la deuda en la Cruz. Una
cosa es la deuda (Shuld) del pecado. Jesucristo no contrajo
ninguna deuda de pecado. Otra cosa es la
responsabilidad. Jesucristo asumió toda la responsabilidad
(Haftung)
por todos nuestros pecados. Hacerlo le llevó a entregarse a
la muerte y muerte de Cruz.
Véase lo que hizo el samaritano. El no dañó al “hombre”. No contrajo la deuda. Pero asumió la responsabilidad. El “hombre” fue medio muerto por los ladrones. El no podía salvarse. El samaritano lo salvó.
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, salvó al “hombre” y el “hombre” verdadero Dios que asumió la responsabilidad por nuestros pecados fue salvado por Jesucristo.
Dios, que es amor, se hace al sufrimiento y a la muerte como el más reo de muerte. Así pagó por nosotros, por el hombre, por todo hombre, que fue liberado. ¿Por qué hizo eso Dios? Hay una sola respuesta posible y ninguna otra. Por amor. Así como El nos amó, debemos amarnos nosotros. Este es el plan de la salvación. Porque solo podemos amarnos como El nos amó, si lo amamos a El. Si lo amamos a El, podremos amar a los hombres. Pero el amor a los hombres es el único medio de prueba del amor a Dios que puede ofrecer el hombre. Así comprendemos a todos los santos.
Amaron a Dios con todo su ser y al prójimo como a ellos mismos. Para los santos darse a Dios y darse al prójimo es entregarse a un amor “semejante”. El segundo es “semejante” al primero. Segundo, el amor produce esta unidad. Es claro que el samaritano quedó unido al “hombre”. Podemos imaginar ese vínculo de unión. En ocasiones oímos decir: le salvó la vida. Eso quiere decir que “le debe la vida”. Así con el samaritano y el “hombre”. El hombre que está en el fondo del abismo (recordemos a Van Thuan) no está muerto. Está medio muerto. Por eso los que pasaron primero “lo dejaron morir”. Por eso el samaritano lo “salvó”.
Hay un aspecto que debemos destacar en la parábola. El samaritano, “al día siguiente”, pues como hemos dicho pasó el día anterior con el hombre, “sacó dos denarios y se los dio al mesonero diciéndole: cuídame este hombre.”
El samaritano era hombre prudente. Sacó dos denarios. Sabía que debía poner dinero para hacer cuidar al hombre. Nosotros también debemos “sacar denarios” para cuidar al hombre políticamente. Para que no quede a merced de los denarios del mal. Los hombres se darán cuenta de los gobiernos que los abandonan en el mal. Hemos de poner los denarios ahora, antes de “la hora de nuestra muerte”, en la que habremos de dejarlos. No de invertirlos.
El Evangelio no dice nada acerca del mesonero. Lo deja mudo. Sabemos que el samaritano ofreció pagar al mesonero. Pero nada nos autoriza a pensar que el mesonero haya aceptado el pago. Nosotros podríamos ponernos en su lugar. Cobraríamos al samaritano o cooperaríamos con él mitigando su desembolso en beneficio del “hombre”?
Veamos que el amor llama. El amor apremia. En ocasiones oímos claramente la voz de la conciencia y la seguimos, aunque sea a duras penas. En otras no hacemos caso. No prestamos atención…Empero, no olvidemos que aún para los buenos comerciantes, Dios paga más. Esta escrito: “el ciento por uno…y la vida eterna” Si hiciéramos fe en esta palabra, sería el mejor negocio…
10. LA
INTELIGIBILIDAD DE LA PALABRA DE DIOS
Mientras escribo, me llega el texto de la alocución del Papa
Benedicto XVI del miércoles 29 de octubre de 2008, en la cual, roza
la Teología de la Cruz. Sobre el punto volveré en otro lugar.
Pero ahora se asocia en mi memoria un trabajo que le envié al
entonces Cardenal Ratzinger con el título: Hablar de Dios a
todos los hombres que trataba de la razonabilidad común
entre las consideraciones de Jesucristo y las respuestas de
sus interlocutores. El entonces Prefecto de la Doctrina de la
Fe me recibió un mediodía trayendo en sus manos, para mi
gran sorpresa, el papel que yo le había enviado, con algunas
anotaciones suyas. Mi sólo texto, sin las anotaciones del
actual Pontífice, que por otra parte nunca han estado en mi
poder, es el siguiente. Pero antes diré: un Cardenal que
comentaba los papeles de sus corresponsales! ¡Que maravilla!
HABLAR DE DIOS A TODOS LOS HOMBRES
En algunos
pasajes de los Evangelios se advierten criterios directamente
usados por Jesucristo que pueden dar respaldo a una filosofía
del sentido de la razonabilidad o sentido común al alcance de
todos. Todos podemos comprender con facilidad que con el
juicio con que juzguéis se os juzgará y con la medida con
que midáis se os medirá (Mt. 7, 7-13; Mc. 4, 24; Lc. 6,
37-42). Todos pueden entender que esto es razonable. Nadie
puede ponerlo en duda. De modo que existe en esta aplicación
proporcional de la justicia distributiva algo humanamente
razonable que Dios también toma como regla justa. Pues si
vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas
buenas, (cuanto más vuestro Padre que está en los cielos dará
cosas buenas a quienes se las pidan! (Mt. 7, 11; Lc. 11, 4-13;
Mc. 11, 24).
Cuánto mas significa con mayor razón y esto pertenece al común
entendimiento divino y humano. Si Dios propone este modo de
entender las cosas que para nosotros es inteligible, existe
una comunión en la razonabilidad. Algo así también
ocurre con la regla de oro de la caridad. Todo lo que queráis
que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros
con ellos: Esta es la ley y los Profetas (Mt. 7, 12; Lc.
6,31).
Si perdonáis a los hombres sus faltas, también os perdonará
vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres
tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados (Mt. 6,
20; Lc. 11, 2-4). Parece haber aquí una razonable conexidad
entre justicia y caridad, que resulta sencillo entender
¿Que es mas fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados?
o decir: levántate y anda?” (Mt. 9, 5; Mc. 2, 1-12; Lc. 5,
17-26). Es más fácil decir lo primero. Lo extraordinario de
la curación del paralítico es considerado más difícil para
todos y este razonamiento recibe la confirmación divina. Por
ello, para Dios ese modo de entender con la razón natural o
sentido común es asumido como razonable y confirma que ese
juicio nuestro es válido. Lo razonable divino y humano se
revelan unidos a la luz de los evangelios.
¿Quién de nosotros si tiene una sola oveja y se le cae en un
hoyo un día sábado, no la agarra y la saca? Pues, ¡cuanto más
vale un hombre que una oveja! Por lo tanto esta permitido
hacer el bien en sábado (Mc. 12, 11-12). Todos podemos
admitir que un hombre vale más que una oveja. He aquí un
juicio de valoración razonable que el buen sentido alcanza
con facilidad y trasluce una objetividad confirmada por
el modo de entender divino enseñado en el Evangelio.
Las parábolas del tesoro escondido, de la perla y de la red
también están ilustradas por esa razonabilidad; pues es
razonable que un hombre venda todo para adquirir un campo
donde el adquirente descubrió un tesoro escondido porque este
tendrá más valor que todo lo que poseía (Mt. 13, 44). La
perla fina también vale más que todo lo que vende un hombre
por eso es razonable que venda todo y compre a buen precio la
perla (Mt. 13, 45). De este modo es razonable que Jesucristo
pregunte: ¿Habéis entendido todo esto? Le respondieron: si
(Mt. 13, 51). Lo podían entender razonablemente sus
interlocutores más sencillos.
También se entiende la parábola del siervo despiadado (Mt.
18, 23-35). Siervo malvado, yo te perdoné toda la deuda
porque me suplicaste: No debías tu también haberte
compadecido de tu compañero como yo me compadecí de ti? Y su
señor irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase
toda la deuda. Así hará también con vosotros mi Padre
celestial, sino perdona cada uno de corazón a su hermano (Mt.
18, 35). Otra vez se presenta esta proporción razonable en el
modo de trato. ¿Por qué nos parece una grave injusticia lo
que hizo el siervo? Porque él había sido tratado con gran
misericordia y sin embargo él trató a su deudor exigiéndole
la deuda despiadadamente. La falta de misericordia tiñó de
injusticia su justicia. Esto se entiende sin hesitaciones. Es
algo objetivo que podemos comprender incontrovertidamente. Lo
objetivo razonable participa de lo divino y lo humano.
En otro pasaje Jesucristo interroga: ¿Que os parece? (Mt. 21,
28) y la respuesta fue correcta Y en otro lugar: Cuando venga
el dueño de la viña ¿que hará con aquellos labradores? Le
respondieron... (Mt. 21, 40-41) correctamente. Pudieron juzgar
bien con facilidad. Un prestamista tenía dos deudores, uno le
debían quinientos denarios y el otro cincuenta. No teniendo
ellos con que pagar los perdonó a los dos. ¿Cual de los dos
le querrá más? Simón respondió: Pienso que aquel a quien
perdonó más. El le dijo: Has juzgado bien (Lc. 7, 41-43).
Dios confirma que ese hombre había juzgado bien.
En otro lugar Dios manda amar al prójimo como a ti mismo.
Interrogado por un fariseo acerca de quien es mi prójimo,
Dios responde con una pregunta. Compara la conducta del buen
samaritano con la de un sacerdote y la de un levita. Y formula
la pregunta: ¿Quien de los tres te parece que fue prójimo?
El interlocutor le contesta: El que tuvo misericordia de él.
Y Jesús le dijo: Anda y haz tú lo mismo (Lc. 10, 30-37).
No tuvo ninguna duda el fariseo. Entendió de inmediato quien fue prójimo en aquellas circunstancias. Entendió muy bien para Jesús. Pues le manda hacer lo mismo. Puede ahora considerarse que tal modo de juzgar la situación fue válido para el fariseo y para Dios. Lo razonable objetivo fue descubierto por el fariseo y confirmado por Dios.
Dios compara a los pájaros y los lirios con los hombres. ¡Cuanto
más valéis vosotros que los pájaros! (Lc. 12, 24). Si Dios
viste a los lirios mejor que a Salomón, ...¡cuanto más a
vosotros, hombres de poca fe! (Lc. 12, 28).
Cuanto más significa, como ya en otros pasajes, con mayor razón.
Todo el mundo puede entender inmediatamente que los hombres
valen más que los pájaros y los lirios. Nadie, en su sano
juicio, se opondría a esta valoración. De modo que hay una
común inteligencia de razonabilidad entre el juicio de
los hombres y el juicio de Dios.
Con todo ello se afirma la capacidad natural del conocimiento,
incluso de Dios. La capacidad de la razón humana de conocer a
Dios constituye el fundamento de la confianza en la
posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos
los hombres. Esta posibilidad abre el diálogo entre las
religiones, con la filosofía y las ciencias y también con
los no creyentes y los ateos.
Después de narrar la historia del buen samaritano, Jesús interroga al doctor de la ley: “Quién de estos tres te parece haber sido prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”
“Aquel que usó con él de misericordia” respondió el doctor. “Pues anda y haz tú otro tanto”.
El doctor entendió bien la parábola. Su inteligencia del asunto coincidió plenamente con la de Jesucristo. Destacamos esta coincidencia intelectual. El Señor jamás impone una solución violenta, jamás impone su propia convicción acerca de la verdad. La propone a la libre aceptación de sus interlocutores en la materia del diálogo, quienes concordaban con toda libertad. Ninguno pretendía imponer la verdad por la fuerza. Su verdad. La verdad es un bien común. En estos diálogos evangélicos no hay rastro de nihilismo, de relativismo o fundamentalismo. Curiosamente, todos estos "ismos" conducen a imponer al más débil la convicción del más fuerte, con prescindencia de la verdad y, en la práctica, también de la paz. Podría ocurrir que la convicción del más fuerte coincida con la verdad y la del más débil, con el error. Pero no se puede imponer por la fuerza la verdad a quien sostiene o cree algo erróneo. He aquí el respeto por la conciencia errónea. No del error. Naturalmente, es distinta la situación del que sabe que está en el error y sin embargo lo defiende como si fuera la verdad por cualquier interés.
Dios quiere enseñar al doctor, a quien le debemos gratitud, con toda su suficiencia, porque él hace una pregunta que todos podemos hacernos. El doctor se coloca en la posición de discípulo y la respuesta de Jesucristo le resulta diáfana. El caso puso luz en el asunto. Una luz que permitió al doctor coincidir inmediatamente con Dios. No tuvo que pensar. Vió enseguida la respuesta correcta. La parábola presenta una objetividad tan transparente que originó el conocimiento y la respuesta inmediata del doctor.
Dios nos conduce a la luz de lo razonable tanto para Dios como
para el doctor. Una ratio communis. La razón se
universaliza. La puede entender cualquiera de buena fe. Hace
falta querer conocer para reconocer. De lo contrario la
voluntad que puede producir el veneno de la mala fe, encuentra
vueltas y laberintos para no reconocer lo evidente a los ojos.
Lo cierto es que la parábola produjo una evidencia que tumbó al doctor.
Ahora quisiera advertir algo sobre la respuesta final de
Jesucristo. “Haz tú lo mismo, haz tú otro tanto, sigue su
ejemplo”. Esta respuesta debe unirse al precepto general. La
norma general es “amarás al prójimo como a ti mismo”. El
doctor de la ley, al preguntar quien es mi prójimo, pidió
una concreción y vino la parábola. Podemos considerarla como
un “caso ejemplar”. Lo que los juristas llamarían
un precedente.
También aquí podemos aprovechar mucho de lo que se ha escrito sobre “precedentes” en el derecho anglosajón y en el derecho continental.
Un precedente es importante. Por lo que debemos estar agradecidos al doctor de la ley que lo provocó.
Se trata de un caso ejemplar propuesto por el mismo
Jesucristo. De modo que todos sus elementos y detalles son
importantes.
Jesucristo dice: compórtate como se comportó el samaritano, pues este trató “al hombre” como prójimo. Ama al hombre como lo amó el samaritano. Este es el ejemplo. Es una norma divina. Un precedente divino.
La cuestión está ahora en aplicar el precedente, seguirlo. Aplicarlo a las tantas situaciones que se nos presentan. Tenemos una brújula: el buen samaritano. Debemos obrar en esa dirección. No tendremos una norma individual para cada caso que se nos presente. Dios podría habernos dado tantas normas individuales como situaciones. Porque su poder alcanzaría para ello. Pero no lo ha hecho así. Probablemente para no vincularnos con disposiciones que pudieran restringir nuestra libertad. Además de que no sería razonable que Dios nos estableciera normas para actuar en todas las situaciones. En cambio Dios nos dice: “ve y haz tu otro tanto”. “Otro tanto”, “lo mismo”, “igual”. Obviamente no quiere decir idéntico. Es una cuestión de amor. Y sabemos que la única medida del amor es amar sin medida. El amor puede llegar a dar la vida. Repasemos las historias de los santos.
En el amor hay responsabilidad, no arbitrariedad. No podríamos confundir la conducta del samaritano con la de un rico que paga el hospedaje del “hombre” por meses y meses arruinando sus hábitos de trabajo y servicio. A ese tal rico también se le pide el estándar del buen samaritano; no extravagancias ni locuras. No se trata de vestir al “hombre” con finísimos vestidos, ni de ofrecerle exquisitos manjares.
El amor es prudente. Amar sin medida no significa hacer lo absurdo. Sería absurdo el amor por la ruleta rusa. Es decir, no sería amor.
Aquí rozamos la delicada cuestión de la relación entre la norma o la ley y la aplicación de la norma a las situaciones particulares. Es un asunto clásico de la teología moral, que damos por supuesto. La cuestión se plantea en la ética y la filosofía del derecho con rasgos análogos.
La parábola del buen samaritano está llena de enseñanzas, pero particularmente hay en ella una teología de la cruz. Un hombre va por el camino, por la vida, y resulta “medio muerto por unos ladrones”. Dios lo pone a su vez en el camino de otros tres personajes. Sólo uno toma la cruz que Dios les ha puesto. Dios le ha enviado la cruz al herido, pero quiere hacerles participar a los otros tres de esa cruz. Uno solo la toma. He aquí una gran lección para el análisis de la vida cristiana.
El sufrimiento, el dolor, arraiga en el misterio de la
salvación del mundo y de éste toma todo su sentido. El
sufrimiento humano sólo puede iluminarse a la luz de ese
misterio que manifiesta al hombre quien es
verdaderamente el hombre.
11.
SER PARA DIOS
Y
“SER DE DIOS”
El hombre no es un ser
para la muerte como decía Heidegger. El hombre es un ser para
la Cruz. Para participar en la cruz. “Por Cristo y en Cristo
se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (Conc. Ecum
Vat II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual, Gaudium et Spes, 22).
Los no creyentes pueden también ir a la cruz. Porque la realidad fortísima de la Cruz, no depende de la creencia del hombre en ella. Aún quien no tiene fe puede considerar como si fuera verdad la resurrección. Y descubrir luego que hay en ello algo de sentido y quizá pueda llegar a recibir la fe. La fe es connatural al sufrimiento. Quizás pueda querer conocer la vida de los santos. La santidad enciende la fe. Los santos nos sostienen. La poderosa fuerza de su debilidad nos produce una cierta evidencia empírica de la fe de ellos. Y la fe de ellos nos interpela. ¿Qué decimos ante esa fe?¿Cómo
la tomamos?
El problema del mal, el problema del dolor es probablemente la objeción más fuerte que pueda levantarse contra Dios. Hay males morales como v. gr. la tortura de un inocente que hacen preguntar ¿cómo Dios puede permitirlo? También se presentan males externos al actuar humano. Terremotos, epidemias, catástrofes.
La teología nos enseña que Dios permite el mal como algo necesario para producir un bien mayor o para evitar un mal mayor. Pero sabemos de las dificultades que la filosofía enfrenta para responder a estas objeciones.
Se suscita esta tesis: la omnipotencia divina está limitada por el libre albedrío del hombre. Dios no podría impedir el libre obrar del mal por el hombre.
Dios no puede querer positivamente el mal moral. Puede permitirlo, esto es, no impedirlo, pero lo prevé y puede evitarlo.
Si Dios debiera impedir todo mal, debería estar pendiente para impedir cada mal físico y moral. Si lo hiciera, la libertad del hombre sería mera apariencia, pues él no podría hacer ningún mal porque Dios estaría siempre vigilante para impedírselo. Si fuera así ¿qué mérito podría haber? No podría haber nada realmente valioso y digno. Porque esta misma dignidad supone haberla obtenido, ganado, por mérito. Lo contrario conduciría a un indiferentismo total. A un quietismo o nihilismo tales que ya nada valdría la pena. Qué sacrificio tendría sentido si bastara con esperar la inexorable voluntad de Dios.
Dios no impide todos los males que pueden ocurrir, los ordena de tal modo que de ellos
surja un orden de bien en el cual los males conducen a que resplandezca el valor de la verdad y del bien. Dios está recreando continuamente la creación y depurándola, haciendo de los males que la afectan y tienden a destruirla, mayores bienes. Dios trabaja continuamente. “Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”. Trabaja convirtiendo el mal y las privaciones en bienes de Dios. Los bienes de Dios son a veces ocultos al sentido del mundo. Una cosa que la gente llamaría pérdida: de patrimonio, de otros bienes;
puede estar preordenadada a un bien. Dios preordena el mundo para la salvación del hombre de un modo misterioso que pasa por la Cruz, y que hacen de aquel modo misterioso el
MISTERIUM SALUTIS. La salvación del hombre no es un cálculo matemático que hay que hacer correctamente. Se parece más a echarse en los brazos de la providencia divina, pero remando con todas las fuerzas de nuestro amor para vencer la corriente del mal. Nuestras fuerzas intelectuales no son capaces sino
de atisbar, tan sólo, el misterio divino de la salvación del hombre. Dios cuenta con la lucha del hombre contra el mal y por cierto que esa lucha le causa sufrimiento, pero el sufrimiento de la lucha es un bien querido por Dios en su providencial gobierno del universo. El hombre está llamado también a sufrir “heridas absurdas” sin aparente sentido alguno, en la paciencia, en el dolor; pero también en la esperanza de la felicidad última de vivir mirando a Dios cara a cara.
Si pensamos en la felicidad humana que produce la contemplación del rostro sublime de la persona amada, podríamos barruntar, quizás, en aquella contemplación, un reflejo análogo a la visión beatífica (J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Madrid, 1963, Ch. Journet,
El Mal, Madrid, 1965).
Sufrir la privación de esta felicidad irremediablemente es el daño o mal irreparables. Es como estar vagando por el mundo desesperadamente sabiendo que no se alcanzará la felicidad que existe y que es inasequible para nosotros.
12. LA ÉTICA DE
LAS VIRTUDES DE SANTO TOMÁS Y LA ÉTICA EXISTENCIAL FORMAL DE
KARL RAHNER COMO RESPUESTA A LA ÉTICA DE LA SITUACIÓN
Karl Rahner ha propuesto una
“ética existencial formal” en su Úber die Frage einer
formalen Existentiaetik, en Schiften zu Theologie, II,
Benziguer, Einsiedln, 961, 5ta edición, pp. 227-246. (K.Rahner,
sobre el problema de la ética existencial formal, en
Escritos de Teología, trad. 2ª. edición, Ediciones
Cristiandad, 2002, p.II pags.213 iss p. 225).
Rahner sostiene que tanto la
ética que pretende deducir la norma individual para el caso
concreto, de la normal universal, cuanto la ética de la
situación que niega toda referencia a la norma universal,
son insuficientes. Parece que esto es cierto. ¿Pero alguna
ética es suficiente? Rahner dice que debe reconocerse la
norma universal y su referencia a ella en el caso singular.
Esta referencia necesaria, a mi modo de ver, tiene plena
eficacia en la mayoría de los casos típicos, podríamos
decir, y así interpretamos que Rahner da pleno efecto a la
norma universal en el común de los casos. Por ello no deja
al individuo en soledad. Ahora bien, en casos atípicos, que
siempre presentan una singularidad existencial, una
situación atípica respecto de la norma general. En estos
casos la clásica doctrina de la prudencia y la justicia dan
lugar al florecimiento precioso de la aequitas, de la
equidad aristotélicotomista. Esta es la primera gran
advertencia en el caso de la propuesta de Rahner. Tal vez no
esté suficientemente claro el papel de la equidad en la
propuesta de Rahner. Tampoco me parece que Rahner sólo se
base para estos casos atípicos en una conciencia no
racional sino puramente intuitiva. Además, no en todos los
casos atípicos se hace necesaria una norma excepcional.
Dicho de paso aquí, por
norma, Santo Tomás entiende la propia decisión
prudencial del autor de la norma, el mismo acto de
creación tal como se da en el espíritu del autor del
derecho: in principe existens (S. Th. I-II,
91,1).
En los casos atípicos tratados por Bernard
Häring y muchos otros moralistas, Rahner consideraría, a
nuestro entender, que la singuralidad del caso atípico
produce una dificultad en la aplicación de la norma general.
A nuestro juicio tratándose de algunos casos atípicos se
produce lo que podríamos llamar un agujero en la norma
general o una laguna en la norma, no una laguna del
ordenamiento canónico, en el sentido de una
carencia de norma aplicable al caso, pues el ordenamiento
contiene tal norma. Se trata de un problema de
manifiesta inadecuación de la ratio legis al caso
atípico para pasar, sin más, a la
ratio decidendi.
No debería dejarse a nadie
“medio muerto” en la Iglesia que no deja abandonados a sus
fieles. La Iglesia puede y debe proveer en los casos de
conciencia que se le presenten a través de quien
corresponda, en tiempo útil, para que el fiel “viva y no
muera”. Advirtamos que todo el Decálogo, según la visión
angélica, de Santo Tomás, se reconduce a los mandamientos
del amor a Dios y al prójimo (Summa Theologiae, I-II
q.100 a.5, ab1um). En el vol. V de los Escritos de Rahner
aparece un profundo estudio de las relaciones entre el
mandamiento del amor y el resto de los mandamientos del
Decálogo. Para mi no ha sido de fácil lectura.
Es interesante recordar que
el juez de la Iglesia, el confesor, el moralista, o el juez
eclesiástico debe aplicar la ley ejerciendo las virtudes de
la prudencia y la justicia, en la cual está la equidad. Y la
equidad es una manifestación del ejercicio de la virtud de
la caridad, que es la forma de todas las virtudes (S.Th.,
II-II q.23 a.8: “caritas forma virtutem”). Pues también es
pertinente recordar que las virtudes cristianas, informadas
por la caridad, son una participación en las virtudes de
Cristo (San Buenaventura, III Sent. d. 34 q. 1, a. 1, III
737a).
La aplicación de una norma
general al caso, que es propio de la conciencia, no es pura
deducción lógica ni creación subjetiva de la norma misma. La
norma moral particular que impone una decisión prudencial
no está disponible ya en la norma general, se descubre
en la investigación que comienza por la interpretación de la
norma general y aprehende con agudeza la singularidad del
caso y del acto de la prudencia que lo resuelve (finis
operis) . Esta tarea de concreción en la moral propia de
la prudencia puede también complementarse con el estudio de
la concreción que se opera en el derecho y en la ciencia del
derecho.
De ahí que la tesis de Rahner
puede, me parece, complementarse con los estudios jurídicos
sobre la concreción de las soluciones.
Ahora bien, para el cristiano
no puede haber ejercicio de la prudencia como razón práctica
sin la caridad (S.Th. II-II q. 62, a 2.). La caridad
perfecciona la prudencia como razón práctica, pues la
caridad orienta al hombre a su fin último, condición de la
prudencia. No hay prudencia sin caridad. La capacidad de
discernimiento es una dilatación de la caridad (Fil
1, 9-11). Qué hermosa concisión muestra San Agustín al
definir la prudencia como “un amor que discierne” (De
Moribus Ecclesiae Catholicae, I XV, 25). La caridad
empuja la razón a discernir (S. Th. II-II q.47, a1).
Asombrosamente Santo Tomás dice que la caridad genera el
imperium, el acto propio de la prudencia. La luz de
Cristo se manifiesta en la Cruz de Cristo que ilumina toda
la realidad del universo. La prudencia sigue esa luz y bebe
de su fuente.
El don de consejo, que puede
provenir del moralista, predispone a la razón a discernir
el bien acerca de las cosas singulares y contingentes (S.Th.
II-II q.52, a.1 y 2) y la disponibilidad de la prudencia a
las sugerencias del Espíritu Santo es su perfección misma.
La prudencia es auxiliada y perfeccionada por el Espíritu.
Ello producirá una comprensión espiritual de la norma, como
camino a Dios, que es la caridad. La voz de Cristo no se
sustituye, ni se sobrepone a la voz de la conciencia, sin
embargo, le muestra las exigencias de la caridad, más allá
de lo legal. La caridad no es sólo el centro de la moral, es
el centro de todo lo creado.
13. LA NORMA GENERAL Y LA NORMA
INDIVIDUAL
Es necesario detenerse,
aunque sea someramente, sobre la relación entre la norma
general y la resolución de una situación o caso existencial
concreto. ¿Es posible resolver el caso concreto por una
serie de proposiciones generales? Todas las proposiciones
son generales. La solución no puede desprenderse de un
silogismo. Cuando hablamos de caso en este contexto nos
referimos a una controversia con todos sus elementos de
individualización. En ésta un imperativo concreto puede
realizarse de distintas maneras.
Elegir una posibilidad de
acción ante una situación particular, no puede deducirse
lógicamente. Lo teórico termina siempre en lo general. Sus
conclusiones podrían aplicarse a muchos casos de
existencias posibles. Para tocar la existencia actual, no
basta la teoría, es necesaria la decisión de la prudencia.
Aquí podernos ir de Tomás a Rahner y viceversa.
Puede considerarse que la
voluntad creadora de Dios se dirige a lo concreto
individual. Esta obligación divina se impone en la realidad
individual o la norma individual. Ahora cabe advertir que el
individuum moral positivo no puede tratarse en una
ética de contenidos materiales general, pues las
proposiciones generales son sólo formales.
La conciencia no sólo aplica
las normas generales a las situaciones individuales, sino
que también percibe lo que individualmente debe ser hecho
por alguien, como función existencial de la conciencia (Ibidem).
Rahner dice que no podemos
responder a todas las cuestiones de ese conocimiento ético
existencial material. El amor como conocimiento de la
verdad existencial interpersonal, puede mostrarnos el
camino.
Véase que Rahner coincide con
la tesis según la cual: “tampoco se puede negar que en mil
casos prácticos de la vida ordinaria sea suficiente el
método descripto para la obtención del imperativo moral
concreto” (Ibidem, p.218). Se refiere al método
deductivo.
Ello significa, como hemos
dicho, que en los casos típicos ordinarios, la norma general
puede aplicarse con equidad. Mejor dicho no se plantea el
problema de la equidad cuando podemos aplicar la justicia
ordinaria y general.
Con este entendimiento
podríamos prescindir de los nuevos nombres de “existencial
formal”. Es claro que aplicamos la doctrina y virtud de la
prudencia.
Es verdad que el abogado, el consejero, el
juez juzgan sobre lo individual, pero siempre sobre lo
individual típico, es decir, recortado según lo que pueda
tener relevancia singular pues no todo lo
singular será materia de juicio. No interesará, por
lo general, las condiciones físicas de las personas, salvo
si en algún caso, esas condiciones pudieran alcanzar
alguna relevancia.
Como puede advertirse la
relevancia de lo individualmente típico puede ser
materia de juicio individual. Podríamos llamar a este
análisis ética existencial formal, pienso que sin
dificultades. Lo que Rahner dice, o quiere decir a nuestro
juicio, es que no podemos dar todas las respuestas
materiales, las decisiones de fondo, definitivas, para todos
los casos individuales, pues ello requeriría tener ya el
caso frente a los ojos. El moralista no puede dar una
respuesta material, es decir de la decisión a adoptar, para
todos los casos concretos individuales. Sólo Dios
podría hacerlo y no lo ha hecho. Dios nos da la brújula pero
tenemos que navegar nosotros usándola. No usarla
sería una temeridad y un acto de insubordinación a Dios, que
nos ha dado la brújula para que la usemos. La brújula son
las normas generales y la razón práctica.
No deberíamos asustarnos con
los nombres como el de la ética existencial formal. Nosotros
podríamos proponer el de ética fenomenológica en la línea de
Husserl y Max Scheller, para adoptar sus métodos en la
aplicación de la razón práctica. Pero estaríamos siempre
ahí. No hagamos cuestión de nombres. Lo importante es saber
de qué estamos hablando. Pienso que es lo mismo. Pienso que
la tesis de Rahner puede reconducirse a la unidad del
pensamiento filosófico y teológico con la base de la
prudencia en el estudio de la realidad de la situación, caso
o problema a resolver.
A fuer de reiterativos
digamos que lo individual es siempre algo nuevo,
irrepetible, único que no puede aprehenderse completamente
en la esencia universal. Por ello se requiere de la
prudencia en su dimensión imperativa. Y sé que los jueces
no deducen sólo lógicamente una sentencia de la ley
aplicable. No puede decirse con ninguna certeza que existan
casos típicos y atípicos. Al parecer todos los casos son
atípicos. Pero en el mundo jurídico estamos habituados,
quizá mal habituados, a considerar que algunos casos son
típicos, es decir, que encuadran en la norma sin duda
razonable.
14. MORAL Y DERECHO
Sin embargo, pienso que debe
considerase aquí una problemática, con puntos de contacto:
la moral y al derecho.
Una posibilidad es ver el
asunto en el sentido de que el autor de la norma inferior,
entre varias posibilidades que abre la norma superior, toma
una decisión irracional. Así, una ley, si está en el marco
de la Constitución, es constitucional, aunque sea
irracional. Una sentencia si está dentro del marco legal, es
legal aunque sea irracional.
Otra posibilidad es ver la ley o la sentencia como deducción
lógica racional.
Otra posición dice que es a la vez racional e irracional.
Con esta mezcla o eclecticismo no se qué avanzamos.
Veamos qué nos dice la
doctrina de la prudencia. Esta requiere conocimiento,
estudio, memoria, conocimiento de los fines y de los medios.
Hay algo que no podemos llegar a entender del todo.
Conocemos sólo en parte, enseña San Pablo. Hay siempre una
parte que no podemos conocer y está escondida en lo más
secreto de la ley eterna.
Lo contrario de la arbitrariedad es un orden
razonable que nos hace decir: está bien, lo acepto. Así se
hace la paz. El azar, la arbitrariedad revestida de azar,
trae odio y violencia. Los antiguos decían: “Sapientis
est ordinare”. Sólo el que sabe puede mandar (S.Th. I-II,
17,1). El fin y los medios. Pero también la situación
en la cual debe tomarse una decisión. El conocimiento
de la situación, del caso, del asunto, de la causa, de la
controversia permite afirmar la dimensión objetiva y
gnoseológica de la decisión. La situación es contingente.
Los abogados lo saben. El caso cambia. En un proceso
judicial, la causa, si bien tiene sus elementos
constitutivos fijos, va cambiando. Algunas veces una parte
muere. Otras veces se pierde un documento, la cosa se hace
imposible o muy difícil una conducta. Pero no solamente el
caso cambia, sino también el conocimiento y la valoración
del caso por la prudencia humana. Las neurociencias enseñan
hoy la dependencia de los procesos cerebrales de las
funciones bioquímicas, que influyen en los contextos e
descubrimiento y justificación (Ver H. Reichenbach,
Experience and Prediction.
An Analysis of the foundations and the
estructure of knowledge,
Chicago y Londres 1938, 2da edición 1966)
Ahora bien, toda decisión de
prudencia es riesgosa. No hay certeza lógica. Hay solo
certeza moral que no libra de todo cuidado. La razón
práctica crea una realidad nueva. Establece una cosa nueva
en la vida. Cada uno, decía Aristóteles, juzga de las cosas
prácticas según las disposiciones afectivas en que se
encuentra (Eth. Nic. III,7 1114 a 32). El acierto de
la decisión se apoya sólo en la rectitud de la voluntad.
Otro concepto que requiere clarificación. Algunos responden:
Si la voluntad es recta y aspira al bien la razón es
infalible. Todo bien, pero eso se parece a la sindéresis.
Si quiero bien y quiero el bien, haré el bien.
Debemos tener mucho cuidado
con quienes hacen desembocar los ejercicios de la prudencia
en quien “goce de salud en su ojo avizor…! Porque este tal
puede ser el “caballero de la fe” del situacionismo ético
que corta toda relación con la norma general y establece un
absolutismo de la norma del caso. La única que vale
realmente. Una de las primeras y más penetrantes críticas,
véase en J. Füchs, Situation und Entscheidung,
1952.
A nuestro modo de ver esta
delicada cuestión, la prudencia está siempre en contacto con
la norma general y con el caso. Y la prudencia se relaciona
con la decisión del caso o situación por medio de la
equidad. La aequitas o epykeia es un ejercicio de la
prudencia que debe hacerse siempre y no en ciertos casos.
La equidad juzga si tal o cual situación es típica o
atípica. Si es atípica interviene además con la
corrección de la norma preexistente pero inadecuada e
inapropiada en el caso o con la creación de la norma
si hubiere laguna.
El contacto entre la norma,
la prudencia y la solución de la situación está en la
equidad que da el visto bueno a la norma general o la
corrige o crea para la situación. La equidad es la ultima
ratio decidendum. Digo esto muy particularmente para
quienes sostienen que tratándose de una norma divina no
juega la epikeia o equidad (ver el ya polémico
documento de Mons. Müller, Osservatore Romano
23.10.2013). Es sencillamente una grosera ambigüedad decir
que en tales normas de derecho divino no juega la equidad.
Si tal fuera el caso debería aplicarse también a los
matrimonios anulados en sede canónica, porque la anulación
importa una investigación contraria a la indisolubilidad por
la vía de la invalidez.
La aplicación de toda norma
requiere equidad. De lo contrario podríamos administrar
justicia con computadoras. Siempre se requiere valoración de
las circunstancias de la situación.
Hay casos en los cuales es
imposible moral o materialmente obtener una sentencia
de nulidad.
15.
LOS MÉTODOS DE LA
CASUÍSTICA
Las reflexiones en la materia conllevan a
reconsiderar con particular interés el estudio de la
casuística, auxiliar precioso en el discernimiento moral,
que no substituye obviamente la decisión, pero que abre los
ojos a la realidad que circunda al acto. La casuística
ejercita el ojo avizor Particularmente con el método
imaginativo de la variación de casos ya resueltos o no (M.
Johnson, Moral imagination.
Implications of Cognitive Science in Ethics,
University of Chicago Press, Chicago Il-London 1993.
Estudio importante. También Demmer, a quien seguimos en todo
lo posible, valora la casuística. (Fondamenti di Etica
Teologica, Asís, 2004 p. 65 ss).
La casuística, y esto me
parece que vale en general, pone a cada acción en un
cuadro de referencia concreto. No hay en ella
relativismo sino relación, relatividad. La casuística puede
verse como el método de la relatividad ética. Libra del
objetivismo rígido y ciego. Pone vida y sangre comparativa
en la acción aislada. La relatividad o relacionalidad,
nombre este algo cacofónico, reconoce las relaciones, pero
ve ahí una riqueza que no conduce al nihilismo de pensar lo
relativo como lo no verdadero (véase M.G. Lawler, What is
and what ought to be. The Dialectic of Experience, Theology
and Church, New York 2005).
Lo que tenemos en la cabeza
es relativo a nosotros pero es verdad. Las decisiones de la
persona tienen que ver con sus neuronas. Se habla de
neuroética (ver Boella, Neuroética. La morale
prima della morale, Milán, 2008).
Hoy se dice que la conciencia se estructura
en todo el cuerpo humano y, al parecer la conciencia se
produce análogamente a un instrumento musical que junto al
movimiento corpóreo pone a las personas en condiciones de
hacer música (Marese, Enbodiment, Emotion and Cognition,
New York 2011, 14). Recuerdo, en este contexto
precisamente, el film Despertares.
El presente estudio intenta
dar una muestra, limitada en su contenido y profundidad
ciertamente, de la necesidad de concreción de la vida moral
cristiana concebida quizá demasiado absolutamente.
De ahí mi propuesta de
analizar como una estructura de pensamiento unitario la
ética prudencial de la situación que va desde los clásicos
hasta Santo Tomás y hasta Pieper, la ética de la situación
relativista y la ética existencial formal de Karl Rahner.
No hay verdad sin vida y
ésta, como creatura divina, es un continuo reclamo de amor.
La vida siempre pide amor. El amor puede sólo venir de otra
vida, especialmente de la gracia divina. Veamos si el amor
misericordioso de Dios nos ayuda a ordenar nuestras vidas,
limpiándolas del pecado, podándolas de los prejuicios que no
son de Dios y alejándolas más y más de la muerte eterna. La
teología moral ha de servir a la vida.
Si la conciencia de una
persona le hace ver una decisión como irrenunciable y
obligatoria para su dignidad, debemos respetarla como un
sagrario. Ante esa conciencia tendríamos que arrodillarnos
(ver C.S. Lewis, A Grief Observed).
Debemos advertir también que
la teología moral era hasta hace poco aplicable a una vida
unicultural. Hoy multicultural. Ya no estudiamos sólo la
vida italiana o europea, sino la vida global.
Volvamos a la conciencia
moral. ¿Cómo se educa la conciencia? Con la casuística.
Porque ella necesariamente bebe en la fuente de las normas y
su funcionamiento en las situaciones de la vida, que es un
encuentro entre el amor de Dios y la menesterosidad del
hombre y –hoy algunos dirían- la mujer. Digamos que la
humanidad es como una esponja que necesita absorber el amor
de Dios hasta que vuelva a él. El amor de Dios nos viene de
mil modos que conocemos y que no conocemos. En la Iglesia
hay sacramentos para recibir ese amor. Y los necesitados
pueden ir a comer a toda hora. Los ministros tienen
obligación grave de alimentarlos por su ministerio.
El seguimiento del maestro no
puede ser una copia. “Haz tú otro tanto”. Una copia es cosa
falsa. Tanto más cuanto mejor.
El discípulo no puede ser un
copista. Con el arte del maestro hará su propia obra. Por
eso se dice: “es otro Cristo”. No el mismo –absurdo-
otro.
Otro Cristo que camina hacia
el Padre. El Espíritu está en el misterio del camino:
Spes
mea non nisi magna misericordia tua Misteriosa via.
Podemos suplicar que Él nos
de lo que manda. Porque solos no podemos hacerlo, si bien la
conciencia nos puede hacer ver lo que manda, muchas veces no
podemos hacerlo. Otras veces no queremos. Podemos luchar. En
ocasiones oímos “Ha luchado, podría haber luchado más…!
“Pidamos luchar más. Y pidamos que nos de lo que manda Da
quod iubes. Y que mande lo que quiera Et iube quod
vis (San Agustín, Confesiones, X, 40).
16. CONCIENCIA Y PRUDENCIA
Tanto la conciencia como la
prudencia pertenecen a la razón práctica con relación a los
actos particulares. Para Santo Tomás, la prudencia es la
“recta razón en las acciones a realizar” (S.Th I-II, 57, 4,
resp.). Se trata de lo operable. Según Garrigou-Lagranche en
Santo Tomás, conciencia y prudencia son la misma cosa.
Quienes buscan la diferencia
dicen que para que la elección buena sea efectiva no basta
el dictamen de la conciencia, la razón debe establecer los
medios para realizarla. En esto juega la prudencia, diciendo
como puede cumplirse el acto bueno. O de una omisión.
Evitando las ocasiones próximas que la prudencia indique.
Así también se puede actuar
contra la conciencia en cuanto el acto no está de acuerdo
con el juicio de la conciencia. El político quiere en
conciencia detener la inflación, el tráfico de drogas,
la inseguridad, la corrupción, la fuga de divisas… Pero
tiene que saber cómo hacerlo. El que quiere
rigurosamente un acto o un fin quiere también los medios
eficaces, sino no quiere. Si alguien quiere hacer una tesis
doctoral, tiene que hacer muchas cosas para lograrla (M.
Mager, Gewissen und Klugheit, Münster, 1999).
17. LA EQUIDAD EN ARISTÓTELES
Si recordamos que Aristóteles
decía que el juez es la justicia viva, ello no debe inducir
al fácil respeto pues el problema está en la palabra
viva, ya que toda sentencia versa sobre las acciones
humanas y éstas se refieren siempre a lo particular o
contingente y, así, cuando se pasa de lo universal a lo
particular, tarea propia del juez, se va de lo cierto para
entrar en lo incierto. La prudencia exige entonces la
deliberación y el discernimiento que los clásicos llamaban
concilium. Éste puede mostrar como buena más de una
acción. Hay entonces, una voluntad que experimenta el objeto
al que adhiere (S.Th., I-II, 15, 1 resp). En
ello el juez da su consenso como acto de la voluntad,
adhiere al resultado de una deliberación.
Considerando que las acciones
morales son particulares, están siempre regidas por la
justicia-equidad. La equidad es un modo de la justicia y
ésta por ello, debe ser siempre equidad. Por lo cual no es
posible hablar sino de justicia equitativa. La
aequitas es un modo de la iustitia. Aristóteles
dice que la dificultad está en que lo equitativo, siendo lo
justo, no es lo justo legal, lo justo según la ley; sino que
es una dichosa rectificación de la justicia rigurosamente
legal. Y esto es porque la ley es siempre general
y hay ciertos casos en los que no se puede estatuir
convenientemente por medio de disposiciones generales. La
ley se limita a los casos más ordinarios. Ordinarios
significa comunes, frecuentes, típicos. Sin que la ley
“disimule los vacíos que deja”. Es decir, el legislador
sabe y no disimula ni niega que deja vacíos. Y nosotros
decimos, complementando a Aristóteles, que es propio de
la ley dejar vacíos. La ley es necesariamente
lacustre. La ley es buena así porque su falta está en la
naturaleza de las cosas. Así son las cosas
prácticas. Cuando hay en los casos particulares algo
excepcional, sea que el legislador calle o “que se ha
engañado por haber hablado en términos absolutos”
(Aristóteles) es imprescindible corregirle. Se trata
de una corrección de la ley.
Esta corrección se produce de
dos modos. Supliendo su silencio y “hablando en su lugar
como el mismo lo haría si estuviese presente, es decir,
haciendo la ley como él la habría hecho, si hubiera
podido conocer los casos particulares de que se trata”
(Aristóteles).
O, habiendo hablado mal
el legislador frente a un caso excepcional,
corrigiéndolo, cambiando la ley en ese caso según lo que
él hubiera hecho.
En la primera hipótesis se
completa la ley silenciosa. En la segunda se corrige
la ley cambiándola y adaptándola al caso excepcional.
Aristóteles contempla la primera hipótesis y
prevé también la segunda pero no la soluciona. Debe
solucionarse por corrección que es una
“dichosa rectificación de la ley”.
Aristóteles prevé el asunto
de la necesidad de reglamentar la ley, pues no todo
debe ejecutarse en el estado por medio de la ley, lo que se
hace por decreto reglamentario. Pero esto no es la
corrección sino una determinación de la ley por
reglamentación. Si la ley dice que se promoverá la
educación, será necesario crear maestros y escuelas para
enseñar a los alumnos.
Corregir es cambiar. Donde la
ley dice una cosa, hay que hacer otra.
Además, puede ocurrir que
tratándose de cosas indeterminadas, la ley permanezca
indeterminada como lo hace al usar proposiciones generales:
“cuando se haga moralmente imposible la vida en común”. Así
es la regla de plomo que se acomoda a la forma de la piedra
que mide y no queda rígida, como dice Aristóteles.
La norma legal general puede
presentar una laguna interna de la norma por silencio
del legislador que el juez o el resolvedor del
caso (el diccionario dice “resolviente”) debe
colmar como si fuera el legislador si le fuera posible.
Pero también puede haber una
norma general completa que regule el caso
inequitativamente y que haya que corregirse con
aquella “dichosa rectificación” de la cual habla
Aristóteles. Aquí no se trata de colmar una laguna. Se trata
de crear la norma del caso, cambiando la ley, en el caso,
por otra ley para el caso. El juez está autorizado para
hacer esta feliz recreación del derecho haciendo vivir la
justicia como equidad, pues ésta no es otra cosa que
justicia.
Así pues si se dice que el
casado válidamente en un matrimonio canónico no puede volver
a casarse mientras no se anule definitivamente en sede
eclesiástica el primer matrimonio, se establece una norma
general susceptible de imperfecciones sólo subsanables en
ejercicio de la bendita equidad. La teología de la economía
de las iglesias orientales en definitiva basan su doctrina
en la equidad que es propia de la virtud de la justicia.
Ahora bien, el que estudia la
virtud de la justicia en la teología moral católica se
encontrará con la equidad. La virtud de la prudencia también
contiene la solertia que dice lo que conviene hacer
en cada caso singular con presteza y adecuación. La tardanza
afecta la prudencia. Se requiere una prontitud de espíritu
práctico que adopta inmediatamente la buena solución.
En el mismo sentido la
epikeia es la justicia para el caso excepcional. No
siempre es demostrable una solución en el foro externo. Se
presenta entonces la cuestión de si no es el caso de
respetar el juicio de la conciencia.
En la moral de deducción
silogística la premisa mayor contiene una norma general: en
esta situación hay que hacer tal cosa. La situación es la
premisa menor. Y lo que hay que hacer es la conclusión.
Ahora bien, en la premisa menor la situación descripta en
la norma general es también algo abstracto, algo que se
supone que sucede con frecuencia por lo tanto se puede
formular en una norma general (ver K. Rahner, o.p. cit.
Pag. 217).
De acuerdo a este silogismo
la conciencia sólo aplica la norma general al caso concreto.
En mil y más de mil casos
ordinarios tal deducción es suficiente.
18. NORMA GENERAL DE
“INDIVIDUUM INEFABILE”
Surge la pregunta acerca de
si el mandamiento concreto es sólo una realización de la
norma general. ¿Es sólo la deducción de la norma
general y de la situación?
La concreción del caso moral
singular ¿es sólo la restricción negativa de lo moral en
general mediante un mandamiento concreto que recorta para el
presente un trozo determinado de la suma total de lo posible
moralmente? ¿No es esto más que un caso particular entre lo
general? (op.cit. p.219).
Rahner responde que no (loc.cit.)
y replantea el problema de la relación entre lo general y lo
individual.
Una situación concreta ¿se
puede resolver en una serie limitada de proposiciones
generales? No se puede dar un análisis adecuado de la
situación concreta en proposiciones generales.
Supongamos que se ha
estudiado a fondo la situación aplicando la prudencia. Y que
conocemos todas las normas generales aplicables al caso. Y
supongamos también que podamos así determinar un
mandamiento individual claro para la situación clara.
El cumplimiento del
imperativo ¿se identifica en concreto con lo que en ese
momento obliga moralmente?
Es posible que todas las
normas generales en una situación dejen opción a varias
acciones lícitas ¿será obligatorio uno de los modos de
proceder permitidos? ¿lo que obliga en las normas generales,
es distinto a lo que obliga en este caso? ¿la moral en
concreto es siempre un caso de lo moral en general? Rahner
lo niega (loc.cit, pag.221).
El acto moral concreto es una
realidad que tiene una característica positiva y objetiva,
fundamental y absolutamente única. El hombre está destinado
a la vida eterna en cuanto individuo concreto. Sus actos,
pues, no son como lo material de índole espacio temporal;
tienen un sentido de eternidad no sólo moral, sino también
ontológica. Aún sólo por motivos ontológicos hay que
mantener firmemente que lo que sólo es un caso y una
limitación de lo general y que en cuanto individual y
concreto es pura negatividad, no puede como individual y
concreto tener una importancia real perpetuamente valedera.
Por eso el hombre con sus actos no puede ser sólo
manifestación de lo general, y sólo en esta generalidad de
lo eterno y siempre valedero, en la extensión negativa de
espacio y tiempo. En el individuo debe darse lo positivo.
Su individualidad espiritual
no puede ser en sus actos simplemente la limitación de una
esencia general mediante la función negativa de la materia
prima y de pura repetición de lo mismo.
Lo contrario sería
profundamente anticristiano (véase el desarrollo en Rahner,
op.cit. loc.cit.).
La afirmación de algo
positivamente individual, al menos en los actos personales y
espirituales del hombre, no tiene que ser no tomista. Quien
no sea capaz de remontarse a la idea de que Dios ni siquiera
de potencia absoluta podría crear un segundo Gabriel,
quien no sea capaz de remontarse a algo individual que no
sea un caso de algo repetible, este ya no podría seguir este
razonamiento.
En el pensamiento tomista el
hombre como ser espiritual es algo real. El hombre tiene una
individualidad positiva irrepetible que no es un puro caso
de la ley. El hombre en su obrar concreto está inmerso en la
materia y en este sentido es un caso de lo general. El
hombre en su espiritualidad, también en su obrar, es más que
pura aplicación de la ley general en el caso; tiene una
irrepetibilidad que no se puede traducir en una norma
general. En su obrar el hombre es también individuum
inefabile, al cual Dios llamó por su nombre, un nombre
que sólo existe y puede existir una vez, de suerte que
realmente vale que esto único irrepetible exista
eternamente. Existe el campo ilimitado de diversas
posibilidades que dentro de lo moralmente prescripto o
permitido se ofrecen al hombre que actúa moralmente y elige
dentro de lo general y positivamente moral.
Aún donde parezca que existe
un único imperativo concreto, éste puede realizarse dentro
de la más variada gama de modos y actitudes interiores. Lo
individual irrepetible escapa a toda proposición, no puede
ser objeto de un conocimiento objetivo, reflejo, expresable
en proposiciones.
Lo individual positivo moral
se puede concebir como una voluntad obligante de Dios. En
una moralidad eónoma, sería absurdo que la voluntad
obligante de Dios pueda sólo referirse a la acción del
hombre como realización de la norma general. La voluntad de
Dios se dirige a lo concreto individual.
Para Dios la historia es
única, individual y con un sentido de eternidad (loc.cit.
p.224).
El hecho que esta obligación
divina no pueda expresarse en una proposición general, no
significa que no exista. La norma individual no puede tener
lugar de la misma manera que el conocimiento de la ley
general, no prueba que tal conocimiento no exista. Tal norma
existencial “como actualmente obligatorio”. En la nota 3
pág. 224 Rahner desarrolla la justificación del nombre ética
existencial como concreta, personal, irrepetible, nunca e
inédita. Al hombre no se le puede imponer una ética general
meramente deductiva.
Rahner sin dudar dice:
“existe un individuum moral de índole positiva que no
puede traducirse en una ética general material. Existe lo
irrepetible moralmente obligatorio. Con esto no queremos
decir que todo lo individual deba ser necesariamente siempre
moralmente obligatorio y que no pueda existir nada ético
individual que sea moralmente libre” (loc.cit pág.
225).
Como existe una ontología
formal general de lo individual, en este mismo sentido puede
existir una doctrina formal de la concreción existencial y
puede y debe existir una ética formal existencial (loc.cit.
pág. cit).
19. “DIOS
LO HIZO PECADO POR NOSOTROS”
“DIOS LO HIZO PECADO POR NOSOTROS” (2 Cor. 5, 21).
Jesucristo no fue pecador, pero el Padre lo hizo responsable de todos los pecados cometidos en toda la historia. Por eso dice Pablo: “lo hizo pecado”.
Podemos entrever lo terrible de estas palabras, “lo hizo pecado”, si contemplamos lo que podría significar cargar con la responsabilidad de todos los pecados del mundo. Nosotros, y me parece asentar una afirmación segura, no podemos ni imaginarnos lo que eso significa. Ahí está el misterio: ¿Dios abandonado por Dios? El Padre “cargó sobre él…” (Is. 53,6). No eran suyos. Eran nuestros. Cargó la responsabilidad
de pagar por todos los pecados. Pagar significa cancelar, disolver el vínculo de la obligación, es extinguir la obligación. Esto es Cristo en la Cruz. Cargar todo el mal de volver la espalda a Dios contenido en el pecado (Salvifici Doloris, 18).
Sufrimiento humanamente inexplicable, la ruptura de Dios con Dios
(Ibid). Jamás podremos experimentar ni comprender este misterio de la Cruz.
Pero es imposible dejar de pensar que el Padre y el Espíritu Santo sufrieron la misma “Pasión del Hijo”. Misteriosamente también, la Trinidad beatísima asumió la terrible carga del pecado del mundo.
“Pero este parto no se realiza sin nosotros…” Y podemos hacerlo. Podemos sí, reconociendo en cada dolor personal y ajeno una sombra de su infinito dolor, un aspecto, un rostro de él, cada vez que se presenta no lo alejamos de nosotros, sino que lo acogemos en nuestro corazón, como si lo acogiésemos a
Él. Y si luego, olvidándonos de nosotros mismos, nos lanzamos a hacer lo que Dios nos pide en ese momento presente, en el prójimo que él nos pone delante, dispuestos sólo a amar. Veremos entonces muy a menudo que el dolor se desvanece como por encanto y que en el alma permanece sólo el amor” (van Thuan,
op. cit, 108).
Al leer este párrafo podemos sentir el temblor ante nosotros del “hombre medio muerto” que el samaritano salvó. Es claro que tenemos que padecer con nuestros sufrimientos por la salvación del prójimo: un rostro de él.
Acudamos a los brazos amorosos del Padre, a las espinas de Jesús, al fuego del Espíritu y a la ternura de nuestra Madre, para que nos ayuden a poder hacerlo. Ahora vemos claro también que solos no podemos siquiera compadecernos como lo hizo el samaritano.
Dios quiera hacernos como a van Thuan: “nunca dejé de amar a todos, a nadie excluí de mi corazón”
(Ibid).
Yo conocí a un santo sacerdote que era particularmente experimentado y versado en la cruz. El no sólo exhortaba sino que compelía al sacramento de la penitencia.
“…quienes habían de amarle, se comportan con él de una manera que va de la desconfianza a la hostilidad, de la sospecha al odio. Le miran con recelo, como a mentiroso…; en cambio, con el ateo y el indiferente…se llenan de amabilidad y de comprensión”.
Esta experiencia de San Josemaría Escrivá ha sido sufrida
también por nuestro Papa Benedicto XVI (ver nuestro artículo
"La privatización de la verdad"
publicado en el diario
Clarín del martes 14 de abril de 2009.
En el dolor físico hay el conocimiento de un desorden biológico.
En el sufrimiento hay una conciencia de separación, de ausencia, de una pérdida. i.e. de una privación física o moral.
20.
EL
DOLOR COMO PRIVACIÓN
El dolor y el sufrimiento son formas del mal, por un desorden o una privación.
El dolor de la privación o el despojo socava el ser interior. La conciencia de ese despojo, al despojarle de lo que tiene, lo repliega sobre lo que él es, y al descubrirle el sentido de lo que ha perdido, le da mucho más. El dolor permite medir el grado de seriedad que somos capaces de dar a la vida (L. Lavelle,
Le mal et la souffrance, Paris, 1940, 114).
Ahora, en realidad no podemos siquiera acercarnos a la inteligencia del dolor y de la muerte si no volvemos los ojos al hombre ¿Cómo fue creado el hombre? Dios lo ha creado en estado de gracia. Dios lo creó ordenado a la gracia y un solo bien de la gracia es superior al bien total de la naturaleza, dice el Doctor Angélico.
El sufrimiento, que es un mal físico, puede remediar un mal moral aún más grave que el físico. De ahí que el dolor y el sufrimiento siendo males, producen o al menos, son susceptibles de producir bienes.
El sufrimiento sólo parece inteligible al claroscuro de la luz de la razón sobrenatural: Pero el hombre ha de luchar contra el sufrimiento que es un mal. En principio, es bueno el uso de analgésicos. Como el mal del sufrimiento se hace un bien. Hay que preguntarle a quien lo hace: Dios.
Dios sustituye el mal por el bien. He aquí el fundamento de todo sufrimiento de lo absurdo y lo cruel del mundo. El sufrimiento produce la paciencia y la esperanza en la salvación.
Aquella obra de sustitución es una especie de nueva creación, de rectificación, de limpieza y purificación del ser, de perfeccionamiento. Y este perfeccionar es una recreación divina en la que podemos cooperar. La verdad de que Dios hace de un mal un bien es la piedra de toque de toda la filosofía y la teología.
Advertimos de este modo que es insostenible la tesis de Leibnitz, según la cual este es el mejor de los mundos. No lo es. Dios no está vinculado a crear el mejor de los mundos. No puede haber “el mejor de los mundos” : Porque Dios siempre podría crear uno mejor.
El mundo es bueno. No el mejor. Y el mal que hay en el mundo tiene una justificación, un sentido, en un bien superior al cual el mismo mal está ordenado por Dios. Dios ordena el mal hacia ese bien. Esta es nuestra esperanza. Necesitamos mucha paciencia y mucha fe en Dios para creer que El hace del mal un bien superior, que “no hay mal que por bien no venga”. Y que Dios hace “nuevas todas las cosas”.
Sobre todo esto hay libros magníficos. He leído algunos. A los que tengan la posibilidad de leer en otras lenguas me permito hacer algunas sugerencias, con fines muy distintos.
Para algunos habrá un interés filosófico, para otros teológico, para otros ascético dirigido a la oración. Para mí hay cierta unidad en ellos. Si creemos en Dios, es propio que queramos hablar con Él y preguntarle cosas. Así podremos hablar de Él y de nosotros y de lo creado. Si no creemos, el problema del mal nos enfrenta a las dificultades filosóficas más complejas y aún desde el punto de vista filosófico, conoceremos la doctrina de Dios. Y seremos interpelados por Él. Él llama a todos. A los filósofos también. Y oiremos aquellas terribles palabras del Evangelio: “.. el que crea se salvará, el que no crea se condenará”. Debemos entender con cuidado estas palabras. Pero tenemos que entenderlas. Hay allí un requerimiento absoluto. Hoy, algunos dirían, fundamentalista.
¿En qué habrá de creer aquel a quien se pone ante la disyuntiva tan inexorable? “Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su único Hijo para que quien crea en El no perezca y posea la vida eterna” (Ioh. 3, 6).
21.
CREER ES TOMAR LA CRUZ. LA OPCIÓN FINAL DE LA VIDA
ENTERA
Dios ha llevado a su propio Hijo hasta la Cruz para que quien crea en Él no muera. Creer en Él es tomar parte en su Cruz. Y tomar parte en su Cruz, es aceptar que Él ilumine y transfigure nuestros sufrimientos poniéndolos en su Cruz que hace de nuestros sufrimientos un atisbo de su Cruz. Es al pie de la Cruz donde debemos responder si creemos o no. Es una opción final. Y son muchas las opciones que se presentan por el camino.
En un artículo de J. Valety, Le dernier peché du croyant. Essai theologique sur l’impenitence
final, Revue de ciences religieuses 1928, p. 50-68, se plantea la cuestión del creyente que, a la hora de la muerte, está en pecado grave, pero conserva la fe. Al final de la vida del “pecador creyente” Dios le daría una opción final, un último ofrecimiento de gracia. Si la aceptara se salvaría, sino perdería su fe. El último pecado del “pecador creyente” sería un pecado contra la fe. En la muerte la coexistencia entre “fe y pecado” debe desaparecer. “Las representaciones fragmentarias y los deseos parciales cesan automáticamente y en el acto último que el alma pondrá entonces, están presentes a la vez toda su clarividencia de la mente y todo el impulso de la voluntad”
(Ibid, 55).
También P. Glorieux, siguiendo a Santo Tomás, escribió sobre esta opción, del modo más valioso
Endurcissement final et grâces dernières, NRT 59 (1932) 865-891.
¿Cuál es el instante del paso, del tránsito? En toda mutación instantánea “no se puede determinar un último instante en que el estado precedente existiría y un primero en que comenzaría el nuevo estado; simplemente, el primer instante del estado nuevo termina por si mismo el estado precedente que ahora cesa”. Para Santo Tomas, “la muerte será tan exactamente el primer movimiento en que el alma se encuentra separada como el último en que está unida”
(Ibid, 881s.).
El hombre sería iluminado en ese instante “a la manera angélica”.
Glorieux considera que la muerte forma parte todavía del estado de prueba.
Emil Mersch, contempla la muerte como “acto, un acto del alma, un acto consciente y libre”
(La Theologie du Corps Mystique I, Bruges, 4ª edi. 315).
Rahner también ha estudiado la cuestión. Conviene partir del modo en que Rahner ve la realidad del tiempo. ¿Es sólo el instante actual? El pasado no es, ni el futuro es. Pero no se puede concebir el tiempo humano como el tiempo físico.
El hombre es un sujeto que se posee a sí mismo en la fugacidad de los instantes que posee
su tiempo como totalidad. Lo pasado se hace actual en el presente y lo futuro también se actualiza en su anticipación. El tiempo así es historia. El futuro es importante para el presente. El hombre necesita saber sobre el futuro porque es un devenir hacia él y ese saber anticipado es un saber sobre el presente. En este contexto Rahner sostiene que la muerte “en cuanto acción espiritual personal del hombre” concluye el
status viae. Ello no sólo es un accidente pasivamente soportado, sino
también “como acción del hombre desde dentro” (Zur Theologie des Todes, Freiburg, 1958, p. 29). La muerte es en cuanto fin de la persona espiritual,
acción, y es como naturaleza el fin de la vida biológica,
pasión, demolición y ruptura. El hombre es sujeto agente y paciente de su propia muerte. Rahner defiende la reviviscencia de los méritos ganados en la vida. El fin (Ende) tiene que ser consumación (Vollendung)
(Ibid, 186).
El futuro forma parte del presente. La muerte goza de una “presencia axiológica” de la vida, que da al hombre la medida de la autenticidad de su ser como un ser para la muerte.
En la afirmación de la muerte, consiste la acción de morir, acción inseparable de la pasión de morir. “Lo que solemos llamar muerte es el fin de ese morir continuo que sucede en la vida” y “morimos a lo largo de la vida hasta el fin del morir” la acción de la muerte no tiene lugar en aquel instante del tiempo físico mentado por la medicina y por el lenguaje vulgar cuando hablan de deceso y de muerte” sino en toda acción libre en que el hombre dispone de la totalidad de su persona”. La muerte como acción es siempre acción de salvación o de perdición
(Ibid, 63-65).
En Rahner no hay lugar para la doctrina de la opción final. En Rahner el devenir del hombre no es incompatible con su ser. El hombre
es un devenir. La peculiaridad consiste en ser ya, mientras trata todavía de llegar a ser plenamente.
Toda decisión terrena es provisoria y rectificable, respecto de cada decisión, pero no de todas tomadas en su conjunto. Si la vida en el tiempo tiene sentido y no es el juego absurdo que pensaba Sastre, la muerte, fin de la temporalidad, confiere al hombre su definitividad. No por una opción final, que vaciaría la vida misma, sino en cuanto una totalización de actitudes vividas y acumulación del pasado, convertido en presente eterno.
La muerte como acción, no es la opción final, sino la vida misma como ser para la muerte.
Un opcionalismo en el instante final de la muerte se puede parecer a la doctrina de la opción fundamental. La acción de morir es la acción de todos los actos, de todos los días del ser que es para la muerte. Morir todo el tiempo y todo el tiempo decidir por la salvación o la perdición. La suma de esas decisiones será la acción vital de ir muriendo al vivir.
Es claro que esto no debe entenderse en sentido cuantitativo como una contabilidad exterior de los actos buenos y malos. Pero cierta contabilidad… es llevada prolijamente. Habrá actos cuyo peso tenga mayor significación como acto salvífico o condenatorio. Pero todos tienen su propio peso. En esta materia como en la de la opción fundamental, lo que interesa es el si de cada acto. O el no al Salvador. Ahora sí. Luego sí y después sí. No alcanza con un solo sí fundamental dado en una opción final. Decirle sí a la Cruz de Cristo todos los días, nos hace morir con Dios, nos hace un ser para la Cruz.
El hombre que ha mirado a la Cruz y a su muerte a lo largo de su vida, al final encontrará los efectos salvíficos de la Cruz.
A pesar de todas las consideraciones y estudios nadie puede negar que una decisión final carezca de la profundidad y autenticidad suficientes para revocar una mala vida. Si la gracia de Dios toca una vida de pecado, quien podrá negar el poder de Dios que es reconocido por el hombre. Pero, como sabemos, no hay una vida de pecado ni una vida toda de virtud. La vida humana es un claroscuro. Cada una con sus matices. La persona humana
es y también se hace. La persona tiene naturaleza y también historia. Una naturaleza histórica y una historia natural. Inescindibles. Las vidas de los santos bien podrían estudiarse a la luz de la antropología filosófica o mejor aún, ésta a la luz de aquellas. ¡Si pudiéramos conocer las vidas de los santos! ¡Cuántas enseñanzas podríamos sacar! Sería una gran cosa que se publicaran los procesos de
canonización completos. ¡Cuantas enseñanzas podríamos sacar de los casos! La vida humana es análoga. Y en cierto modo participa de la vida divina. Esta participación es la gracia.
22.
LA
“OPCIÓN FINAL” DEL BUEN LADRÓN
Observemos con cuidado la “opción final” del buen ladrón. Y la respuesta infalible de Jesucristo en la Cruz. No le recordó su vida de ladrón. El más mínimo acto de amor a Dios del ladrón da lugar a esa inundación total de la gracia divina que le obtiene la salvación. ¿Quién podría decir que el buen ladrón no fue un santo? ¿Por qué el Crucificado, precisamente por unas palabras finales, lo asumió al paraíso? He aquí el
mysterium salutis que produce un juicio sobre la vida del ladrón que nos “lo hace bueno” por unas palabras justas pronunciadas en la hora de su muerte.
Esto jamás podría entenderse como una revocación de la doctrina del “buen samaritano” del “buen propietario” y de todos los arquetipos de vidas buenas ejemplarizadas en los Evangelios.
Podríamos preguntarnos por qué no trató igual el Evangelio a las “vírgenes imprudentes” y al “buen ladrón”. Podemos preguntarle a Dios. La de las vírgenes negligentes es una historia hipotética. La del buen ladrón es una historia real. Dios juzgó que las vírgenes necias y descuidadas no tenían amor. En cambio, Dios juzgó que el ladrón tenía amor. No podemos penetrar totalmente el misterio de la misericordia divina. Pero bástenos por ahora decir que el ladrón era un crucificado al lado de Jesucristo que salió en defensa de Dios, cuando Dios era tenido por malhechor y lo peor del mundo. En cambio el buen ladrón dijo que Dios no había hecho mal alguno para estar en la cruz ¿Seríamos capaces nosotros de sostenerlo? ¿En las circunstancias del buen ladrón ?
23.
LA
SALVACIÓN DE LAS ALMAS Y LA CURACIÓN DE LOS CUERPOS
Santo Tomás enseña que Dios salva a las almas de una manera parecida a la curación de los cuerpos (3 q. 86 a. 5 Ad. 1; y 1-2, q.11 a. 1).
En ocasiones, una contrición tan intensa, en un instante, compensa todos los pecados del pasado. Así, el perdón del buen ladrón (Lc. 23,43) o el de la pecadora a los pies de Jesús (Lc. 7, 47).
No olvidemos que para Santo Tomás un solo bien de la gracia es superior al bien total de la naturaleza.
Los sufrimientos provenientes del pecado originario o personal pueden ser transfigurados en compensatorios y aún meritorios, en grado mayor a los compensatorios.
Rachel plorans filios suos, el noluit consolari.
No podemos excluir que hay sufrimientos inconsolables en este mundo. Los niños no bautizados y martirizados por odio al Salvador, reciben de Cristo el bautismo de sangre y son introducidos por Él en su gloria.
El sufrimiento y el dolor son instrumentos de platino en las manos de Dios. Aprendamos de Pascal su
Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades. He aquí la visión medicinal del dolor. Pero esta visión es sobrenatural.
Curiosamente hay dos medicinas del dolor. Una natural, que persigue extinguirlo o mitigarlo empleando medios médicos en el ámbito de la ley de Dios. Otra sobrenatural, que dirige, aplica y convierte el dolor en curación de nuestros males morales. Hemos de abrazar y tomar esta medicina omnipresente en la vida humana.
Cristo siguió la vía dolorosa para salvar al mundo. Cristo divinizó el dolor, al transfigurarlo en redención, en bonificación de los pecados. El hombre puede unirse a Cristo en esa vía dolorosa y seguirlo. Tomar su cruz. Ser digno de Cristo es tomar su Cruz y seguirlo. No es suficiente con tomar la cruz. Es necesario, además, seguirle. Porque podríamos tomar su cruz y andar por otros caminos que no son los de Cristo. Entonces no lo seguiríamos. Tomar la Cruz y hacer la voluntad de Dios, esto es, seguirlo. Tomar la Cruz para hacer el mismo camino de Cristo. La cruz es amada
a causa de Cristo. Por lo que Cristo hizo en ella. No por ser dolorosa. No por el sufrimiento que trae. Cristo tampoco la quiso por ese sufrimiento nihilista. No hemos de olvidar que no siempre se tiene la capacidad de soportar el sufrimiento y
se cae en la tentación del suicidio; en algunos casos, en la tentación de arrojar la cruz. El sufrimiento puede desordenar la razón, pero la misericordia de Dios nos hará ver, de algún modo, que el sufrimiento es un remedio querido por El. También puede debilitar la fe y hasta aquel instinto de inmortalidad que no ve en la muerte el final del hombre.
El hombre doliente puede caer en la desesperación, así como el hombre triunfante puede caer en la presunción.
La naturaleza humana no fue siempre mortal. En el paraíso perdido el hombre no debía morir. Alguien podría pensar, no sin cierta ironía, que el paraíso perdido estaría superpoblado. Pero a esta ironía hemos de contestar, con gravedad, que el paraíso esperado también resulte pobladísimo.
Dios ha creado al hombre en estado de gracia. La muerte es un mal que Dios detesta como el sufrimiento. Pero Dios, misteriosamente, se somete al sufrimiento y a la muerte y, así, los diviniza en la cruz y los hace remedios de salvación. Haciéndolos camino de regreso al Padre, nos enciende la luz con la que podemos andarlo hasta el final.
El camino, sin dudas, atraviesa el desierto. Y el desierto es el destierro. Pero a la vez, este destierro es un pie en la gloria,
spes gloriae, la esperanza de la gloria. Esperamos un amor tan grande que no sabemos cómo será.
25.
LA VOLUNTAD DE SATANÁS Y
El demonio quiere convencernos de que no hay camino ni final. San Gregorio Magno nos adoctrina: “Debemos saber que la
voluntad de Satanás es siempre inicua, pero que su poder jamás es injusto; por sí mismo ejercita
su voluntad, pero el poder lo recibe de Dios. El Señor permite con toda justicia las iniquidades que él procura cometer. Con toda exactitud está escrito en el libro de los Reyes (I Sam 18, 10):
Un espíritu malo del Señor asaltó a Saúl. He aquí que un solo y mismo espíritu es calificado a la vez de espíritu del Señor y de espíritu malo; es espíritu del Señor porque tiene licencia para ejercer su poder que retiene justamente; es espíritu malo por el deseo de su voluntad injusta. No temamos, pues, a aquel que nada puede sin el permiso correspondiente” (San Gregorio Magno, Moralium, lib.II, in cap. I, Iob; P.L. tomo LXXV, vol. 564).
El diablo trabajó, sin querer, para santificar a Job.
Dios gobernador del universo no obra mal alguno. Y jamás permitiría un mal si El no pudiera sacar el bien del mal (San Agustín,
Enchiridion, III, 2). De San Agustín viene el dicho que enseñaba mi padre: “no hay mal que por bien no venga”. Ahora, si quisiéramos saber con certeza, precisión e integridad cómo se opera y por qué razones la conversión del mal en bien, preguntaríamos por el conocimiento pleno de la ley eterna, que aún nos es oculto. A nuestra pregunta; ¿por qué lo permitiste? Solo podemos responder: Tú lo sabes.
Si contemplamos nuestra vida o la historia ¿podría parecer otra cosa que el espectáculo de la paciencia infinita de la Bondad divina? Podemos dirigirnos a Dios rogándole:
Danos un haz de luz para atisbar los tesoros de tu sabiduría en los peores momentos y en las más doloras tribulaciones.
No podemos conocer todo: mucho menos podemos pretender el conocimiento del entramado de bienes y males del mundo. Aunque tenemos fundamento sólido para creer, que tal interconexión existe, pues ni un solo cabello se nos caerá fuera de la providencia divina. El gobierno de todo el universo está ordenado en la ley eterna. Dios se muestra misteriosamente paciente ante el mal y su autor primero. A veces podríamos tener la impresión que le concede muchos permisos. Podemos pedir a Dios que nos ayude a leer un poco más en nuestras vidas y en la historia universal la unidad de su sabiduría en la variedad y en la aparente incoherencia de todas las cosas. Los tesoros de su sabiduría en los tiempos que nos parecen peores y probablemente lo sean. Podemos rogarle con insistencia que nos ayude a ver un poco mejor su mano cuando todo se bambolea y va a la deriva para nosotros. Como ese viejo lobo de mar que adivina las mareas.
Por mucho que los teólogos nos iluminen sobre la exclamación del sufrimiento de Cristo en la Cruz queda para nosotros un velo de misterio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc. 15,34). Para nosotros es un terrible misterio. ¿Y cuál no sería el terrible dolor para el Padre y el Espíritu Santo?
26. “HAGO
NUEVAS TODAS LAS COSAS”
Meditemos estas palabras: “El secará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no existirá más, y no habrá más duelo ni clamor, ni dolor, pues las primeras cosas han pasado. “HE AQUÍ QUE HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS” (Apoc. 21, 3-5).
¡Qué misterio hay detrás de estas palabras! ¿Es que hará lo que para nosotros haya sido una catástrofe sea ahora algo nuevo y bueno? Si pudiéramos ver las catástrofes a la luz que las hace nuevas… tendrían un sentido y se encaminarían a su fin supremo.
Ahora bien: el filósofo nos pregunta: ¿Estás despierto o soñando? Estamos despiertos y no soñando, leyendo la palabra de Dios. Dios nos habla. Nos cuenta algo acerca del futuro. Creer en la palabra de Dios tiene muchas consecuencias. Nos enciende la esperanza: “Todo terminará bien”. Pero nuestra fe es una batalla continua contra las dudas que nos despierta el Mal.
Se nos presenta ahora otro peligro. Si Dios recompondrá la creación, ¿qué peso podrán tener los males de nuestra conducta? ¿No se tornan en algo abstracto, baladí, intrascendente? De un pecado Dios puede sacar un bien. Y, de hecho, de todo mal, sacará bienes. ¿Cuál será entonces nuestra responsabilidad? Aquí también parece asomar el misterio de un mal que se convierte en bien pero también sigue siendo un mal. De lo contrario el mundo perdería toda seriedad y sería sólo un juego irresponsable.
Las oscuridades no terminan aquí. En sí mismas, son un sufrimiento. Al dolor de la muerte, se agrega la oscuridad de la muerte.
La predicación, en ocasiones acompañada de la mortalidad de los oyentes, era más eficiente en la pureza de la fe de éstos (Marie de L’Incarnation,
Escrits spirituels et historiques, Paris, 1935, t. 3, 204).
Hemos de pedir especialmente el don de la sabiduría para ir a la noche del sufrimiento y del mal.
Desde el Nacimiento hasta su Muerte, Jesucristo parece “abandonado” a los ojos del mundo. Contemplemos los peligros de la huida a Egipto en el Corazón de María Santísima.
Pero Dios guarda silencio aún ante María y José. Y María llevó el peso de la corredención en silencio:
Stabat Mater dolorosa. Tampoco para la Virgen se ha develado el misterio del mal.
Jesús no condena. “Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más” (Ioh. 8, 10-11). Jesús sin embargo condena el pecado, el mal. “No peques más”. ¿Qué hará Jesucristo si el pecador vuelve a pecar? Lo perdonará hasta 70 veces 7. Dios no se cansa de vencer al mal.
Y nosotros hemos de volver a la oración del Señor: LÍBRANOS DEL MAL. Al hacer esta súplica final en el silencio más secreto de nuestro corazón podemos oir, portentosa, la respuesta de Jesús:
TENED CONFIANZA YO HE VENCIDO AL MUNDO.
27. EL DOLOR DE JESUCRISTO EN LA CRUZ
Hay muchos y
excelentes libros sobre la Pasión del Señor en los que se
describe los indescriptibles sufrimientos en el alma y en el
cuerpo humano de Jesucristo. Hoy la medicina sabe que hay
cerca de cuatro millones de puntos dolorosos en el
cuerpo humano. Se dice que el dolor tiene por fin proteger
al ser vivo contra las agresiones nocivas. El dolor, pues,
es un mal sólo porque es la vivencia de un mal. El dolor
produce gran repugnancia al mal percibido, este mal también
se llama dolor. Así pues, el dolor puede aparecer tanto en
la esfera sensitiva como en la espiritual. Se habla de dolor
anímico (G.A. Buttrick, God, Pain and Evil, Nueva
York 1966).
Mucho más difícil que todo eso es estudiar el dolor de Jesucristo en la Cruz. Entramos en el misterio de Dios que se somete al mal y a todas las consecuencias dolorosas. Quién podrá revelarnos la pasión de Dios sino El mismo. Hay que estudiar las palabras del Salvador Crucificado: Jesucristo se “siente”, se “vive” –es difícil llegar a las palabras- “abandonado del Padre”. Esto debe ser algo terrible e inimaginable para nosotros. Es el dolor moral más grande unido al dolor físico en todos los “puntos de dolor”. Nosotros podemos experimentar ese abandono sólo análogamente. Es algo que ninguna metafísica nos podrá enseñar. El abandono de Dios Padre a Dios Hijo. O mejor dicho: Dios Hijo que dice a Dios Padre: ¿Por qué me has abandonado? En estas palabras debe haber muchas cosas que estudiar. Nosotros distinguiríamos lo siguiente. Jesucristo se sintió y se supo “abandonado”. No se equivocaba. El Padre lo abandonó. Pero Jesucristo pregunta al Padre por qué.
Pensemos cuantas veces nosotros preguntamos ¿por qué? Pero ¿Dios mismo? Su pregunta es en sí misma un escándalo. El Cristo en la Cruz no sabe por qué el Padre lo ha abandonado. Sentirse abandonado por Dios es terrible; pero no podemos saber lo que fue para Dios sentirse abandonado por Dios. Es como la ruptura del universo. Es como si en ese instante el universo hubiese quedado en poder de la muerte. Allí el demonio tuvo su hora. Dios permitió al demonio infringir el peor dolor al propio Dios, en la persona de su Hijo. Espero no hacer el ridículo al decir que lo consolaba una sola cosa (¿?). Que ese dolor supremo de Dios estaba siempre bajo el poder de Dios que lo dirigía a la salvación del hombre. Por esa vía se reunió con el hombre, a quien redimió, salvó. ¿Por qué? Porque parece que Dios quería mucho estar reunido con el hombre. Porque lo quiso mucho. Y por eso lo salvó. No es nada fácil de entender lo que Dios nos dice al mandar amarnos unos a otros “como Yo os he amado”. Como Cristo nos amó… dice el canto…Pero si pensamos en lo que esas palabras dicen, sentiremos escalofríos. ¡Si se quisieran así al menos los miembros de una familia, natural o …espiritual!
28. LA DISTINCIÓN DE LOS CRISTIANOS
No olvidemos que a los primeros cristianos se los distinguía por el amor que se tenían unos a otros: ¿Quién nos distinguirá hoy? ¿Qué hacemos con nuestros hermanos? ¿Cómo los queremos? ¿Los queremos? ¿Podemos pensar, ya que ni hablar, en querer a todos según la universalidad de la caridad? ¿O prevalece el duro partidismo, la antipatía, las diferencias, el odio?
Ninguno puede sentirse a salvo frente a esta pregunta.
¿Cómo amamos a todos? Sobre esta materia seremos juzgados. Tratemos de anticipar el juicio para que no llegue demasiado sorpresivamente.
Para amar a todos como Cristo nos amó hay un solo camino: las virtudes heroicas.
¿Y cómo embocar en ese camino? ¿Cómo seguirlo?
Cada uno siga su camino, meditando en la muerte de Cristo. El murió porque asumió la responsabilidad por todos los pecados del mundo y los pagó como pena. Nos enseñó a morir espiritualmente al pecado. En la muerte de Cristo su divinidad no se separó jamás de su cuerpo.
Podría decirse que nuestra vida va dirigida al juicio. Y Cristo nos advierte específicamente sobre la índole de ese juicio. Nos enseña con muchos ejemplos. “¿Cuándo estuviste preso y te visitamos?”. Cristo nos señala el camino de la cárcel para visitar al preso que está despreciado, reprobado, indigno, sin valor. Cristo quiere que lo visitemos, es decir, que nos hagamos uno con él. Que pongamos nuestro corazón en su miseria.
La sabiduría da la esencia al juicio. Por eso se lo llama ley de la sabiduría. Cristo como Juez del hombre vendrá a juzgarlo. Él sabe lo que hay en el corazón del hombre.
Todas las cosas del mundo están sujetas al poder judicial de Cristo tanto como Dios, cuanto como hombre.
Luego del juicio del tiempo presente resta el juicio final, pues no se puede juzgar perfectamente sino cuando se juzga totalmente incluyendo todos los efectos de las acciones. Y de todo no puede juzgarse sino al final del mundo.
También los ángeles están sujetos al poder judicial de Cristo Dios y hombre. Pues la naturaleza humana asumida por el Verbo encarnado es más próxima a Dios que los ángeles.
El sacramento de la penitencia es, en cierto modo, un juicio transitorio entre el juicio del Gólgota y el juicio final, pues la absolución nos une a la redención de Cristo. El último juicio recapitulará la redención obtenida por Cristo y la de sus miembros en sus sucesivas confesiones.
Así también la Eucaristía ofrece la posibilidad de participar en el sacrificio de la Cruz hasta que todo sea establecido en la felicidad del Cielo.
29.
LA
INDULGENCIA PLENARIA
DE SAN JUAN
XXIII
La absolución es un juicio en el cual intervienen la Pasión de Cristo y en virtud de ella todo el bien que hiciere el absuelto y lo malo que padeciera le sirven para la vida eterna. Recordemos que Juan XXIII concedió indulgencia plenaria a los que ofrecieran cada día sus contrariedades y sus esfuerzos con esta intención.
Tanto la contrición como la absolución y la satisfacción se fundan y toman vida de la Pasión de Cristo. La vida agonizante de su Pasión es la que fortalece y posibilita nuestra débil reparación llevando bienes adonde hemos hecho males. Si vemos la multitud legionaria de nuestras faltas de caridad, ¿cómo no procurar vencerlas con la abundancia de caridad “que cubrirá la muchedumbre de los pecados”? (Iac. 5, 20).
Nos será facilitada la caridad si obramos mirando la Cruz de Cristo. Y un acto de caridad puede costarnos “muchísimo” porque puede requerirnos ir contra nuestra soberbia.
El Concilio de Trento ya calibraba la satisfacción y prevenía a los sacerdotes del Señor “imponer ciertas ligerísimas obras por gravísimos delitos” (Denzinger, 904-905).
Cuanto más arraigada esté nuestra costumbre de quebrantar la ley de Dios, tanto más frecuente ha de ser el recurso al sacramento de la penitencia a fin de que el alma restablezca su dirección a Dios.
Pero, según autores muy seguros, si los pecados fueran frecuentes y “mortales”
“el alma es tan compleja que sus debilidades en un punto determinado, pueden muy bien dejar sitio a otras opciones más fundamentales que la mantienen en lo esencial orientada hacia Dios” (Claude Jean-Nesmy,
La joie de la pénitence, 8).
Hacer morir los resentimientos es lo mismo que esperamos de Dios. Hemos de imitar la misericordia de Dios ante toda maldad e ingratitud. Mortificar los resentimientos no significa olvidar la prudencia con los malhechores. Mortificar los resentimientos es no devolver el mal con el mal. No hacer del daño recibido ocasión de venganza. Pero si es prevenir nuevos males. De modo que han de considerarse las situaciones. Esto no significa que las situaciones tengan poder normativo, sino que tienen un poder concretizador, si es que la palabra sirve.
Cristo muere “abandonado” en serio. Con el rigor del desamparo total. Muere cargado con todo el mal. Todo el mal de la historia pesa sobre su Santa Cruz.
Empero, hay que ver con cuidado. En el Huerto, Cristo hace suya, como siempre, la voluntad del Padre. A nuestros ojos hay una gran tensión divina. “Si es posible pase de mi este cáliz” “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Cristo quiere que el cáliz pase o “¿acaso no he de beberlo?”. Si miramos los hechos, las palabras de Cristo asumen misteriosamente la voluntad del Padre. Digo misteriosamente porque las palabras de Cristo parecen entrar en contradicción con la voluntad del Padre. He ahí la tensión. No podemos entender por qué esta real o aparente contradicción. Por un lado, no podemos negar que la voluntad de Cristo sea real, por el otro, sus palabras y sus actos se conforman, como siempre, a la voluntad del Padre ¿Pero cómo negar la vacilación de Cristo? No debemos quitarle dramatismo. Hay un temblor en la voluntad de Cristo ante el Mal. Un temblor terrible, pero que no desmorona su voluntad. No debemos minimizar el hecho de que el Mal haya podido hacer temblar a Cristo ¿cómo debiéramos aprender de esta tribulación de Cristo? Y así aprender a entregar nuestro espíritu en las manos del Padre, como Cristo en la Santa Cruz, en la hora de la catástrofe total, de la pérdida de todas las cosas menos una. ¿Hay algo que no se pierde?
¿Qué es lo que podemos conservar en la “hora de nuestra muerte”? La esperanza. Pero también debemos luchar por conservarla. ¿Tenemos razón para tener esperanza?
30. “LO
QUE VIMOS Y OÍMOS”
“NOSOTROS NO PODEMOS DEJAR DE HABLAR DE LO QUE VIMOS Y OÍMOS” (At. 4, 20).
Con la muerte de Cristo parecía que el hombre sólo podía entregarse al horror de la muerte. Pero ocurrió un hecho.
EL HECHO MÁS PODEROSO DE LA HISTORIA. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO QUE VENCIÓ A LA MUERTE.
No una doctrina, una filosofía, una ideología. Tampoco una creencia. UN HECHO. Y LOS HECHOS SON TESTARUDOS. Por eso los discípulos no podían dejar de hablar de lo que “vimos y oímos”. LA GLORIA TOCÓ EN ESE HECHO UN ÁPICE DE LA HISTORIA.
La muerte sólo nos quita aquello que quería ocupar el “lugar” que es de Dios (Rahner).
No nos dejemos vencer por el mal. Venzámoslo con el bien (Mensaje de
San Juan Pablo II, para la celebración universal de la Paz 1 de enero de 2005). El mal pasa a través de la libertad humana. El mal, es, en definitiva, un trágico sustraerse a las exigencias del amor (n. 2, n.1).
Vencer al mal haciendo el bien es arduo, puede ser muy penoso. Allí tenemos un camino de mortificación ciertamente redentor. La redención se hizo “a caro precio” (1 Cor. 6, 20; 7, 23).
Con la ayuda del Redentor es posible esa victoria. No hemos de olvidar que en el mundo está presente el “misterio de la iniquidad” (2Ts. 2, 7). El hombre redimido por Cristo, quien se ha unido, en cierto modo, a todo hombre, puede cooperar al triunfo del bien y a construir un mundo mejor con la continua conversión y la lucha “contra los dominadores de este mundo de tinieblas y contra los espíritus del mal” (Ef. 6, 12). Apenas nos imaginamos devolver el bien por el mal recibido, encontraremos un camino de amor que sólo se sigue con el sufrimiento.
Jesucristo ha adquirido nuestro conocimiento personal en lo más profundo del dolor y el sufrimiento humano. El ha hecho que sus sufrimientos nos aprovechen a nosotros, pues El no requería méritos, nosotros sí. El nos ha acreditado, ameritado, valorado, salvado. El sacrificio de la Cruz se cumple en “sustitución vicaria”, en sustitución nuestra, pues nosotros no podríamos por nuestra sola capacidad, reconciliarnos con Dios.
31. CULPA Y RESPONSABILIDAD
(SCHULD UND
HAFTUNG)
Por ello, Jesucristo asumió la culpa del hombre sin tenerla. Se responsabilizó y pagó por ella. Esto es lo esencial. El hombre no podía pagar esta deuda con Dios. Fue necesario que Dios mismo la pagara en el lugar del hombre. Y Dios nos está sustituyendo permanentemente en esta responsabilidad por el sacramento de la penitencia y por el sacrificio incruento de la Eucaristía que se celebrará casi infinitamente hasta el fin del mundo.
Dice von Balthasar que Jesús fue como un pararrayos que atrajo hacia Sí el juicio de Dios, y su ira por el pecado. De ahí el abandono, que en sustitución vicaria, padeció realmente y no simbólicamente.
No puede separarse la Cruz de la Resurrección. San Pablo, que recibe en la Resurrección la luz de la fe, lleva “siempre y por todas partes, en el cuerpo, el estado de muerte que llevó Jesús” (2 Cor. 4, 10). Pablo nos empuja a la “comunión con sus padecimientos hasta configurarme con su muerte, por si de alguna manera consigo llegar a la resurrección de entre los muertos” (Filp. 3, 10 s.) “Lo que seremos todavía no se ha manifestado” (1 Jn. 3.2).
Te veo en miles de imágenes, Señor Jesús, amorosamente expresado, pero ninguna de ellas puede contarte como eres por mi alma contemplado. Todavía no se ha manifestado el lugar, “la habitación de la casa de mi Padre”; “por si de alguna manera consigo llegar”.
La
“disciplina” consiste en mantener la vida en contacto con el
dolor “ para ser empleada en un momento dado según el sentido de
un orden superior” (Ernst Jünger, Blätter und Steine,
Hamburgo 1934, 171 ss).
Pero un esquema de la teología de la cruz no puede quedar “humanamente completo” sin una consideración sobre la esperanza.
“Aún cuando me diera la muerte, esperaré en Él” (Job 13, 15).
Jesucristo asumió y canceló la deuda del hombre. Von Balthasar asocia a Rahner y Anselmo en la contemplación del morir perfecto de Jesucristo y la purificación bilateral en la que Dios obra y el hombre obra, de su parte.
El hombre puede rechazar una y otra vez la liberación de la responsabilidad del pecado obrada por Jesucristo, hasta irrevocablemente, aunque este misterio se nos hace impenetrable.
El hombre
tiene que dejarse salvar y puede no dejarse. Es trágico que Dios
se vea obligado a condenar allí donde quería salvar. El hombre
que rechaza el amor de Dios parece imponerle un fracaso a Dios,
una derrota a Dios (Hans Urs von Balthasar, Teodramática,
5, El Último Acto, trad. esp. ed. Encuentro 1997, pag. 192).
Dios obra así, a veces con indescifrable cincel, pero sí que obra. Usa todos los instrumentos que pudieran ser adecuados. Corta, golpea, quema. Duele. En ocasiones Dios se empeña particularmente. Podemos barruntar, adivinar su mano. Sólo podemos presentir una certeza íntima, como si fuera un llamado a nuestra puerta. Una evidencia intransferible. Como si no fuera una evidencia. El hombre empieza a entender que recibe golpes de amor. De amor, pero golpes. En cierto modo oscuro el hombre se coloca junto a Aquel que “Fue traspasado a causa de nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades” (Isaías 53, 5).
Los archipiélagos de Auschwitz y Gulag, entre muchos otros, y tantas catástrofes y tantas calamidades tienen una conexión con la Cruz del Señor. Solo la Cruz puede dirigir un rayo de luz sobre la problemática del mal.
Y aún así, por más que contemplemos y meditemos sobre el sufrimiento, nada puede cambiar todas esas meditaciones por un instante existencial de aquel dolor de Dios en nuestro cuerpo y en nuestra alma. Sólo la realidad de este sufrimiento puede cambiar el curso de la vida, de la de cada uno.
32. STATUS VIATORIS
ET
MIRABILIS VIA
No nos
turbemos si Dios nos lleva por un camino extraño, mirabilis
via, como dice la Iglesia. No nos llevará al estado que
nosotros consideramos mejor, ni al que sea mejor para otros,
sino al que será mejor para nosotros.
En cierto
sentido podría decirse que nuestro status viatoris, hace
de nuestro camino lo más crucial. Todo nuestro camino es
una via crucis y, si Dios nos lleva, da igual una posada
u otra. La vida humana pasa por un camino, y pasa hacia la
felicidad por el camino de Dios. Por el nuestro, quién sabe. Si
vamos por el camino de Dios, siempre será una mirabilis via
que nos lleva a su visión beatífica. La felicidad es ver a Dios
y contemplar al Resucitado desde su Nacimiento a su Pasión.
Si caminamos enderezados a Dios, pese a no gozar de la plenitud, diríase que podemos pregustar el paisaje divino. Pero la ausencia de la plenitud nos hace terriblemente próximos a la nada; podemos ir libremente a la nada y vivir hacia la nada: vivir contra Dios; o alejados y separados de Dios. El hombre puede ser pertinaz contra Dios. Y puede hasta participar del odio a Dios.
Podemos vivir en guerra contra Dios, atacando innoblemente a su Iglesia, al Papa, a los que tienen poder en la Iglesia. Algunos se llaman incluso ateos militantes. Quieren expulsar a Dios de la vida humana. Pueden tener éxito. Pueden apartar a los hombres de Dios pero no podrán nunca apartar a Dios de los hombres. Dios busca al hombre. Lo llama. Golpea a su puerta o a sus huesos, pero sí que llama. No hay buen rival para Dios.
Sin embargo, puede haber buenos rivales nuestros que quisieran apartarnos de Dios. Estos rivales conocen nuestras miserias, las manipulan, las agigantan con todos sus medios, escandalizan a quienes no estaban seguros de estar con Dios o no quieren estar seguros por sus propios intereses. Dios puede llamarnos pero no puede someternos, ni puede someter a los que usan su libertad para apartarnos de Dios. Dios quiere encaminar al hombre. Pero el hombre puede no querer encaminarse a Dios. Dios puede llamarlo de mil modos, pero no puede sustituirlo. Dios no puede aniquilar la joya más preciada de la Creación: la libertad del hombre.
La vida
actual del hombre es un ir muriendo, o como dice mejor San
Agustín, un incipiente morir (De peccatorum meriitis et
remissione, 1, 16)
El hombre, en
status viatoris, es “un ser que aún no es”. Este ser
claudicante puede sumirlo en la desesperación, si no ve que el
sentido del ser que aún no es y tiende a la plenitud del ser. Un
“ser que aún no es” es, pero en la circunstancia que puede no
ser. Podría decirse que el ser es más fuerte que la tendencia a
no ser. Empero, no hay estadísticas ni presunciones. No cabe la
desesperación ni la jactancia. Sólo la esperanza. ¿Qué es este
estado en el que deberíamos estar pero podemos no estar?
La esperanza es un dirigirse de tal modo hacia el bien que no pueda en modo alguno volverse hacia el mal. ¿Cómo puede ser esto?
Esta firmeza
sólo es obra de Dios. Esta firmeza no puede provenir del hombre,
quien sabe que puede dirigirse a la nada y tiene mucha razón en
temer esto. “El que no tiene temor no puede ser justificado” y
“El sabio siente temor y se aparta del mal “ (Summ Theol.
II-II 126 1 ad 1 y ad 2). El temor a la culpa responde a esa
vertiente del hombre hacia la nada. El temor está en la
posibilidad de la aversión a Dios. Y aún más, sólo el “amigo de
Dios” puede ver con plenitud el sentido del pecado hacia la
nada.
¿Por qué Dios a unos les da aquella “firmeza y a otros no? No basta con dar. Hay que recibir. Es un misterio por qué el hombre puede rechazar definitivamente a Dios.
Husserl decía que el judío propende por naturaleza al martirio, y es lo que los estudiosos de la vida de Edith Stein confirman en ella, por su fervor en ofrecer con Cristo su vida en la Cruz por todos los que todavía estamos lejos de El. Y sobrevino el odio sobre sus hermanos en la sangre. Un odio particularmente dirigido a Cristo judío. En sus ataques, al principio el odio se enmascara. Pero se distinguen porque los que odian no escuchan la voz de la Iglesia. Y hasta pueden escupir contra ella: “Iglesia, basura vos sos la dictadura” (Inscripción y cánticos proferidos en los muros de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires).
Hoy también oímos las misteriosas palabras de Pascal: “Jesús está en agonía hasta el final del mundo” y Edith Stein: “Yo hablaba con el Salvador y le decía que era su Cruz la que ahora se cargaba sobre el pueblo judío. Que la mayoría no lo entendía, pero que quienes lo entendían debían echársela sobre sí solícitamente en nombre de todos. Que esto lo quería hacer yo, pero que El me enseñara la manera de hacerlo. Al concluir aquel acto piadoso, tenía la certeza interior de que había sido escuchada. Pero en qué habría de consistir el cargar con su cruz, aún lo ignoraba”.
Sor Benedicta
(Edith Stein) hace del holocausto su holocausto y se abraza a la
Cruz descargada sobre su pueblo judío. Ella se ofrece como
víctima por el pueblo judío. Dios aceptó su ofrecimiento, para
sufrir con sus padecimientos lo que falta a las tribulaciones de
Cristo (Col 1, 24).
IN MANIBUS TUIS SORTES MEAE
Ella decía: para adquirir la Scientia Crucis hay que
experimentar a fondo la cruz.
¡AVE, CRUX, SPES UNICA!
Escribió un tratado filosófico Ser finito y ser eterno,
pero la obra fundamental e inconclusa fue La ciencia de la
Cruz, no fue un libro solamente, fue su vida.
El 2 de agosto de 1942, en represalia a una carta pastoral de los obispos holandeses, todos los judíos católicos fueron apresados como así también todos los religiosos de sangre judía de los monasterios holandeses.
El martirio de Edith Stein, una judía católica, sigue siendo un ejemplo particular para hoy: la respuesta de amor a la violencia. Una cristianización de Gandhi: a la violencia con la no violencia.
No sólo los miembros de la Iglesia, sino también ella misma, en su historia, lleva la Cruz de Cristo.
33. LA CRUZ DE LA IGLESIA
La manifestación universal de salvación, ofrecida en Cristo a los paganos, disuelve las distinciones más profundas entre judíos y romanos, entre judíos y paganos. Toda distinción desaparece al considerar a “todo hombre en Cristo”. Todos los límites se rompen. Pero estas rupturas no han sido incruentas.
Los
cristianos no podían ver divinidad alguna en el Emperador
romano. Todo lo que entonces se tenía por divino era desconocido
como tal por los cristianos. El Dios de los cristianos no
compartía su divinidad con nada ni nadie.
Nerón ataca, acusando a los cristianos de incendiar Roma. Enseguida sobreviene el martirio de Pedro y Pablo. Luego la persecución es general y sistemática.
La
“catolicidad” de la fe reclama la responsabilidad de discernirla
y declararla con autoridad. En occidente se afirma el primado
petrino, tan decisivo en la historia de la Iglesia (Guy
Bedouelle, La Storia della Chiesa, Jaca Book, 1993, p.
58). San Gregorio Magno es considerado por el concilio de
Calcedonia “obispo universal”.
Más tarde
atacan los bárbaros. San Gregorio Magno absorbe en la tradición
romana la vitalidad barbárica (C. Dagens Saint Gregoire le
Grand, Culture et experience chretienne, Paris 1977).
La Iglesia, recibiendo el desafío de los bárbaros, dio origen a la sociedad llamada “feudal”. Esta sociedad fue otra tribulación para la Iglesia.
Los legistas
franceses, i.e. los juristas del rey, se oponen a la teocracia
sostenida por Bonifacio VIII. El Corpus mysticum de la
Iglesia se aplica por extrapolación a las monarquías
tradicionales. El “estado” puede generar obediencia y
sacrificio. El rey tiene dos cuerpos: uno físico y otro
inmortal. Se produce una exaltación de la monarquía. En realidad
se va contra la plenitud pontificia del poder. Se sostiene la
subordinación de la Iglesia al Estado (Marsilio de Padova y Juan
de Jandine, Defensor Pacis, 1324). El defensor de la paz,
es entonces el emperador Ludovico el Bavaro, enemigo del Papa
Juan XXII. El emperador recibe el poder directamente de Dios por
vía del consenso popular.
Así se origina el ataque del llamado “neo-cesarismo”.
La Iglesia se ve esclava del Estado francés en Avignon.
No podemos aquí hacer relato histórico. Solo procuramos mostrar, siguiendo la obra autorizada de Guy Bedouelle ya citada, los ataques, desafíos y cruces que ha atravesado la Iglesia.
Después del espíritu laico, Bedouelle trata del desafío del renacimiento, de las reformas, de los absolutismos, del iluminismo, de las revoluciones, de las ideologías.
En nuestros días vemos las tribulaciones que sufre la Iglesia por los escándalos de sus pastores que hacen participar particularmente al Papa de la Cruz de Cristo. La Iglesia y sus legítimos Pontífices han vivido siempre la Cruz de su Fundador.
34. LA CRUZ EN LOS SACRAMENTOS
La cruz
está presente en toda la vida sacramental. En el Bautismo somos
“sumergidos” en el agua que simboliza el acto de sepultar al
catecúmeno en la muerte de Cristo, de donde sale por la
Resurrección con Él como nueva criatura. El pecado es sepultado
en el agua. La muerte de Cristo hace nuevo al catecúmeno
extinguiendo sus pecados. La gracia bautismal alcanza su
plenitud en la Confirmación y da la fortaleza especial del
Espíritu Santo y nos hace testigos de Cristo para defender y
extender la fe con sus palabras y obras. Da la fuerza para
participar en la Pasión de Cristo.
La Sagrada Eucaristía nos hace participar en el sacrificio
del Señor, perpetúa el sacrificio de la Cruz y nos da una prenda
de la gloria futura. Es “fuente y ciencia de toda la vida
cristiana”. La Sagrada Eucaristía es Cristo mismo, nuestra
Pascua. La Santa Misa, en la que se realiza el misterio
eucarístico culmina con el envío de los fieles, “missio”, a cumplir la Voluntad de Dios en la vida cotidiana.
En la Eucaristía,
Cristo instituye el Sacramento de su Muerte y Resurrección por
su Cuerpo y Sangre. Al recibir la Eucaristía, recibimos la
muerte y la resurrección de Cristo, nos unimos a ellas y se
produce en nosotros lo mismo que en Cristo. Este es el
sacramento que nos hace uno con su Pasión y Resurrección.
Morimos con El y resucitamos con El. Este es el misterio
pascual. Nuestra inserción en el misterio de Cristo porque El
nos hace tomarlo. Se produce la unión más misteriosa entre
nuestra muerte y la suya y entre su resurrección y la nuestra.
Además de acción
de gracias es el sacrificio que une los fieles a su persona de
manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por
Cristo y con Cristo.
Es memorial del
sacrificio. La eucaristía y el sacrificio de la Cruz son uno
mismo. Es el sacrificio de la Iglesia. El Papa está asociado a
toda celebración de la Eucaristía. A la Eucaristía se unen los
que están ya en la gloria. También es sacrificio por los
difuntos. Cristo está presente bajo las especies eucarísticas.
En la Eucaristía,
Cristo da el mismo Cuerpo que entregó por nosotros en la Cruz y
la misma Sangre que derramó por nosotros para el perdón de los
pecados. “No tendréis vida en vosotros, sino coméis mi carne”.
VIDA EN NOSOTROS. Prenda de gloria futura.
Participar en la
comunión es hacernos uno con la muerte de Cristo. Morimos con
Él. Es un gran misterio que podamos ir en la EUCARISTÍA a MORIR
CON EL. Y en el comer a Cristo RESUCITAMOS CON ÉL. ESTAS DOS
COSAS SE PRODUCEN MISTERIOSAMENTE EN NOSOTROS.
¿Cómo puede ser
eso? Es un misterio eucarístico. Si Cristo está en la Eucaristía
es para algo. Es para que tengamos la vida en nosotros. ¡Qué
vida? Su vida, la de Cristo que El nos da para la salvación.
El Cuerpo y la
Sangre de Cristo, Nuestro Señor, está en la Eucaristía de la
Cruz y en la Eucaristía de la Resurrección. En la Eucaristía,
bien preparados. MORIMOS CON LA MUERTE DE CRISTO EN LA CRUZ Y
RESUCITAMOS CON EL. ASÍ NOS HACEMOS UNO CON CRISTO. UNA MUERTE Y
UNA RESURRECCIÓN
En el sacramento de la penitencia y la reconciliación se confiesan, manifiestan ante el sacerdote los pecados cometidos contra Dios. Es sacramento de conversión porque el penitente se acusa de sus ofensas a Dios en un juicio en el que es absuelto en virtud de los méritos y la Pasión de Cristo, en la cual el penitente encuentra la contrición. La contrición verdadera, sólo se encuentra en el interior del sacramento. La contrición no es una condición de la confesión, ésta es la que confiere la contrición que Cristo hace perfecta por su Cruz.
El pecador
da la espalda a Dios. Es necesario que vuelva hacia El, que se
“convierta”, esto es volver a El, regresar a su lado como hizo
el hijo pródigo. La “penitencia” es esencialmente esta vuelta,
esta metanoia, como dice el Nuevo Testamento. Pero esa vuelta
debe ser “con todo el corazón”. Además, se requiere al penitente
ponerse a practicar “todo lo que Dios manda” y llevar una vida
penitente. Estamos en pecado cuando rechazamos elevarnos
al plano en el que se toman las grandes orientaciones de nuestra
vida (R. P. Suavet, Notes sur une dimension oubliée du
sacrament de penitence, citado por Claude Jean-Nesmy, La
alegría de la penitencia, versión española de Santos Juliá
Díaz de La joie de la pénitence, Madrid, Rialp, 1970, p.
77 nota 2).
El Espíritu Santo y la gracia de la conversión preceden al dolor y la aversión por el pecado (Denzinger, num. 798).
La
penitencia es un derecho, en el sentido de que Dios nos
llama, nos invita a ella, nos prepara el Camino, que es
Jesucristo y nos acoge. Este derecho no lo hemos ganado
nosotros, nos lo ha ganado el precio de la Sangre de Nuestro
Señor. La penitencia es esta vuelta que nos ha obtenido
la Cruz de Cristo.
De ahí que
sea tan importante que los sacerdotes se muestren disponibles,
pues están hechos para esto, aunque no exclusivamente.
La
contrición es un acto, una decisión de volver a Dios. Es
un acto que conlleva un dolor débil y pobre de pecador por un
pecado que quizá todavía le “tienta”. “Es Cristo quien, a través
de nuestra acción, nos injerta en Él, en su propia acción y en
su propia penitencia” (Claude Jean-Nesmy, op. cit. pag.
88).
“Al acercarnos al confesor debemos ver en nosotros a Jesús penitente, que, para hacernos dignos de la absolución, nos quiere llenar de su espíritu de penitencia y transformarnos en víctimas por el pecado antes de reconciliarnos con Dios Padre”.
“Jesucristo ha realizado una vez en Sí mismo la reconciliación del género humano; porque ha estado sometido al Padre y a toda su justicia y se ha encontrado revestido de todo el dolor que merecía nuestro pecado, el Padre ha abrazado en Él a todos los pecadores que le estaban unidos como los miembros a su cabeza”.
“Es
necesario adorar a Nuestro Señor como fondo de nuestra
penitencia y unirnos a Jesucristo y a su espíritu divino
para que obre en nosotros la gracia de la confesión, de la
contrición y de la satisfacción cristiana... Y al estar unidos
así interiormente a Jesucristo en lo más hondo de nuestro
espíritu, dejándonos penetrar por su virtud y su gracia es
necesario ejercitarnos en los actos de contrición y de confesión
de nosotros mismos, en la virtud de Espíritu Santo de Jesucristo
que habita en nosotros y por quien únicamente podemos esperar la
participación en su penitencia”.
Estas
consideraciones de J. Olier son como la esencia de nuestra
teología de la Cruz “...y por quien únicamente podemos esperar
la participación en su penitencia” (citado por Claude Jean-Nesmy,
op. cit. pags. 88 y 89).
Dios no
rompe de un solo golpe el endurecimiento del pecado. Podemos, en
un instante hacer un acto de perfecto amor. Pero nuestro corazón
está encarnado, nuestra conversión tiene que ser progresiva.
Si no fuera así ¿cómo podríamos volver al sacramento para el
mismo género de pecados?
Así como en
la Eucaristía es posible insertarse en el Cuerpo místico de
Cristo participando en el sacrificio de la Cruz, en la
Penitencia se da la transición entre el juicio del Gólgota y el
último juicio: al religarnos a la redención de Cristo, la
absolución nos reúne con los santos. El último juicio
recapitulará lo alcanzado por Cristo el Viernes Santo y
realizado después en el curso de las sucesivas confesiones de
cada uno de sus miembros (Claude Jean-Nesmy, op. cit.
pag.s 128 y 129).
La
absolución se produce en el curso de la acción continua de
penitencia que nos permite beneficiarnos de la Redención de
Cristo en la medida en que participamos de “los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien existiendo en forma de
Dios... se anonadó... obediente hasta la muerte y muerte de cruz
(Phil. 2, 5-8).
Y como la contrición, la “satisfacción” se injerta en la del Calvario y goza de su incomparable eficacia, de tal manera que la “reparación”, a veces tan difícil humanamente, es tomada en las manos de Cristo que puede actuar curando interiormente a quienes hemos herido y llenándoles de todo lo que les hemos quitado.
La reparación podría adquirir un carácter algo más acorde con la reparación de Cristo si al penitente se le obligara a satisfacer necesidades del prójimo, siempre acuciantes, en modo que su reparación se insertara cada vez con más sentido de participación en la Cruz de Cristo.
La reparación destinada a mitigar, sino a remediar, las necesidades del prójimo, podría hacer participar al penitente en la desnudez que sufren otros miembros de Cristo. Tal vez quienes tienen a cargo el gobierno de la Iglesia puedan establecer criterios de prudencia al respecto.
En el sacramento de la penitencia se extinguen los pecados por esos méritos de Cristo en su Pasión. La satisfacción alcanza, además, en la penitencia particular, a todas las obras meritorias que el penitente será capaz de realizar y los males que le sobrevengan que pueden ofrecerse como penitencia por los pecados. El perdón de Dios que recibimos en la penitencia es el perdón que Jesucristo nos obtuvo en la Cruz. Somos perdonados en y por la Cruz de Cristo.
En la unción de los enfermos se confiere la Santa unción
para que Dios conceda la salvación y conforte al enfermo. Es
apropiado recibir la unción de los enfermos antes de una
operación importante. Este sacramento anima especialmente al
enfermo a unirse libremente a la Pasión y Muerte de Cristo y
contribuir así al bien del pueblo de Dios. He aquí la íntima
relación de este sacramento con la Cruz de Cristo. Toda
enfermedad puede hacernos entrever la muerte. En la enfermedad
el hombre puede aceptar la mortificación con paciencia deseando
hacerse en el padecer algo semejante a Cristo, humillado y
crucificado; pues esta vida, sino es para imitarle, no es buena.
En la sagrada unción el enfermo encuentra las gracias y la fuerza
para imitar a Cristo en su Pasión y Muerte. Podría decirse que
todos los sacramentos confieren gracias especiales para imitar a
Cristo.
En el Sacramento del orden se recibe una participación en la
misión de Cristo, la del ministerio conferido por aquel
sacramento que hace del sacerdote “otro Cristo”
Como podrá comprenderse fácilmente, la cruz no está ausente
en el sacramento del matrimonio. Vita comunis penitentia
perpetua. Es claro que la gracia del sacramento auxilia a
ese consorcio para toda la vida a mantenerse unido ante las
adversidades. No es difícil comprender que la vida en común haga
soportar a los cónyuges las respectivas cruces que le vienen del
otro. En ocasiones el equilibrio penitencial se ve muy
desbalanceado porque es evidente que uno de ellos lleva
primordialmente la cruz del sacramento. En ocasiones, la
enfermedad, la adversidad, la estrechez pesa más
sobre uno que otro. Empero, la vida en común, también comunica
las cruces, aunque jamás debe perderse de vista que tal unión
vive de la ayuda de Dios, de la gracia del sacramento.
35.
LA
MUERTE DE CRISTO
Y LA NUESTRA
CON ÉL
“El amor de Cristo nos apremia, pues si uno murió por todos, luego todos murieron”
(2 Cor 5, 14). ¿Qué significa esto?
Uno murió por todos quiere decir para salvar a todos. Si Él
murió para salvarme, yo debo morir con Él. Morir con Él
significa unirme a su muerte, hacer su muerte mi muerte, no sólo
participar de ella o en ella, sino más aún, morir la misma
muerte. ¿Cómo es posible esto? Es claro que nosotros no podemos.
Debemos hacer que Cristo lo haga; que nos haga morir su misma
muerte. Sólo lo haría si se lo pedimos. ¿Podemos animarnos a
pedírselo? La sola pregunta nos estremece. Por eso dice San
Pablo el amor de Cristo nos apremia. Por el amor de Cristo
podemos pedirle que nos haga morir su misma muerte. Por cierto
que esto es misterioso. La muerte de Cristo es un misterio y si
la nuestra es la misma muerte que la de Él, también será
entonces un misterio. Él murió para que no vivamos para nosotros
“sino para Aquél que murió y resucitó por ellos”
(2 Cor 5, 15).
Para nosotros
todo esto es misterioso. ¿Qué es vivir para Aquél que murió y
resucitó por nosotros? ¿Cómo vivir para Él? Haciendo su voluntad
podemos entender que hacemos todo lo que nos identifica con Él.
No obstante también esto es un claroscuro porque ¿podemos hacer
todo lo que Él nos manda?
Habrá siempre un
mejor modo de imitar al samaritano.
También por esto el amor nos apremia.
Porque siempre podemos hacer más, más, más...
"Todos murieron".
De aquí se sigue que los que viven naturalmente ya no vivan para
sí, no para su solo bien sino para Aquél que por ellos murió y
resucitó, de manera que toda su vida la ordenen para el servicio
y el honor de Cristo. Al obrar tomamos la regla del obrar del
fin que perseguimos. Si Cristo es el fin de nuestra vida debemos
regirla no conforme a nuestra voluntad sino según la voluntad de
Cristo. Debemos renunciar a nosotros mismos para recobrarnos
en la resurrección a la nueva vida de Cristo. El tomar la cruz y
el seguimiento es una nueva vida caminando de virtud en virtud (Ps,
83, 8)
Podemos
entender que si hacemos poco, hacemos mucho menos de lo que Él
nos pide. Él es exigente. Su amor nos apremia, nos urge, nos
pide más. No hay precio, ni justicia, ni medida para el amor.
Uno murió por todos. Murió sin medida, sin límite, para salvar a
todos. Su muerte fue salvífica. ¿Pero la nuestra? Él mismo nos
urge a corredimir con Él. Esto también es misterioso, porque,
nosotros ¿qué podemos salvar? Pero se ve que es Él quien
quiere hacernos partícipes, asociados a su misterio de
salvación. Un aspecto importante del MISTERIUM SALUTIS es
que todos estamos llamados a corredimir con Él.
“Ahora, pues, ya no conocemos a nadie según la carne; ni a Cristo lo conocemos así”(2 Cor
5, 16).
Parece decirnos
que ya ahora estamos todos "mas allá" de la carne; en cierto
modo parece decirnos que estamos con Cristo Resucitado. Si no
conocemos según la carne, conocemos según Cristo, y Cristo
Resucitado, entonces conocemos según la Resurrección de Cristo.
Podríamos entender que conocemos según "el Espíritu" no según la
carne. Conocemos en virtud de lo que hemos conocido por la
muerte y la resurrección de Cristo.
Si uno "está en
Cristo es nueva criatura" (2 Cor 5, 17). Por medio de
Cristo, Dios nos ha confiado el misterio de nuestra
reconciliación.
Somos embajadores
de Cristo para pedir a todos la reconciliación con Dios. No
hablamos nosotros sino que es el Espíritu quien habla por nuestra
legación para suplicarnos: reconciliaos con Dios.
A quien no
conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nos
hiciéramos justicia de Dios en Él.
“El embajador de Cristo es otro Cristo que viene a nosotros para que nos hagamos justicia en Él.” (2 Cor
5, 21)
Para que nos
hagamos justicia en Él. Tenemos una tarea que realizar.
Justificarnos tomando la Cruz de Cristo y siguiéndolo. No se
trata tan solo de creer. Se trata de hacer, "pues es preciso que
quedemos al descubierto ante el Tribunal de Cristo, para que
cada uno reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, bueno
o malo (2 Cor 5, 10).
Conforme a lo que
hizo. "La Cruz y la Redención requieren de nuestro esfuerzo por
agradarle" (2 Cor 5, 9)
Por agradarle.
Sabemos lo que es del agrado de Cristo.
El texto de Pablo
es sumamente conmovedor. No dice de lo que hagamos por
agradarle. Pero dice de nuestro "esfuerzo" por agradarle.
Esfuerzo significa lucha. Y parece que siempre podemos luchar
más.
“Desde que Cristo
murió para la salvación del mundo, desde que la vida de Cristo y
su gloria han venido definitivamente al mundo a través de la
muerte de este Crucificado, en el mundo no existe un
advenimiento más decisivo que esta muerte” (Karl Rahner,
Sulla teologia della morte, traducción de Lydia Marinconz
del original Zur Theologie des Todes. Questiones
Disputatae 2, Herder Freiburg im Breisgau 5ª ed. 1965, IV ed.
2008, Morcellania, Berscia p. 73).
No obstante, si se nos da la vocación y la gracia de morir con
El, la muerte del hombre es elevada a hacer parte de los
misterios de Dios (op. cit. loc. cit).
Para comprender este misterio basta mirar a la muerte del Señor
crucificado, que oigamos y repitamos las palabras que El dijo y
que pusieron de manifiesto los detalles mínimos y el cúlmine de
su muerte: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”. Junto al Crucificado, a la
derecha y a la izquierda pendían –terrificante representación
simbólica- otros dos moribundos. Dos hombres que maldecían la
muerte porque no la comprendían. Y ¿quien puede comprenderla?
Uno miró a la muerte de Cristo. Y lo que vio le bastó para
comprender la propia muerte. Ciertamente, se la ha comprendido y
comprendido bien si se dice a Cristo moribundo: “Acuérdate de mí
cuanto estés en tu reino”. Y este moribundo, el Hijo del Hombre,
que comparte nuestro destino de muerte y lo redimió en vida
dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Esto lo dice también
a nosotros. Y a fin de que esta noticia de la beatitud de
nuestra muerte no nos prive de aquel santo temor, al otro
malhechor no le dijo nada. La oscuridad y el silencio de muerte
que sobrevinieron a esta muerte, nos recuerdan que la muerte
puede ser también el inicio de la muerte eterna. Pero en este
temor y temblor debemos escuchar la agradable nueva de aquella
muerte que es vida, de la venida del Señor que es esa vida que
no conoce muerte alguna, si bien ella llega a nosotros en la
muerte. Sin embargo, esta realidad está velada en la sobria,
objetiva humildad de aquello que experimentamos al morir. Pero
es la verdad que la fe conoce sobre la muerte (op. cit. loc.
cit. 73 y 74).
36.
UNA ORACIÓN DE RAHNER
Como el lector comprenderá fácilmente no he sido capaz de
abreviar la cita. Espero que esta verdadera y rigurosa –a mi
modo de ver- oración de Rahner, sea leída, comprendida, meditada
y rezada. Con esta intención la he trascripto para quienes no
puedan disponer fácilmente de este librito de Rahner.
Tengo la certeza moral más firme de que este texto de Rahner
podrá ayudar a mucha gente y me parece una obligación
transmitirlo, para que sea también explicado por quienes conocen
la materia y difundirlo para la salvación de muchas almas,
confío.
Según el Magisterio de la Iglesia la muerte del hombre
justificado por la gracia no puede ser más considerada como una
verdadera pena por el pecado, sino sólo como la pura
consecuencia del pecado. No una poena, sino una
poenalitas.
Rahner advierte que el Nuevo Testamento dice algo más sobre la
muerte del hombre justificado. Se da un “morir en el Señor” (Ap.
14, 13; 1 Ts. 4, 16, 1 Cor. 15,18). Un morir que, dice
Rahner, propiamente no es una muerte. Todo hombre que cree en
Cristo no morirá eternamente (Jn. 11, 26). Se da un
con-morir con Cristo que da la vida (2 Tim 2,11,
Rom. 6, 8). “Ya en el bautismo se da la asunción fundamental
de la muerte de Cristo, aunque misteriosamente, en nuestra vida
terrena”. (Rom. 6, 6-11ss.; 7, 4-6; 8, 2; 6-12).
Si la muerte, como acto humano, es un evento que resume el
cumplimiento último, el entero acto vital y personal del hombre
y si la muerte adviene “místicamente” se ha realizado en los
vértices sacramentales de la existencia cristiana –bautismo y
eucaristía- la asimilación de la muerte del Señor, entonces la
muerte debe ser considerada el cúlmine del obrar salvífico y de
la recepción de la salvación.
Según Rahner, la teología de la muerte y de la muerte de Jesús
debería esclarecer aún más este con-morir con Cristo.
La Escritura habla más claramente de la muerte de Jesús que de la nuestra como tal.
Rahner busca ese esclarecimiento a partir de la naturaleza
de la gracia. La muerte es una situación adecuada a la
gracia, la que mejor que ninguna permite la libre actuación de
la gracia. La gracia como autocomunicación de Dios, se da
a fin de que el hombre adquiera la inmediatez con Dios que se le
ha ofrecido. La gracia y su acogida significa siempre un
abandonarse, un trascender más allá de todas las realidades
finitas hacia la incompresibilidad divina, como el cumplimiento
beato alcanzable sólo en modo extático. Un momento de
renuncia.
La experiencia del hombre es el hecho de la Cruz de Cristo, de
la redención en la muerte. La renuncia, implícita en la esencia
de la gracia, alcanza su vértice insuperable en la muerte, que
compromete a todo el hombre, todo y el hombre mismo es asumido,
y en el acto de la libertad del hombre acepta y confirma esta
autonegación que se da en la muerte, aunque no sepa nunca si
ésta tendrá un resultado feliz (p. 73). Así la muerte constituye
el vértice de la gracia de Cristo crucificado y realiza el
con-morir-con-Él.
Rahner recuerda a Ignacio de Loyola: “Como en la vida entera así también y más aún en el momento de la muerte, cada uno deberá ver bien y preocuparse de que en su persona Dios Nuestro Señor sea glorificado, servido y el prójimo tenga motivo de edificación, si no de otro modo mediante el ejemplo de la paciencia y de la fortaleza de ánimo, en la fe viva, en la esperanza y en el amor por los bienes eternos que Cristo Nuestro Señor, con las dificultades incomparables que ha conocido durante su vida terrena y en su muerte, nos ha adquirido” (pag. 75).
Hemos tomado estos conceptos fundamentales del libro de Karl
Rahner, Il morire cristiano, Queriniana, Brescia, trad.
Dino Pezzeta 2009, del original Das christliche Sterben,
en Mysterium Salutis, V, 463-493. La edición en italiano
tiene al comienzo una excelente editorial de Rosino Gibellini y
al final una bibliografía.
En esta editorial se cita la siguiente página de la última
lección de Karl Rahner dada en la Universidad de Freiburg de
Bresgovia el 12 de febrero de 1984 en ocasión de su 80º
cumpleaños. Karl Rahner moriría poco después el 30 de marzo.
Decía Rahner:
“Un día los ángeles de la muerte barrerán de los meandros de
nuestro espíritu todos esos desechos inútiles, que llamamos
nuestra historia (aún si la verdadera esencia de la libertad
puesta en acto permanecerá); un día todas las estrellas de
nuestros ideales, con los que nosotros mismos habíamos
arrogantemente embanderado el cielo de nuestra existencia,
cesarán de brillar y se apagarán; un día la muerte introducirá
un vacío extraordinariamente silencioso, y nosotros acogeremos
tal vacío con fe, esperanza y en silencio como nuestra verdadera
esencia; un día toda nuestra vida precedente, cuan larga sea, se
nos aparecerá como una única breve explosión de nuestra
libertad, que nos parecerá la misma sólo porque la veíamos como
en cámara lenta, una explosión en la cual la pregunta se ha
transformado en respuesta, la posibilidad en realidad, el tiempo
en eternidad, la libertad traducida en acto; un día
descubriremos terriblemente asustados e inefablemente jubilosos,
que este vacío enorme y silencioso, que nosotros sentimos como
muerte, es en realidad llenado de aquel misterio originario que
llamamos Dios, de su luz pura y de su amor que todo nos quita y
todo nos da; un día de este insondable misterio veremos emerger
el Rostro de Jesús, el Bendito, veremos que nos mira y que esta
concreción es la superación divina de nuestra verdadera
aceptación de la incomprensibilidad del Dios sin formas: eso,
eso exactamente como querría, no digo describir lo que viene,
pero al menos indicar balbuceando como podamos provisoriamente
esperarlo, mientras experimentamos el mismo crepúsculo de la
muerte como el inicio de lo que viene” (Karl Rahner,
Esperienze di un teologo cattolico 1984, en A. Raffelt-H.Verweyen,
Leggere Karl Rahner, 1997, Queriniana, Giornale di Teologia 301,
Brescia 2004 179-180).
37.
EL OLVIDO DE LA CRUZ
Gran distancia
separa al sufrimiento cristiano de la apatheia griega. La
muerte de Cristo es muy diferente de la muerte de Sócrates.
Cristo no muere en el noble desapego del filósofo. Cristo muere
en llanto. De sus labios oímos el amargo grito de abandono y
desolación en todo su horror. Acepta la copa de ser humano,
degradado a su último peldaño (Ratzinger, J. Eschatology. Death and Eternal Life, 2nd. ed. trad. de Eschatologie-Tod
und Ewiges Leben 1977-1988 trad. Waldstein-Nichols O.P. en
segunda edición con palabras preliminares del autor S.S.
Benedicto XVI, p. 102).
Las técnicas para evitar el sufrimiento han adquirido gran importancia para el hombre actual. Por cierto que el sufrimiento puede y debe reducirse por estos medios. Pero su supresión completa sería una barrera al amor y la abolición del hombre. Tales intentos son una pseudoteología. Huir del sufrimiento es huir de la vida. La crisis de occidente pasa también por una filosofía y un programa de educación que trata de redimir al hombre prescindiendo de la cruz. Actuando contra la cruz, actúan contra la verdad.
Son una ayuda
para el hombre cuando se ven como parte de un todo más grande.
Pero por si mismas, absolutizadas, llevan al vacío. La única
respuesta suficiente a la pregunta por el hombre es una
respuesta que afronta los infinitos reclamos de amor. Solo la
vida eterna corresponde a la pregunta que presenta la vida
humana y la muerte en esta tierra (op.cit. p. 103), ver también
Terence McGuckin, The Eschatoloy of the Cross, New
Blackfriars 7 (Julio-Agossto 1994, 364-77).
38.
“ESTAR
CON EL SEÑOR”
La Biblia
reconoce, entre la muerte y la resurrección, un “estar con el
Señor” (Phil. 1:23).
En la memoria de Dios, en la que vivimos, no somos una sombra, un mero recuerdo, sino que vivimos verdaderamente.
Al pertenecer al
cuerpo de Cristo, estamos unidos a la carne del Resucitado, a su
resurrección. “Dios nos levantó con Él y nos sentó con Él en los cielos en Cristo Jesús”.
(Efesios 2: 4-6).
Nunca más estamos “desincorporados” (una mera anima separata) aun cuando
nuestro estado de peregrinación no puede alcanzar su fin
mientras la historia aún transcurre.
“La corporeidad
en Cristo, que conserva su cuerpo en la eternidad, significa
tomar en serio la historia y la materia” Ratzinger-Benedicto XVI
ha tratado de mostrar esto en las pag. 184-189 (XXI de las
Palabras Preliminares del Papa Benedicto XVI a la Escatología
escritas en 2006). Precisamente por esta razón existe una
capacidad de diálogo con la antropología moderna a través de la
filosofía).
El final de
la vida de Cristo se da como de sufrimiento y de muerte. Su vida
sólo es comprensible a partir de su pendiente irresisible hacia
la cruz donde “acontece la pasión que todo lo aclara y
posibilita”. La pasión es un “arrojarse a sí mismo al más
incomprensible abismo” (muerte como abandono de Dios, Mt.
27,46). Hans von Balthasar, Solo el amor es digno de fe,
trad. del alemán Glaubhaft ist nur Liebe, 1963, 6ª. 2000,
ediciones Sígueme S.A.V. 2004. Tal vez la traducción más exacta
sería Solo el amor es creíble, pag. 80 y ss.
Pues, este
corazón (cor inquietum) sólo se comprende a sí mismo
cuando ha visto previamente el amor del Corazón de Dios que le
ha dirigido a Él, y que por nosotros fue traspasado en la Cruz.
En la teología de lo concreto de Hans von Balthasar se destaca el
significado que la muerte de Cristo tiene para mí (Gal. 2,
20).
“Con Cristo estoy crucificado; y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gal.
2, 20).
¿Qué puede significar “con Cristo estoy crucificado”? Podríamos pensar en cualquier significado simbólico. En una metáfora. En una analogía. Podríamos recurrir a toda la filosofía... Pero una voz insobornable nos golpea la conciencia. No puede ser nada sino una sola cosa. Lo que dice. Parece fantasía, ilusión, mitología, cualquier cosa, pero no realidad. Y sin embargo... No podemos conformarnos con otra cosa que lo real. Yo estoy crucificado con Él. Este es el único posible significado de la Cruz de Cristo: es ... la nuestra, la de cada uno. Y nuestra cruz es nuestra vida. Nuestra vida está también clavada a los maderos con los mismos clavos. Ahora tenemos que verla. Y la vamos viendo; vamos experimentando en nuestra existencia aquellos clavos. Si alguien aún no los ve, los verá. Y vaya si lo verá. Es algo que cada uno ve. En algún momento todos vemos que estamos crucificados. Pero hemos todos de pedir la gracia de ver no ya que estamos crucificados, sino que estamos crucificados CON CRISTO. He aquí la enorme diferencia entre el sufrimiento y la crucificción. Estar crucificado es estar crucificado CON CRISTO. Estar crucificado con Cristo significa una unión. No espiritual exclusivamente. También física. Todos podemos realmente unir nuestros clavos a los clavos de Cristo.
Ahora bien, crucificado con Cristo, vivo, tengo que vivir. Pero no yo, sino otro. ¿Cómo es posible que yo viva pero que yo no viva sino que otro viva en mí? ¿No es una contradicción absurda? ¿Un giro poético? Al menos nosotros debemos respetarla como la palabra de Dios. Si es Cristo quien vive en mí ¿cómo podría yo ser lo que soy: un pecador? Si El vive en mí, ¿cómo podría yo ser tan distinto? Sin embargo, es Dios quien dice que Cristo vive en mí!. “Aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios” ¿Qué es este vivir en la carne y también vivir en la fe? Sabemos qué es vivir en la carne. Vivir en la carne significa requerir siempre el remedio de la fe. La fe en Cristo nos está limpiando, curando sin cesar las heridas de la carne.
Aquí parece
hacerse toda la luz. La fe “en quien me amó y se entregó a
Sí
mismo por mí”. Forzosamente tengo que tener fe en quien me ama.
Pero no me ama en cierto sentido. Me ama concretamente
entregándose a Sí mismo por mí. Por mí. Se entrega
por mí. Me ama con todo su divino ser. Si es así, ¿cómo no creer
en Él? Aquí aparece una lógica existencial de hierro: si me ama
entregándose por mí, estoy forzado a creerle. No puedo
dejar de creerle. Hay momentos en la vida en que decimos: no
puedo dejar de hacer esto. Estoy irrevocablemente obligado. Si
alguien muere para que yo viva estoy obligado por su amor. Si es
Dios el autor de esa salvación, es ya imposible no creerle y
amarle. Su amor me hiere, me hace morir con Él porque así me
salvó su amor por mí, muriendo en la Cruz. Comprendo que estas
palabras son muy débiles para iluminar la palabra de Dios. Pero
debemos intentarlo. Cada uno. De todos modos sepamos que “al oir
la palabra de Dios” hemos de pedir a Dios mismo que nos de la
luz para entenderla. El nos dará esa luz. Si Él nos habla nos
dará la luz necesaria para entenderlo.
39. LA RESURRECCIÓN COMO HECHO HISTÓRICO Y META-HISTÓRICO
No es posible una
meditación sobre la Cruz de Cristo sin contemplar su
Resurrección. Hay una unión esencial y existencial, ontológica
entre la Cruz y la Resurrección. Tanto que podemos contemplar la
Cruz con la Resurrección y ésta en unidad con aquella. No es
posible disociarlas. La Resurrección de Jesús trasciende la
historia, pero también es historia (Benedicto XVI, Jesús de
Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, trad. de V. Fernando del Rio, OSA, Planeta, Encuentro, 2011, op.
cit. p. 319). Estamos ante el Misterio de la Salvación, que,
discreto y casi oculto “es manifestado sólo a un pequeño grupo
de discípulos”... (op. cit. p. 320).
La Resurrección de Cristo es obra de la Santísima Trinidad. Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras y resucitó al tercer día según las Escrituras (1 Co. 15, 3-4). Cristo no resucitó a la vida terrena “ordinaria” porque Él ya no muere más. En la Resurrección el Cuerpo de Cristo se llena del poder del Espíritu Santo; “participa de la vida divina en el estado de su gloria”; Cristo es el “hombre celestial” (1 Col. 15, 35-50).
La Resurrección
abre a los hombres el acceso a una nueva vida de participación
en la gracia divina (Rm. 6, 4). Realiza la filiación
divina, pues nos hace hermanos de Cristo (Mt 28, 10; Jn 20,17).
Finalmente, “la
Resurrección de Cristo –y el mismo Cristo resucitado- es
principio y fuente de nuestra propia resurrección” ya
desde ahora por la justificación de nuestra alma (Rm. 6, 4) y
más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (Rm. 8, 11).
Todo esto nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica acerca
de la Resurrección de Jesús de entre los muertos.
En el misterio de
la salvación, la muerte de Cristo en la cruz por nuestros
pecados es el presupuesto de la Resurrección. No sería acabada
la meditación sobre la Cruz sin considerar la Resurrección. Hay
una unión entre la muerte de Cristo en la cruz y la Resurrección
que es inherente al misterio de la salvación. Por cierto aquí no
podemos más que señalar esta relación esencial sin entrar en la
consideración teológica de esta relación. Para ello cabe una
remisión a la literatura citada por Benedicto XVI en su libro
Jesús de Nazaret, así como también a la referida a la
Crucifixión , Muerte y Sepultura de Jesús ( pp. 357-360).
Cristo “pasó” de la muerte a la vida. Este paso es la Pascua. Cristo es el nuevo Paso, la nueva Pascua. Es el ápice de la historia: el “tercer día”.
Los fariseos
convencieron a Pilato acerca de la Resurrección como un eventual fraude de los discípulos, que
debía ser prevenido (Mt. 27, 63-64). Pero los primeros en no
“poder creer” en la Resurrección son precisamente los
discípulos.
Nadie fue testigo
ocular de la Resurrección. Nadie vio como sucedió físicamente.
La Resurrección
de Cristo no fue un regreso a la vida terrena, como lo fue la
vuelta a la vida terrena de los resucitados por Cristo.
En cambio, Cristo
pasa de la muerte a “otra vida”. El cuerpo de Cristo pasó a otra
vida por obra del Espíritu Santo, pasó a ser un hombre glorioso;
“homo celestis” (1 Cor. 15-47 ss).
Por ello la
Resurrección de Cristo pertenece a la historia y a la meta
historia. Escapa a la observación empírica del hombre. El
Resucitado ya no viene, entra, sino que “aparece” y “desaparece”
misteriosamente.
La Resurrección
es un hecho. Pero un “hecho misterioso”.
La Resurrección
da sentido definitivo al mundo.
Dice San Juan Pablo II: “Todo el mundo gira en torno a la Cruz, pero la Cruz sólo alcanza en la Resurrección su pleno significado en evento salvífico. Cruz y Resurrección forman el único misterio pascual, en el que tiene su evento cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento” (Audiencia general del miércoles 1 de marzo de 1989).
40. LA TEOLOGÍA DE LA CRUZ
EN UNA IDEA DE SANTO TOMÁS
Después de escribir mi trabajo bajo este título, he llegado a
conocer un caudal de bibliografía específica tan amplio y tan
autorizado que aún no he podido leer. Buena parte de aquella es
anterior a mi publicación. La había ignorado totalmente y no sé si
podré remediarlo.
Santo Tomás dijo
cosas para mi nuevas y para más leídos muy viejas; que el Hijo de
Dios padeció por nosotros por dos razones. Una, para remediar
nuestros pecados. Otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.
Para remediar
nuestros pecados porque en la Pasión de Cristo encontramos el
remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del
pecado.
Ahora bien, debo preguntar, ¿cuáles son “todos los males que nos
sobrevienen” a causa del pecado? Para ver esos males, me parece,
debemos entender bien qué significa “a causa del pecado”. ¿Del
pecado en general? ¿O de nuestros pecados en particular? En este
último caso, ¿de los míos personales o de los demás en el curso de
la historia? ¿Es posible esta distinción o es insustancial? La
distinción entre “el pecado” y “nuestros pecados” y “mis pecados”.
Todos los pecados pueden ser el pecado. Me parece que podemos
entender la referencia al pecado y a cada uno de los pecados.
El remedio alcanzado en la Pasión de Cristo es contra todos los
males que nos sobrevienen a causa del pecado. Del pecado nos
sobrevienen males. Algunos son conocidos. Otros no. La Pasión ha
sido remedio contra ambos. Es muy probable que haya muchas
consecuencias del pecado que no podemos conocer; males remediados
por la Pasión de Cristo. La Iglesia tiene una oración para agradecer
los beneficios que conocemos y que no conocemos.
La Pasión de Cristo es guía y modelo para nuestra vida. Debemos
despreciar lo que Cristo despreció en la Cruz y apetecer
lo que Cristo apeteció. En la Cruz hallamos ejemplo de todas las
virtudes.
Nadie tiene más amor que el que da su vida por sus amigos. Él
entregó su ida para pagar nuestros pecados y extinguir la deuda que
Él no había contraído sino nosotros. No debemos considerar pues
gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por Él.
Podemos imitar su gran paciencia en la Cruz. La Cruz es ejemplo de
humildad, de obediencia, de desprecio de las cosas terrenales. En el
Crucificado están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.
En Él podemos abandonar las aficiones de riquezas, honores,
dignidades, placeres.
Santo Tomás nos dice que en la Cruz halla el ejemplo de todas las
virtudes. Por ello, la teología de la Cruz es también el fundamento
y la base de la teología moral. Pero este pensamiento inspirado en
Santo Tomás nos lleva a otro, a mi modo de ver. Es este: que toda la
teología tanto la dogmática como la moral y espiritual es teología
de la Cruz.
Pienso que hoy en día podríamos dar un gran paso en la propagación
de la teología vista desde la fuente de la Cruz en todas sus
dimensiones existenciales y metafísicas porque el hombre de hoy se
debate en pos de la felicidad y si esta felicidad está en Dios, es
esencial que adquiera cierto conocimiento de la Cruz y la meditación
de la Cruz bien podría llamarse teología de la Cruz. Así es que me
propongo reestructurar toda la teología desde la perspectiva de la
teología de la Cruz. No es ninguna novedad, es una nueva
presentación.
Mi proyecto es escribir una síntesis de todo. No digo detallado y
completo o con pretensión de exhaustividad, que no es posible para
mí intentar. Pero si una idea de suma, sintética. Dios como centro
de todo el conocimiento humano. Ahora bien, el punto de partida es
el Dios crucificado y resucitado.
41.
LA
ENCARNACIÓN DE DIOS,
VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE
El Verbo o la Palabra de Dios se hizo carne, hombre (Juan 1, 14). Es
la Palabra de Dios y ninguna otra persona de la trinidad la que se
ha encarnado. La encarnación es la Palabra. Esta encarnación humana
de la Palabra de Dios es una unidad. Es la unión hipostática. El
Logos, la Palabra se ha hecho hombre. Hay dos cosas que ver. Se ha
hecho y en qué se ha hecho. El Espíritu Santo lo ha encarnado en el
vientre virginal de María Madre de Dios. Se ha hecho nuestro
salvador Crucificado y Resucitado. La historia de Cristo es una
historia de su crucifixión y resurrección. Toda su historia y su
predicación está esencialmente unida a la Cruz. Decimos
esencialmente porque nuestro lenguaje no puede ser más apropiado.
Nuestro lenguaje que expresa la encarnación de Dios en Cristo sólo
pobremente puede reflejar este estallido atómico conceptual. De modo
que ya damos por supuesto lo inadecuado de nuestro lenguaje y
conceptos en el curso de todos nuestros desarrollos. Trataré de ser
conciso. Tratando de destacar siempre para que sea debidamente
apreciado el lugar sobresaliente de la Cruz y su consecuencia
esencial, la Resurrección de Jesucristo Nuestro Salvador. La
causa eficiente de la Resurrección es la Pasión de Cristo. La
Salvación, el Misterium Salutis, nos viene de esa unidad
divina y trascendente a nosotros pero en la que somos partícipes
principales. Dios ha hecho todo eso por nosotros. Es difícil vivir
en el misterio de que Dios vive para nosotros. Y a eso lo llamamos
amor. A todos Dios ofrece la salvación y nada menos. Deja al
hombre la responsabilidad personal de aceptarla. El Jesús prepascual
anuncia la inminencia del reino. Este Jesús prepascual fue
libremente al encuentro de su muerte. Las elucubraciones sobe lo que
sabía o no sabía Jesús sobre su muerte parecen perder de vista nada
menos que Jesús es Dios sabe y sabía toda la verdad por la cual
humanamente caminaba, su menaje estaba informado por Dios
particularmente con la muerte de Cristo. La muerte es expiación
total y suficiente.
42. LA
ENCARNACIÓN DE CRISTO
Y LA DIVINA
MATERNIDAD DE MARÍA
El Hijo de Dios se hizo hombre para redimir a los hombres.
Rotundamente San Pablo pronuncia esta portentosa síntesis: “Cristo
Jesús vino al Mundo para salvar a los pecadores” I Tim. I. 15). La
Cruz une la encarnación, la divina maternidad de María y la
redención. Aquí nos proponemos destacar este hilo conductor de la
Cruz de Cristo.
El pecado destruyó el estado de unión sobrenatural del hombre con
Dios. La redención es la restauración del estado de unión
sobrenatural con Dios. Esta restauración está seguida por la Cruz de
Cristo. Esta redención tiene que liberar, que despegar al hombre de
la creatura y convertirlo a Dios. Este rescate se hace en
nombre y obra de la Cruz que vence de la servidumbre del diablo y de
la muerte. Cristo Jesús pagó por todos los pecados del mundo
haciéndose Él mismo pecado sin culpa alguna. Es decir pagó nuestras
deudas sin deber absolutamente nada.
La redención subjetiva es la aplicación de sus frutos a cada uno de
los hombres. Esta aplicación también es obra de la Cruz. Esta
aplicación de los méritos de Cristo es de posibilidades inmontables.
La manera esplendorosa en que Dios quiso obrar la redención puede
haber sido para apremiar más al pecador a tomar la Cruz que lo
redimió.
La encarnación de Cristo significa ciertamente que la naturaleza
divina y humana del Señor se hallan en Él unidas hipostáticamente,
es decir, en unidad de persona. Cristo comenzó a ser hombre y Dios
desde el instante de su concepción Esta unión no se interrumpió
jamás. La Pasión, la Crucifixión su muerte y sepultura y aunque
durante el triduo de su muerte no fue hombre, pero su cuerpo y su
alma, aún después de separados, siguieron unidos con el Logos
divino.
Crucificaron al Señor de la Gloria, a Dios.
El clamor del desamparo divino (Mt. 27,46) se debió a la
substanciación de la protección que no lo separó de la unión (Hugo
de San Víctor, De sacr. Christ. Fidei, II, I, 10). Y tal
unión no cesará nunca. La preciosa Sangre de Cristo vertida en su
Pasión y Cruz está inmediatamente unida con la persona del Logos
divino.
Esta unión es un misterio de fe.
La razón humana inquieta ha hecho decir a algunos teólogos que la
virtud que vencida y mantiene unidas ambas naturalezas procede
exclusivamente de la naturaleza divina. La divinidad que es
impenetrable, penetra la humanidad con su inhabitación, la cual, sin
ser transformada, queda deificada.
43.
THEOLOGIA CRUCIS SPES ET GLORIAE
La theologia crucis luterana hace depender toda la economía
de la salvación del pago de la deuda (B. Gherardini, Theologia
crucis, L’eredità di Lutero nell’evoluzione teologica della
Riforma, Roma 1978; L.F. Mateo Seco, Teología de la Cruz, en
Scripta theologica 14 ed. 1982; el mismo, La Cruz. Fidelidad
del hombre, en VV.AA. Dios y el hombre, EUNSA, Pamplona, 1985;
W. von Loevenich, Theologia crucis, I. in der er. Theologie
en Lexikon für Theologie und Kirche 3ra edi. Freiburg in. Br. T X
60-61.
Para Lutero, la Cruz ha extinguido el pecado de tal manera que el
hombre ya no puede pecar ni tiene, en rigor, ningún sentido su
justificación como aplicación a sí mismo de los méritos de Cristo.
La Cruz produjo la redención y también la justificación. El pecado
ya no es una posibilidad. La justificación proviene de la sola fe.
Se podría decir que Lutero puede parafrasear a Agustín: "Cree y haz
lo que quieras". Teóricamente, conservando la fe, el cristiano podría
hacer cualquier cosa. Se produciría así una escisión entre la fe del
creyente y la vida moral, que podría tener cualquier contenido a
condición de conservar la fe. Basta con retener la fe como opción
fundamental y hacer cualquier cosa. Lo cierto es que los luteranos
no viven así. Una derivación y deformación del luteranismo aparece
en el calvinismo con su rígida doctrina de la predestinación basada
en el triunfo en el mundo, evidenciado principalmente por el éxito
económico sin condicionamiento de los medios. Es un severo
apartamiento de Lutero que sólo requiere la fe: ¿un fracasado
económicamente puede estar justificado?
El calvinismo tuvo su origen en Ginebra, cuya universidad fundó,
inspiró a los presbiterianos de Escocia, los puritanos de
Inglaterra, sus seguidores en los Países Bajos y los hugonotes
franceses (K. Algermissen, Iglesia católica y confesiones
cristianas (Confesiología), Madrid 1964, 845).
Laboriosidad, predestinación y capitalismo se reúnen en este
reformador particular.
En la teología reformada no aparece una teoría general de la moral.
44. LA UNIDAD DE LA
MUERTE Y
RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
El desarrollo de esta
cuestión ya viene dada por Pablo, en la carta a los Hebreos y en el
magisterio eclesiástico. En Jesucristo muerte y resurrección se
iluminan recíprocamente en su unidad. Baste decir que la muerte de
(Dios) Jesucristo está indisolublemente vinculada a la resurrección
y esta no significa un volver a la vida anterior. No es comparable
la resurrección de Cristo con la de los muertos en el Antiguo y
Nuevo Testamento. La resurrección de Jesucristo no es una
continuación de la vida humana. Es una novación en el sentido de ser
salvada por Dios. No se puede separar la persona y la “causa” cuando
se trata de la resurrección que no es un retorno a la existencia
anterior a la muerte. La resurrección significa la victoria de la
causa, esto es, de la gracia de Dios en el mundo. La resurrección
como victoria significa la liberación de todo el poder de lo finito
de la culpa y de la muerte. Esta libertad se revela a nosotros en
Jesús mismo.
Karl Rahner dice que la resurrección no es la afirmación de un
destino de una parte secundaria del hombre, sino que la promesa de
la validez permanente de la única y total existencia del hombre.
Cuando el hombre dice que sí a su existencia como permanentemente
válida y a salvar y evita caer en un dualismo antropológico
platonizante, entonces esperando dice sí a la propia resurrección (Grundkurs
des Glaubens. Einführung in den Begriff des Chirstentums Freibug,
i. Br. 1976, II, 6, c).
Sólo el hombre, dice Rahner, vive confrontándose con su propio fin,
con la totalidad de su propia existencia y su fin temporal. Sólo el
hombre posee la propia existencia en orden a tal fin. ¿Qué nos dice
sobre nosotros la muerte que nos mira continuamente, qué cosa sea
propiamente esta existencia volcada a la muerte?
Observemos nuestra vida: no es que por su cuenta uno quiera sufrir
siempre aquí; por su cuenta al hombre tiende a una continuación de
su estilo actual de existencia. El tiempo sería un absurdo si no
puede llegar a su cumplimiento. Una posibilitad eterna de poder
continuar actuando sería el infierno de la vacía insensatez. Ningún
instante tendría peso, porque podríamos actualizar y mandar todo
hacia aquel vacío “más tarde” que no faltará nunca. Cuando el que
muere se va, su realidad propia y verdadera puede permanecer no
transformada por sobre el espacio y tiempo físico, desde el momento
que esa realidad ya siempre ha estado algo más que el simple juego
de las “parcelas elementares” de la física y de la bioquímica, desde
el momento que fue amor fidelidad, tal vez también nuda maldad o
algo similar que deviene en el espacio y en el tiempo su llegar a
cumplimiento.
45.
EL DOLOR Y EL
ABANDONO DE
CRISTO COMO
MISTERIO
¿Es posible conjugar la ciencia beata que da la visión inmediata de
Dios con el dolor de la agonía y el abandono de Cristo en la cruz?
Lo más prudente será rendir nuestro juicio.
Tengamos presente que el entonces Santo Oficio en 1918 desaprobó
esta sentencia: No se puede enseñar con seguridad la siguiente
proposición: “La sentencia que afirma que el alma de Cristo nada
ignoró, sino que desde un principio conoció en el Verbo divino todas
las cosas pasadas, presentes y futuras es decir todo lo que Dios
sabe con ciencia de visión, no puede ser designada como cierta” (Denzinger
2184, 2185).
La naturaleza humana de Cristo estaba sometida al padecimiento
corporal y su alma a los afectos sensitivos (tristeza, angustia,
temor, cólera, llanto, júbilo).
Quizá estas condiciones de la naturaleza humana auxilien en la
comprensión de su expresión de abandono. Pero no suficientemente.
El efecto del sacrificio de su muerte fue nuestra redención de la
esclavitud del pecado y del diablo (Col. I, 13).
Él destruyó la muerte (Hebr, 2, 14 s.).
Cristo fue el sacrificio o reparación adecuada, justa, equivalente.
Cristo mismo fue una satisfacción vicaria, es decir, no presentada
por el mismo ofensor, sino por alguien en su representación.
Cristo, por medio de su Pasión y muerte ha dado satisfacción vicaria
a Dios por los pecados de los hombres.
Cristo asumió y pagó toda la deuda creada por nuestros pecados.
El asumió la responsabilidad de nuestras obligaciones (Haftung,
dicen los juristas en alemán) de nuestras deudas o pecados. Las
deudas (Schuld) no fueron en ninguna medida de Cristo, sino
nuestras. Por eso su sacrificio o satisfacción fue vicario,
en representación nuestra que éramos incapaces de pagar o satisfacer
nuestras deudas.
Cristo nos puso una obligación: perdonar a nuestros deudores sus
deudas para que Dios perdone las nuestras. Es una obligación
bastante considerable.
Es decir: Dios nos ha perdonados todas nuestras deudas. Pero quiere
que nosotros perdonemos, i.e., no hagamos efectivas, las deudas que
tengan con nosotros nuestros deudores.
Cristo nos pide que lo imitemos. Si a Él le costó la muerte
en la Cruz, nos costará también un sacrificio. Cristo nos lo pide.
46.
EL MINISTERIO
SACERDOTAL DE
CRISTO
La redención viene introducida por el ministerio doctrinal de
Cristo, por su ministerio real o pastoral y culminada por su
ministerio sacerdotal o sacrificio de Cristo.
Cristo se ofreció a sí mismo en la Cruz como hostia de
reconciliación (Hebr. 7, 2 7; 9, 28). Por el sacrificio de sí
mismo que ofreció una sola vez, ha borrado los pecados de los
hombres (id. 7, 27). La naturaleza de mediador, necesaria para este
ministerio, la posee Cristo en virtud de su unión hipostática
única, exclusiva y excluyente.
Por sacrificio se entiende la entrega de un bien por un fin bueno.
En un sentido amplio se entiende toda donación, oración, limosna,
mortificación.
Cristo se inmoló a sí mismo en la Cruz como verdadero y propio
sacrificio.
Este dogma es atacado por el racionalismo manifiesto u oculto.
Cristo se entregó por nosotros en oblación y sacrificio (Ef.
5, 2). Nadie pudo matar ni dar la muerte a Cristo. Él se entregó. Se
inmoló. Se sacrificó. El Hijo del hombre no ha venido a ser servido
sino a servir y entregar su vida como precio del rescate por muchos
(Mc. 10, 45). Su cuerpo será entregado y su sangre derramada para la
remisión de los pecados. Cristo ofrendó su vida voluntariamente,
permitiendo que le dieran muerte violenta, aunque tenía poder para
impedirla: Juan 10, 18.
Cristo nos rescató y reconcilió con Dios por medio del sacrificio de
su muerte en la Cruz.
De este modo nos hace, en cierto modo, corredentores con El.
Cristo nos llama a corredimir con Él para merecer nuestra propia
redención.
Bien es verdad que nuestra redención no es autosatisfactoria, sino
condigna y cumplida por Cristo. Pero Cristo nos pide una
satisfacción que podríamos llamar “congrua sine ad benignitatem
condonantes”. Cristo quiere que perdonemos a nuestros deudores y
nos hace pedir: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores”. Establece una proporción,
una cierta medida analógica imperfecta. Quiere que participemos de
su sacrificio. Nos pide participar en su Cruz. Esta es la luz que
debemos traer a nuestra vida cristiana sine qua non.
Será muy valiosa una enseñanza sobre la via crucis del perdón
de nuestros deudores.
La satisfacción vicaria de Cristo es adecuada y condigna y
sobreabundante, de valor superior al valor negativo del pecado. El
tesoro de esa superabundancia del sacrificio vicario de Cristo está
depositado en la Iglesia y le permite administrarlo según la
inspiración espiritual que perpetuamente la guía.
También pertenece al misterio de la salvación esta sobreabundancia
de justicia. En rigor, de misericordia, porque fue no ya un pago de
justicia, sino un pago de amor divino que no tiene comparación
posible para nosotros.
Cristo no murió tan solo por los predestinados, ni únicamente por
los fieles sino, por todos los hombres sin excepción.
La universalidad salvífica de Cristo tiene sólo fundamento en la
Sagrada Escritura y en la superabundancia de la satisfacción y en
que nada autoriza a pensar exclusión de índole alguna.
En cambio, la satisfacción de Cristo no se extiende a los ángeles
caídos. La sentencia opuesta de Orígenes se encuentra en
contradicción con la eternidad de las penas del Infierno (Mt 25, 46;
18, 8; 3, 12) y fue declarada herética (Denzinger, 211).
47.
EL MERITO DE
LA PASIÓN Y MUERTE
DE CRISTO Y SU
DESCENSO A LOS
INFIERNOS
Cristo mereció ante Dios recompensa por su Pasión y muerte.
“Vemos a Jesús coronado de gloria y de honra por el padecimiento de
su muerte” (Hebr. 2, 9).
Cristo mereció para los hombres caídos todas las gracias
sobrenaturales.
Después de su muerte, Cristo, con el alma separada del cuerpo, bajó
al limbo de los justos.
Cierta tradición distingue cuatro infiernos. El infierno de los
condenados, el purgatorio, el limbo de los niños y el limbo de los
justos también llamado el seno de Abraham. Cristo bajó al limbo de
los justos donde moraban las almas de los justos que morían antes de
haberse realizado la Redención (limbus Patrum).
El Hijo del hombre estará tres días en el corazón de la tierra (Mt.
12, 40). El corazón de la tierra significa el seol o lugar
donde moraban las almas de los difuntos. Cristo resucitó de entre
los muertos a todos aquellos profetas que habían sido discípulos en
el espíritu y que le habían esperado como maestro” (San Ignacio de
Antioquía, Magn. 9.2). A tales justos fue a liberar Cristo
aplicándoles los frutos de la redención, esto es, haciéndoles
partícipes de la visión beatífica de Dios.
48.
LA
RESURRECCIÓN DE CRISTO
Al tercer día después de su muerte, Cristo resucitó glorioso de
entre los muertos.
En razón de la unión hipostática Cristo resucitó por su propia
virtud. A esta virtud se unió la común participación del Padre y
del Espíritu Santo. La divinidad de Cristo fue causa de la
resurrección de su cuerpo y de su alma. Es cuestión de intrincada
hermenéutica establecer el alcance de las Escrituras que dice a
menudo que Cristo fue resucitado por Dios o por el Padre (Act. 2,
24, Gal. 1, I).
Los negadores de la resurrección de Cristo son negadores de la fe. Y
la resurrección es el centro de la predicación de los apóstoles.
El cuerpo de Cristo estaba glorificado como surge de sus apariciones
por no encontrar barreras en el tiempo ni en el espacio.
La resurrección no fue la causa meritoria de la redención como lo
fue la muerte en la Cruz. Empero integra la redención pues es la
victoria sobre la muerte (Rom. 4, 25, Pont. Univ. Gregoriana,
Christus victor mortis, Roma, 1958, (Greg. 39 [1958] 201-524.
C.M. Martini, Il problema storico della resurrezione negli studi
recenti, Roma 1959.
Leamos y meditemos el pregón pascual. Cristo resucitó. Si meditamos
las apariciones del Señor, encontramos una mezcla de aparecer y
desaparecer misteriosa. Se aparece pero también se oculta, parece
esconderse, no lo vemos del “todo”. No lo vemos como antes viviendo
“como nosotros”. Ahora, resucitado, no vive como nosotros. Parece
tener aspectos fantasmagóricos, para algunos incrédulos, legendario
(von Balthasar, Teologia dei tre giorni, cit. p. 224-227).
Pero hay un punto radical. Es este: El Hijo, según las claras
afirmaciones de las Escrituras, no “resucita dentro de la historia”
(Koch, seguido por Moltmann y citado por von Balthasar, 227). Se
despide escondiéndose en el Padre. El Resucitado no se ha
manifestado, como antes, “a todo el pueblo, sino sólo a testigos
preselectos por El” (At. 10,41).
¿Pero cómo aceptar que no resucita dentro de la historia? (Koch). Lo
que vemos es que resucita en parte también para la historia.
Confirma las escrituras. Da la misión en la historia. Envía a
sus discípulos con todo poder, con la palabra y los sacramentos.
Véase esta afirmación portentosa y escalofriante: “Como el Padre me
ha mandado a mí, así Yo os mando a vosotros” (Juan 20,21). Es verdad
que es una analogía. Pero ¡qué fuerte! Con el mismo mandato. ¡Ir a
la misma misión de Cristo!
Recién ahora podemos entender o barruntar, nuestra participación en
la Cruz de Cristo.
Diríamos que la Resurrección toca profundamente la historia humana,
pero la trasciende, porque tiene su sede en el Padre.
En el misterio de la Resurrección está el misterio de la Iglesia.
“El que creyere se salvará”. Sumergidos en la profundidad del
misterio de la Iglesia, sólo Dios sabe quien se salva.
49.
LA MADRE DEL
REDENTOR Y LA
CRUZ DE
CRISTO
Nadie tanto como María Santísima participó en la Cruz de su Hijo.
Podríamos decir concisamente que por ser su madre, la Cruz de su
Hijo fue su Cruz.
Cuando nos referimos a la Cruz de María Santísima deberíamos
distinguirla de los pesares, dolores, incomodidades, viajes y
peligros que sufrió. Su Cruz está en la material comunión con la
Cruz de su Hijo, por lo cual fue Santísima Corredentora, no igual a
su Hijo en la redención, sino la Madre que estuvo junto a su Hijo al
pie de la Cruz padeciendo indecible dolor asociada a nuestro
Redentor (“Alma Redemptoris nostri socia”) Sin embargo,
Cristo ofreció El sólo el sacrificio expiatorio de la Cruz.
María estaba al pie de la Cruz. “Mujer he ahí a tu hijo…He ahí a tu
Madre” (Juan 19, 26s.). La interpretación conforme a la voluntad de
Cristo en la Cruz, no literal, debe armonizarse con la muy antigua
tradición cristiana, independiente de la interpretación de Juan 19,
26, que, al menos desde Orígenes, ve en María la Madre del cristiano
perfecto (Com. in Ioan, I 4, 23).
Pienso que si la redención es universal, la corredención de María
también lo es. Como corredentora es Madre Nuestra, de todos los
redimidos, es decir, de todos los hombres.
50.
LA ASCENSIÓN
DE CRISTO A LOS
CIELOS
Cristo subió en cuerpo y alma a los Cielos y está sentado a la
derecha de Dios Padre.
Subió proprio vigore, tanto por su virtud divina cuanto por
su alma glorificada capaz de mover a su cuerpo glorificado.
La Resurrección y Ascensión gloriosas de Cristo son consecuencias de
su pasión y muerte en la Cruz.
51.
LA
JUSTIFICACIÓN O SANTIFICACIÓN
Cristo redimió al hombre. Podría parecer que entonces el hombre ya
no tiene nada que hacer. Pero no es así. Cristo abrió la posibilidad
de la salvación que estaba cerrada. Ahora el hombre puede apropiarse
o no de esa posibilidad que antes no se le presentaba. La redención
no se produce si el hombre la rechaza. El hombre tiene que
apropiarse de esa posibilidad. La aplicación de la redención de
Cristo a cada persona se llama justificación o santificación. Es una
obviedad decir que la santificación es para todos y también es obvia
la llamada universal a la santidad o santificación que es la misma
cosa.
La posibilidad o fruto de la redención de Cristo es la gracia, como
participación de la vida humana en la vida divina, esto es, en la
Santísima Trinidad como amor divino dado al hombre. Si se me perdona
la expresión poco teológica, la apropiación de la gracia es el más
pingüe negocio que el hombre puede hacer.
El hombre acepta, se apropia y se aplica la redención de Cristo
mediante su libre y racional cooperación entre la voluntad divina y
la libertad humana. Se dice que el Señor le contestó una vez a Santa
Teresa: “Teresa, yo quise. Pero los hombres no han querido”.
En estas palabras hallan extravío todas las herejías y
controversias.
La gracia es una benevolencia de Dios para con el hombre y es un don
gratuito procedente de la benevolencia. El hombre no tiene derecho o
título alguno para alcanzar la gracia que tiene carácter gratuito.
Es un don o regalo sobrenatural de Dios dado al hombre como creatura
racional para la vida eterna. Esos regalos son la gracia
santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, la
gracia actual, la visión beatífica de Dios, la curación milagrosa,
el don de lenguas, el don de profecía, la inmunidad de apetitos
desordenados, del dolor y de la muerte.
Sobre la gracia hay errores importantes que sólo enunciaré aquí para
que el interesado vaya a estudiar. El pelagianismo, el
semipelagianismo, las doctrinas de Lutero, Bayo, Jansenio, Quesuel y
el moderno racionalismo.
52.
FACIENTI QUOD EST IN SE, DEUS
NON DENEGAT GRATIAM
Este axioma recibió su exposición más esclarecida de Santo Tomás: A
aquel que, con la ayuda de la gracia, hace lo que está en sus
fuerzas, Dios no le rehúsa ulteriores ayudas de la gracia (S. Th.
I-II, 109, 6 ad 2; 113, 3 ad 1) (véase esp. H. Bouillard,
Conversion et grace chez Saint Tomas d’Aquin, Paris 1944).
53.
LA
PREDESTINACIÓN
Dios, por un designio eterno de su voluntad, ha predestinado a
determinados hombres a la eterna bienaventuranza.
Es incierta para los hombres, como la reprobación, si no media
revelación divina, v. gr., revelación de Cristo en la Cruz al buen
ladrón.
54.
GRACIA Y
LIBERTAD
La voluntad humana sigue siendo libre bajo el influjo de la gracia
eficaz. La gracia no es irresistible.
Se puede resistir a la gracia. Por eso no basta la redención
objetiva sin la libre apropiación de sus efectos. “Vosotros siempre
habéis resistido al Espíritu Santo” (Ac. 7, 51).
La relación entre libertad y gracia ha dado lugar a muy disputadas
cuestiones teológicas, que no guardan relación inmediata con nuestro
objeto.
La gracia santificante establece una participación de la divina
naturaleza. Participación no es identificación. Hay cierta
semejanza. La gracia es semilla de la gloria.
Como la gracia es el preludio de la gloria está vinculada a la
Pasión y muerte de Cristo en la Cruz.
El Sacramento es causa de la gracia. También los protestantes usan
la palabra sacramento, pero estos no tienen más que una
significación simbólica y psicológica (Calvino, Inst. IV, 14,
12).
La gracia santificante que producen los sacramentos nos unen a la
vida divina y por ende a la vida de Cristo en la Cruz. La Cruz está
en la vida de la Santísima Trinidad porque según lo que podemos ver
la entrega de Cristo por amor a los hombres fue también una entrega
de la Santísima Trinidad, como no podría ser de otra forma. Dios
Padre permitió que Cristo se hiciera “pecado” y padeciera el
“abandono” para poder derramar su amor por los pecadores. Un amor
tan fuerte que los salvara de la muerte del pecado. Diríamos que el
Padre y el Espíritu derramaron todo su amor para vencer a la muerte
y al pecado. La Cruz obrada por Cristo con el infinito amor del
Padre y del Espíritu Santo estableció una victoria final y
perdurable sobre el Maligno Enemigo que persigue la muerte del
hombre y que quiere a toda costa impedir su salvación. De esa
perdurable victoria sacamos nosotros abundancias de gracias para la
renovada lucha cotidiana sin las cuales pereceríamos en la nada. La
gracia santificante nos mantiene, conserva y preserva en el ser y en
el camino destinado a nuestra hora. Por eso la invocación a
nuestra Madre ahora, ahora en el tiempo de peregrinos, en este valle
de lágrimas en el que tantas privaciones y tentaciones nos hacen
dejarnos caer, y caemos. ¿Qué haríamos si no tuviéramos la fuente de
la gracia que nos devuelve al camino?
Dios sabe que el justo cae. Su hijo fiel cae. El “abandonó” a su
Hijo para no abandonarnos a nosotros. Y viene a buscarnos con su
gracia para levantarnos y volver a revestirnos de nuestra unión con
su vida divina. No nos deja. No nos deja en paz. Nos da el dolor que
nos devuelve a su vida divina para seguir. Y así cada uno sabe su
experiencia. Es una travesía de Cruz y de gracia. De libertad que
casi no tenemos y con la poca que podamos tener la Santa Trinidad
como tribunal permanente nos ve de rodillas y nos levanta. Con lo
que queda de nuestra libertad nos pone otra vez en el camino a la
gloria.
La vida crucificada del Señor está en todos los sacramentos que nos
dan esa misma vida en la Cruz. No hay otra vida. Porque la vida de
Cristo es una vida en la Cruz y tiene su pecho herido a la diestra
del Padre. La eucaristía es el sacrificio de Cristo. Su carne y su
sangre vuelven a sacrificarse, incruentamente, pero verdaderamente.
Todos los días podemos alimentarnos de la Cruz de Cristo. Sin El
nada podemos hacer. “Sin mí, nada”. Aquí estará nuestra fe como
victoria cuando se nos pregunte: “¿Vosotros también queréis iros”.
El juicio particular no es una definición dogmática de la Iglesia
aunque es una sentencia próxima a la fe.
San Juan XXII daba enseñanza privada según la cual las almas
completamente purificadas van al cielo inmediatamente después de la
muerte, pero antes de la resurrección no gozan de la visión
intuitiva de la esencia divina, sino sólo de la contemplación de la
humanidad glorificada de Cristo.
El Papa Benedicto XII definió en la Constitución Dogmática
Benedictus Deus (1336) que las almas de los justos totalmente
purificadas entran en el cielo inmediatamente después de la muerte,
o después de la purificación si lo requerían, antes de la
resurrección del cuerpo y del juicio universal, a fin de participara
de la visión inmediata de Dios, siendo bienaventuradas. Mientras que
las almas que han fallecido en pecado mortal van al infierno
inmediatamente después de la muerte para ser atormentadas. Esta
definición iba dirigida contra la enseñanza del papa Juan XXII
precitada.
Después de ciertas incertidumbres podemos reposar en el Catecismo
(Art. 12, Creo en la vida eterna).
Y
luego de repasar estos textos volvamos al libro de Rahner para hacer
nuestra oración personal sobre este asunto. Si en algún punto el
temor de Dios brilla como verdadera virtud, espero que la Santísima
Trinidad y María Santísima lo serenen porque el temblor es grande
con el sólo pensamiento de la muerte. No parece casual que desde los
primeros tiempos de la Iglesia haya habido tantas cavilaciones y
doctrinas como se ilustra en el citado libro de Fischer.
55.
TEOLOGÍA
MORAL COMO
ANTROPOLOGÍA
CRISTIANA
La Santísima Trinidad tiene su ápice en la Cruz de Cristo. El hombre
creado a imagen y semejanza de Dios, también la Cruz es el centro,
el cenit, la puerta angosta. No hay otra puerta. Es inexorable
destacar esta afirmación radical. La Cruz es la raíz del
Cristianismo.
Ahora bien, la moral es antropología cristiana, es el tratado del
hombre creatura de Dios. Esta es la verdad que sostenemos con toda
serenidad y fortaleza. De esta idea verdadera del hombre trata la
moral. Es necesario saber lo que el hombre es para saber lo que debe
hacer, así como, analógicamente, hay que saber qué máquina es para
saber su función. Ahora bien, saber qué es el hombre requiere saber
su puesto en la creación y aceptar la doctrina de la creación. El
hombre ha sido creado. ¿Qué puede hacer el hombre? ¿Qué es lo máximo
a lo que puede aspirar, ultima potentiae, esto es, la virtud,
la potencia o fuerza de hacer el bien.
56. ULTIMA POTENTIA
Aspirar y hacer lo máximo requiere gran esfuerzo, sacrificio,
disciplina. Caminar, decidir, ir haciendo la vida exige el ejercicio
de la fuerza máxima apropiada en la circunstancias y a la situación.
En la ultima potentia está el sacrificio que alcanza su
último sentido en la Cruz de Cristo ¿por qué hemos de esforzarnos al
máximo, con todas nuestras fuerzas? ¿Por qué nuestras virtudes deben
ser heroicas? Si pensamos en el extremo más característico del
martirio, en el que sacrificamos la vida por Dios, vemos
inmediatamente el sentido crucificado de la vida.
Ahora bien, el martirio no es algo de todos los días. Pero también
hay un “martirio” de todos los días. Nulla die sine crucem.
Para caminar hacia el bien, hacia lo mejor, todo el día tenemos que
tomar la cruz. Debemos tener un plan de vida. Cumplirlo cuesta. A
veces mucho. A estos pequeños o no tan pequeños sacrificios podemos
llamarlos de muchas maneras. Algunos los llaman mortificaciones.
Toda decisión es una mortificación, porque hace morir otras
posibilidades electivas que quedan excluidas, muertas, por la
decisión. En este sentido, como vivir es decidir, vivir es morir,
sacrificar, hacer morir algunas posibilidades para hacer vivir
otras. Cuesta. Y cuesta mucho ver qué hay cosas que podríamos hacer
pero es mejor no hacer. Así vivir es estar necesitado, urgido a
decidir y a sacrificar. Si asistiré a una clase de filosofía o a una
meditación espiritual mataré jugar al golf en ese tiempo. Se me
dispensan por entrar en un terreno cotidiano, pero es en lo de todos
los días donde tenernos que vivir ordenadamente. Vivir es morir y es
matar. Tenemos que decidir qué matar. Se dirá hay que matar lo malo.
Pero aquí están las dificultades Primero para definir lo malo y
después para matarlo. Ambas pueden ser ejercicios muy dolorosos en
los que nos parece que perdemos la vida. Por eso no es una bagatela
lo que los cristianos dicen: “el que pierda su vida la ganará”.
Tenemos que perder la vida. Y qué cosa más próxima a la cruz que ese
perder la vida, que ese morir.
Parecería suficiente lo expuesto para probar el nexo entre la Cruz
de Cristo y la teología moral. Pero debo advertir algo. Nunca nada
será suficiente. La vida es insuficiente, necesitada, menesterosa.
Por todos los amores que debemos matar es este un valle de lágrimas.
No hablo de los amores que se nos mueren por causas ajenas a nuestra
voluntad. Hablo de los que nosotros matamos porque debemos hacerlo,
estamos precisados, obligados, compelidos necesariamente a hacerlo.
Sé que duele y también supongo que duele mucho no poder matarlos.
Nada, ningún tratado, ni suma teológica alguna, mi consejo, puede
sustituir la decisión del hombre sobre su vida.
57.
ULTIMA
RATIO
La decisión del hombre y de la mujer, se entiende bien, sin las
tautologías del mal gusto en boga, es la ultima ratio de la
vida moral. La conciencia es inviolable. El hombre a veces toma una
decisión moral sacrificando un bien una felicidad que supone que
llegaría para él si siguiera otro camino. Este otro camino es
probable, nunca cierto. Hay una sola cosa cierta…El puede cerrarlo y
seguir otro por muchas razones que ha considerado. Ha decidido que
era un camino que podía tomar pero decidió que era mejor no tomar.
Eso mejor para ese hombre puede estar lleno de dolor, de
dificultades, de descrédito, de pérdidas económicas incluso pero
para él es lo mejor que puede y debe hacer. Su conciencia lo
apremia. Si la sigue él ve que se le abre una libertad que de otro
modo sería cerrojo. Vivir de mala manera.
Siempre pensando que no hizo lo mejor que podía hacer.
La conciencia es el punto de conexión entre los principios y normas
morales generales y la prudencia en el discernimiento de la realidad
de la situación en la cual se requiere adoptar una decisión.
Ejecutar la decisión es producir un efecto sobre la realidad que
suele ser de imposible o difícil revocación ulterior o reparación
ulterior. Por eso decimos que esa decisión constituye la ultima
ratio del obrar moral. Es la decisión definitiva de la razón
práctica. Es voluntaria y concluyente, pero también es racional.
Si bien la vida humana se hace con decisiones. No todas tienen la
misma trascendencia. Se ha elaborado la doctrina de la decisión u
opción fundamental. Aquí tan solo interesa advertir la obvia
cuestión de la diferencia entre las decisiones, sin atribuir a una
sola la índole de fundamental como si fuera la única decisión para
la vida moral.
Otra doctrina sostenía la existencia de un acto del alma separada
del cuerpo, pero perteneciente aun al estado de prueba, del que
hacía depender el destino eterno de la persona (Cayetano). Otra
doctrina más reciente dice que en el instante de la muerte, a todo
hombre se le dará la visión de Cristo Crucificado, como gracia
suprema en orden a una buena elección del fin (G. Demaert, Les
morts peu rassurants, motifs d’espérance et de prière,
Montilgeon, 1923). Otro autor presenta la situación del creyente
que, a la hora de la muerte, está en pecado mortal, pero conserva la
fe sobrenatural. Esta no desaparece a causa de aquel pecado. Dios,
al final de su vida, le exigirá optar por la fidelidad o la
apostasía. Habrá un último ofrecimiento de gracia. Si es aceptado,
habrá reconciliación con Dios. Si es rechazado se perderá la fe (J.
Valéty, Le dernier peché du croyant, Essai theologique sur
l’impenitence finale, Revue de Sciences Religieuses, 1928). Otro
autor importante, quizá el más distinguido en este punto, enseñó
sobre las gracias últimas desarrollando ideas de Santo Tomás. Según
P. Glorieux, el doctor universal pone en pie de igualdad la muerte
del hombre y la caída del ángel. Se da en ambos una inmovilidad en
la decisión que depende a la misma causa: intuición del fin y
adhesión irrevocable de la voluntad. Son identidcas, para Santo
Tomás, según Glorieux, las causas de eterna obstinación en ambos
casos (Endurcissement finale et grâces dernières, Nouvelle
Revue Theologique, Lovaina 59 (1932) 865-891. Ello debería ocurrir,
según Glorieux, cuando el alma está separada del cuerpo, pues en
unión con él siempre es posible la rectificación. La muerte hace que
el alma conozca mucho más perfectamente. Pero entonces se pregunta
nuestro autor ¿no se traslada el último momento de esta vida al
primer instante de la otra la decisión final, contra la doctrina de
la fe que contempla en la muerte el término del estado de prueba? La
muerte sorprendió a Tomás antes de que pudiese redactar la
escatología para la Summa. ¿Por qué Dios nos habrá privado de
esa luz? Según el mismo doctor universal en la mutación instantánea
“no se puede determinar un último instante en que el estado
precedente existiría y un primero en que comenzaría el nuevo estado;
simplemente, el primer instante del estado nuevo termina por lo
mismo el estado precedente que ahora cesa”.
La muerte no es tanto un “estar separado” como un “separarse”.
Separarse y estar separado suceden para Tomás en un mismo instante.
Así “la muerte será tan exactamente el primer instante en que el
alma se encuentra separada como el último en que está unida”. El
alma de decidirá entonces “a la manera angélica” (Glorieux, ibid,
884).
Se advierte que cuando la entera existencia se ha inclinado al mal,
el peso de esa inclinación es muy grande; no será fácil para el alma
remontar tal proclividad (Ibid 885 s).
“En toda producción instantánea el hacerse y el ser hecho
es una sola y misma cosa" (Santo Tomás) La muerte es un separarse
que equivale a una separación. La muerte no pertenece a esta
vida ni a la otra. Es el punto límite entre ambas. Se ha visto que
esta doctrina es pro salutis restándole verosimilitud.
Parecería decir: en el instante final, Dios te salva.
Esta doctrina evolucionó hacia la antropología (E. Mersch, La
Theologie du Corps Mystique, I. Brujas 4ª. ed. s/f.).
La antropología considera la muerte como acción en la existencia
humana. La muerte es considerada como acto consciente y libre. Si no
fuese acto, la muerte no sería un evento humano.
La muerte tiene que ser consciente y deliberada porque a ella apunta
toda la vida. Siendo la muerte la clausura de la vida humana libre
ella misma debe ser libre. Es el único acto libre "no porque sea la
negación de los demás sino porque es su recapitulación".
Los actos anteriores conservan su significación. En ellos está ya,
incoactivamente el último. Cuando este advenga, no será en relación
a aquellos “un comienzo absoluto; será su totalización. En cuanto
recapitulador de la serie, estará mucho más que cualquier otro
influido por la serie misma. De ese modo el hombre se auto-realiza
plenamente como ser que tiende a su fin. Ya sólo le queda permanecer
en ese fin. La decisión final es un acto del hombre completo, no del
alma sola. Pero un acto en el que la actividad del cuerpo cesa y en
el que la actividad del alma se desliga.
La opción final es la lógica conclusión de la filosofía de la
muerte. Es cuerpo es a la persona como un capullo a la mariposa, lo
que la flor al fruto.
El hombre que es verdaderamente hombre no vale más que para morir …
La muerte es el verdadero nacimiento del hombre.
Karl Rahner, en su Teología de la muerte (Zur Theologie
des Todes, Freiburg 1958) completa su antropología (J.L. Ruiz de
la Peña, La muerte en la antropología de Karl Rahner, Revista
Española de Teología 31 (1971) 189-212; 335-360).
El hombre es espíritu encarnado. No es cuerpo ni es alma o espíritu.
Es una unión que, por nuestra parte, sin que esto sea de Rahner, nos
aventuramos a expresar, con lejanísima analogía, pero con analogía al
fin, a la unión hipostática. El alma es lo divino del cuerpo. Por
supuesto que el alma es humana, pero es lo que más cerca está de
Dios. El alma humana deifica al cuerpo. No temo caer en la herejía
porque estoy dispuesto desde ya a retractarme. Pero algo hay.
Anima forma corporis. El cuerpo es la alteridad del alma. El
hombre puede decidir, pero sujetándose a su naturaleza. Yo no puedo
decidir ser alto, ni cambiar mi ADN. Pero con la materia prima que
tengo puedo decidir muchas cosas. "Aunque no logra nunca plenamente
que todo lo que él es sea lo que trata de ser " (I,
Escritos).
Rahner usa la palabra “situación” para aludir a los supuestos de la
libertad humana sobre los que el hombre no tiene ningún poder. Con
esa libertad finita el hombre se hace a sí mismo, se va haciendo.
Para Rahner hay una decisión divina de agraciar sobrenaturalmente a
la creatura. A lo que él llama “existencial sobrenatural” (“übernatürliches
Existenzial”). El hombre lleva en su existencia una
sobrenaturaleza divina, como inderogable orientación hacia la
visión beatífica.
¿Qué es nuestra vida? ¿Es un punto en el que lo aún inexistente
deviene lo que ya no es? Nuestra vida tiene cierta identidad
con el fluir de un instante. Tiene un tiempo como totalidad. Los
momentos dependen unos de otros. Lo pasado está presente como lo que
se ha vivido. No sólo somos por lo que somos hoy sino que lo que
somos hoy es también lo que hemos sido y lo que podemos llegar a
ser. Los otros también nos ven así y hacen predicciones basadas en
nuestras hojas de vida. No siempre se equivocan. Se habla del
“consuelo del tiempo” y también del desconsuelo. Es nuestra
historia. El hombre deviene en progresión ascendente lo que
siempre fue.
“El porvenir tiene que ser ahí (dasein) verdaderamente” (K. Rahner)
La muerte es ahí, está ahí. Es cierta, aunque no su hora. En ella se
termina nuestra peregrinación como status viae. Hay que
entenderla como “acción del hombre desde dentro”. Es
acción como terminación y es pasión como ruptura.
58.
EL FUTURO
ESTÁ EN EL PRESENTE,
ES EL PRESENTE
La muerte goza de “una presencia axiológica en la vida” (Rahner)
Y
le da al hombre la autenticidad de su ser como ser para la muerte.
La afirmación de la muerte, consiste en la acción de morir,
acción inseparable del destino, de la pasión mortal.
“Lo que solemos llamar muerte es el fin de ese morir continuo que
sucede en la vida”.
La acción de la muerte no tiene lugar en aquel instante del tiempo
físico medicinal sino “en toda acción libre en que el hombre
dispone de la totalidad de su persona” (Rahner).
No tiene por qué identificarse con el “último de los actos
singulares libres”. Hay una dimensión antropológica de la acción
libre como disposición sobre la propia persona y la especialmente
teológica que es una toma de posición ante Dios como acción de
salvación o perdición.
La doctrina de la opción final no sólo aparece en crisis por la
propia finalidad sino por su fundamento antropológico mismo. Se basa
en la separación del alma y es difícil argumentar sobre un alma
descanarada o un cuerpo desalamado. Según la opción final
la persona “nacería” en la muerte (Troisfontaines) y sólo en la
muerte se daría “el primer acto enteramente personal del hombre” (L
Boros, Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung,
Olten-Freiburg 1964: “En la muerte se da el primer acto enteramente
personal del hombre, de forma que ella es el lugar privilegiado de
la toma de conciencia, de la libertad, del encuentro con Dios y de
la decisión acerca del destino eterno”).
El hombre sería, en rigor, el espíritu, el alma separada. El
hombre para Rahner todavía se está haciendo a su muerte. Esta
cierra, termina el camino. El hombre muerto ya no puede merecer ni
caer. Dios se ha encarnado para salvar al hombre y el hombre, sólo
“descarnándose” encontraría la salvación. La densidad de estas
tinieblas hacen perder la visión general. Con más elegancia que
Sartre, nuestro Cadícamo, hablaba de una “herida absurda”. Desde el
punto de vista de la fe, si el Logos se encarnó en Jesucristo para
salvar al hombre del pecado que causa la muerte, no parece nada
plausible que la muerte haya sido abandonada al absurdo, es decir,
al poder del Mal. No tiene que verse como una trampa, sino como la
página que cierra el libro de la vida y lo hace definitivo y serio y
por ello inapelable. La vida, puesta ante la certeza de la muerte,
se va aferrando con todas sus fuerzas, cada día a la salvación que
le ha sido ganada y se aferra a ella con todo lo que tiene, aunque más no
sea una sonrisa, una señal, una mirada de amor que, moribunda, se
asoma a la beatitud, como aquel brazo extendido del sacerdote santo
que decía moribundo a su Señor: "Aquí estoy, ya llego." Y sí que
llegó.
Si el Verbo se encarnó para salvar al hombre de la muerte, muriendo
Cristo mismo en la Cruz, no le tenderá una trampa. Pero … el temor de
Dios nos hace ver que la hora se acerca.
59.
LA CASUÍSTICA
EN LA TEOLOGÍA
MORAL
La formulación y discusión de casos de conciencia es el método más
utilizado en los estudios de teología moral. Antonio Diana
(1585-1663) en sus Resolutiones morales, recopila hasta
30.000 casos. Sobre el método de casos morales ver H. Lio,
Casuística, en Dictionarum morale et canonicum, t I,
Roma, 1962, 573; R. Bouillard, Casuistique, en Catholicisme,
t II, Paris 1949, 630.
El método favoreció el realismo clásico que debe conservarse y
perfeccionarse. No debe apartarse de la teoría de la virtud en el
fin del hombre, como en Santo Tomás que se basaba en una
antropología cristiana. No olvidemos que Santo Tomás tenía como
orientación de toda la moral la doctrina de la cruz.
La reducción de la moral a normas y mandatos produjo una devaluación
antropológica y metafísica. Así trabajaron los moralistas del siglo
XVIII influidos por el voluntarismo de Ockham y el esencialismo de
Suarez (ver el importante estudio de S. Pinckaers, Las fuentes de
la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia,
Pamplona, 1988).
Surgieron las cuestiones sobre la obligación y la conciencia dudosa.
Al parecer Bartolomé de Medina juzgó: “considero que si una opinión
es probable, es lícito seguirla aunque la contraria sea
más probable” (Comentario a la Suma, I-II, q.19, a 6,
Venecia 1580, 178ss).
Fue abandonado el tuciorismo o rigorismo que imponía la conducta
segura. El tuciorismo fue abandonado por el probabilismo, el
equiprobabilismo (opinión tan favorable a la libertad como a la
obligación): la opinión más probable que la contraria o
probabiliorismo (de probabilor), esto es, lo más probable.
El extremo opuesto al rigorismo es el laxismo. Así, el cisterciense
José Caramel (1606-1682) calificado como el “principal de los
laxistas” por San Alfonso María de Ligorio. Entre los extremos ha
habido siempre un probabilismo moderado, un probabiliorismo, o un
tuciorismo mitigado. Debería tal vez recordarse el decreto del Santo
Oficio del 26.V.1680 que se dirigió al general de los jesuitas
afirmando la libertad para defender el probabilismo y el
probabiliorismo (Denzinguer, Schönmetzer (DS) 2175-2177) y el
decreto contra el rigorismo (DS 2301-2332).
Siempre habrá
que distinguir en la relación entre la conciencia y la ley, las
cuestiones de hecho de las cuestiones de principios o normas
aplicables. En materia de principios y normatividad, la
profundización teológica y antropológica pueden evitar el recurso a
los sistemas de conflicto antes expuestos. En las cuestiones de
hecho las ciencias pueden avanzar en su conocimiento. Pero no en las
cuestiones de apreciación de las pruebas sobre hechos
controvertidos.
60.
SAN ALFONSO
MARÍA DE LIGORIO Y
EL
REFINAMIENTO DE LA CONCIENCIA
Según cierta tradición, este santo abandonó su oficio de abogado
abatido por perder un pleito al incurrir en un error sobre el
derecho aplicable al caso que el supuso ser la lex fori
y resultó ser una ley foránea. Esta derrota a los 27 años
(1696-1787) lo impulsó a las más altas cimas de la teología moral.
Fué un maestro de almas. Entre 1753 y 1755 publicó la primera
edición de su Theologia moralis (ed. Critica de L. Gaudé, 4
vols. Roma 1905-1912) que tuvo ocho ediciones, la última de 1785.
Siempre buscó la opinión equilibrada huyendo de los extremos
rigorista y laxista. Cultivó la delicadeza de las conciencias. Su
método fue siempre equilibrar las opiniones. Y sólo entre ellas
podría buscarse la solución. De ahí su equiprobabilismo que
no fue un sistema sino un método cuidado y ponderado. Siempre basado
en las Sagradas Escrituras, la Cruz de Cristo no lo aferraba a las
soluciones más rigoristas sino a la libertad encaminada siempre al
fin evangélico.
61.
LA TEOLOGÍA
EN EL ATEÍSMO
MODERNO
Augusto Compte, sustituyó a Dios por humanidad (la “religión de la
humanidad”) La humanidad es el ser ( H. de Lubac, Le drame de
l’humanisme athée, 1944).
No es ajeno a este título la llamada teología dogmática de
inspiración hegeliana (Marheineke, System der christiche Dogmatik,
1847) Ningún discípulo de Hegel tenía autonomía intelectual pública,
sino tal vez hasta después de su muerte.
En la izquierda hegeliana estaba David Friedrich Strauss (1808-1874)
Vida de Cristo 1835. Jesús no es siquiera una persona. Es
expresión de la toma de conciencia de lo divino en lo humano. Dios
no existe tampoco en L. A. Feuerbach (1804-1872): es una proyección
de la humanidad alienada. Se podría hablar de un “ateísmo
teológico”. El sentido verdadero de la teología es la antropología,
La esencia del cristianismo, 1844.
Karl Marx sigue a Feuerbach (F. Ocariz, El marxismo; teoría y
práctica de una revolución, Madrid 1975, G. Cottier,
L’atheisme du jeune Marx, ses origines hegeliennes, Paris 1959.
El marxismo es un ateísmo militante porque necesita luchar contra la
religión que es su enemiga pues desvía al hombre de la revolución
marxista que persigue instalar al proletariado en el poder La
religión es enemiga porque constituye una fuerza ideológica
conservadora del orden social injusto existente que ha de ser
abolido. El ateísmo es en el marxismo parte del plan de lucha. Por
supuesto la Iglesia es la primera estructura que debe demolerse en
el orden revolucionario marxista. Es autocontradictorio un marxismo
cristiano, un engaño, una estrategia.
El marxismo es un ateísmo revolucionario y una revolución
necesariamente atea. Antes que nada tiene que extirpar a Dios y a la
religión porque adormecen la lucha de clases y están en
contradicción y conflicto con esa lucha que necesita ser urgente y
violenta. No hay derechos humanos ni derechos en el marxismo
revolucionario. Todo en él queda subordinado a su fin absoluto: hacer
justicia por mano del proletariado. La religión y los ricos son los
primeros que deben ser eliminados. No hay dificultad para el
marxismo en acudir al terrorismo, su método predilecto e
instantáneo.
El Pueblo de
Dios no debería engañarse con el marxismo. Ernst Bloch (1885-1977)
intenta una reinterpretación de Marx en su obra en tres tomos Al
principio esperanza (1954-59). Una respuesta a la obra de Bloch
está en el teólogo luterano Jürgen Moltmann (1926- ) en su
Teología de la esperanza (1964).
62.
“EL DIOS
CRUCIFICADO”
DE JÜRGEN
MOLTMANN
Der gekreuzigte Gott, publicado en 1972 ha sido traducido al
italiano, Il Dio crocifisso. La croce di Cristo fondamento e
critica della teología cristiana, 7ª edic. Brescia. Advirtamos
que este libro ha alcanzado la séptima edición.
En una línea de pensamiento que parte de la muerte de Cristo en la
teología reformada, Moltmann recapitula en la teología católica de
K. Rahner que ya desde 1960 consideró la muerte de Jesús como la
muerte de Dios, en el sentido de que mediante su muerte nuestra
muerte viene a ser la muerte de Dios inmortal según expresa Rahner
en sus Observaciones sobre el Tratado Dogmático “De Trinitate”
Escritos de Teologia, IV, 1964, y alcanza sentido en
el contexto trinitario. Rahner sugiere pensar en la muerte de Jesús
no sólo en su eficacia salvífica, sino en cuanto “toca” a Dios.
Nosotros, sin conocer todos estos antecedentes más relevantes sin
duda, habíamos contemplado en nuestra edición anterior como ha
operado no sólo la muerte sino también la Pasión de Cristo en el
Padre y en el Espíritu Santo.
Rahner dice
que no debe verse sólo el efecto de la redención en la muerte de
Cristo y “no para adecuarse a la moda de una superficial 'teología
de la muerte de Dios' sino por su temática. Es verdad que el 'Dios
inmutable' no tiene en si mismo destino ni menos la muerte. Pero la
muerte de Cristo, como la humanidad de Cristo, nos revela a Dios
como es y es eternamente válida, perteneciente a la ley de la
historia de la nueva y eterna alianza que estamos llamados a vivir.
Debemos compartir la suerte de Dios en el mundo: observando cómo
nuestro 'tener a Dios' sea constantemente contraseñado del abandono
de Dios (Mt. 27, 46; Mc. 15, 3) en la muerte, cuando sólo Dios se
nos opone en modo radical, y como tal contraseña deriva del hecho
que Dios se ha donado a sí mismo en el amor y como amor. La muerte
de Jesús es una de las autoafirmaciones de Dios”.
También H. U.
von Balthasar ha titulado el Misterio Pascual así: “La muerte de
Dios como lugar originario de la salvación, de la revelación y de la
teología” (Mysterium Salutis, III; I. Brescia 1971 pp.
171-412 p. 204).
¿Puede Dios
padecer?
Moltmann,
trae a capítulo la doctrina evangélica de A. Schlatter y P. Althaus,
K. Barth que incluye en el concepto mismo de Dios la cruda
contraseña de la cruz (p. 235).
Personalmente
no me considero capaz de internarme en las aguas que me parecen
profundas y quizás oscuras de esas doctrinas, pero me maravilla ver
que teólogos de gran calado como el católico H. U. von Balthasar,
cardenal de la Iglesia, haya podido examinar estas líneas
del pensamiento teológico contemporáneo (Moltmann, p 234).
La entrega,
la ocultación de la divinidad velada por la humanidad, esto es la
Kenosi, vista o entrevista o atisbada trinitariamente.
63.
TEOLOGÍA DE
LA CRUZ Y ATEÍSMO
“No es que yo no apruebe a Dios, Alioscia, pero con respeto le
restituyo el billete de entrada a este mundo. Acepto a Dios,
entiéndeme, pero el mundo creado por él, el mundo de Dios, no lo
reconozco, no me puedo decidir a aceptarlo (Ivan Karamasov). He aquí
el ateísmo de protesta. Cadícamo, en sus célebres letras de
tango gritaba ante la vida como “una herida absurda”.
Más que a cualquier otro tormento el ateo teme la “indiferencia de
Dios”. Este ateo es hermano del creyente.
Ese ateísmo se enfrenta a Dios que sufre la Pasión. Dios tiene su
ser en el sufrimiento y el sufrimiento está en el ser de Dios. Dios
mismo que ama y sufre en su amor la muerte de Cristo. Dios se revela
como Dios humano en el Hijo de Dios crucificado.
64. TEOLOGÍA
TRINITARIA DE LA CRUZ
Jesús fue entregado y Él se entregó y fue “abandonado” (Rom. I, 18 ss).
Fue entregado por todos nosotros (Rom 8, 31-32). “Dios lo ha hecho
pecado por nosotros” (2 Cor. 5, 21). Entregando y abandonando a su
Hijo, el Padre se abandona a sí mismo. El Padre sufre la muerte del
Hijo. El Padre entrega al Hijo y el Hijo también se entrega.
Aparentemente habría una ruptura entre el Padre que “entrega y
abandona al Hijo. Pero este también quiere y hace suya la “entrega y
abandono” en indisoluble unión con el amor del Espíritu Santo que
une al Padre y al Hijo en el mismo amor trinitario.
Por supuesto nuestra descripción es insuficiente ante el misterio de
la salvación. Pero permite quizá entender o barruntar que todo
sufrimiento humano está ahora religado a la muerte en la Cruz del
Hijo entregado en la entrega de amor del Padre y el Espíritu Santo
que el Hijo cumple. Todo el sufrimiento del mundo está vinculado a
la cruz. Ninguno escapa a su fuerza centrípeta divina. Y todo dolor
y sufrimiento de la historia humana, por su vinculación a la Cruz,
está indisolublemente religado a la historia de la Pasión. Solo así
lo “absurdo” del mundo tiene sentido. Solo así se redime y convierte
el asteísmo. Solo así todos los sufrimientos humanos resplandecen de
sentido. El sufrimiento y la muerte del hombre están
indisolublemente unidos a la Pasión. Dios le muestra sus llagas de
infinito amor para que meta su mano en las llagas y crea. Sólo así
el hombre que dice: “si no lo toco no creeré” puede también
entregarse en la entrega de su salvación.
En la agonía de nuestra incredulidad oímos como Tomás a Jesucristo
glorificado que nos dice “mete tu mano y toca”. Tomás metió su mano
y creyó: “Señor mío y Dios mío”. Tocamos a Jesús glorificado en la
eucaristía.
Sólo, tal vez, así, el amor crucificado puede ser el amor por el
enemigo. Porque el sufrimiento de la Cruz vence al odio. El hombre
aferrado al mal es creador del odio como el Maligno. Hay hombres que
a veces experimentan todo el odio que proviene de aquel. Sólo la
Cruz puede liberarnos del odio y de la muerte. Sin la Cruz, ¿cómo
sería posible amar al enemigo?
Ortega decía que la vida es la realidad radical, en su célebre, ¿Qué
es Filosofía? Ya hemos dicho que en nuestra vida, la cuestión
de Dios es más radical aún que la vida misma y la Cruz es la
realidad sin la cual la vida es un absurdo. Asombrosamente, la Cruz
es la única razón de la vida. Este radicalismo podría considerarse un
apriori antropológico. Nula vita sine crucem. No hay
vida sin Cruz. Y si no abusamos de la expresión lingüística esto es
así tanto para el hombre cuanto para su Creador. Tanto para Dios
como para el hombre la Cruz es la única luz que ilumina nuestra fe y
todas las demás virtudes y últimas potencias. Si hemos de aprender
una disciplina del vivir inexorablemente habremos de aprender
también la del morir. Ahora bien morir en la Cruz de Cristo es todo
para nosotros. Si quien esto escribe pudiese encaminarse por esa
vía, además de ser encaminado podría respirar cierto aire de
contento, aunque su respiración esté aún muy lejos de aquella certeza
de San Pablo sobre su camino, su lucha y su fe y su esperanza en la
corona de la gloria. Véase que no se trata sólo de creer, sino
también de un gran trabajo, un trabajo que ha de dominar todos
nuestros demás quehaceres, ilusiones, pesares y amor a la Cruz, es
decir nuestra santificación, nada menos que apropiarnos de los
frutos de la Pasión y Resurrección de Cristo, de aplicarnos a
nosotros mismos -bien vale esta repetición- la Redención de Cristo,
el Misterio de nuestra salvación. Cuando pienso en lo que estoy
escribiendo tiemblo…y no diré más por razones de cortesía con el
lector.
¿Por qué he dicho tanto para el hombre como para Dios? A riesgo de
incurrir en grave disparate el lector me tolerará que por lo antes
dicho sobre la teología trinitaria de la Cruz, diga ahora: La Cruz
es la razón de ser de Dios.
Veo que toda la creación se concentra en la Redención por el
Crucificado. Para mí, que veo poco, sin embargo cobro ánimo para
decir que todo el ser, el Amor y toda la divinidad encuentra su luz
más esplendorosa en la Cruz de Cristo. Ese lucero divino de la
mañana que no tiene ocaso. Esa luz que disipa las tinieblas del
pecado. Ese Consejero Maravilloso entregado en la Cruz.
MISERERE MEI DOMINE SECUNDUM
MAGNAM MISERICORDIAM TUAM (*)
(*) Inscripción del
altar del oratorio de la casa de retiro dirigida por la
Prelatura de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y el
Opus Dei, La Chacra, Buenos Aires, ante el cual tantos y
tantos hombres y mujeres han hecho oración durante tanto
tiempo.
65.
LA
MUERTE DE CRISTO
ESPERANZA NUESTRA
Cristo ha muerto. Pero su muerte no es igual a la
nuestra. Cristo se entregó a la muerte, se dio a Sí mismo a la
muerte. La muerte de Cristo produce nuestra salvación. La muerte de
Dios hace nuevos al hombre y al mundo. Su muerte ha recreado la
creación. La ha hecho de nuevo. El mundo es nuevo porque pertenece a
un hombre nuevo. Desde la muerte de Cristo, la historia del hombre
cambia radicalmente porque esa historia está inundada por la vida
divina, por la gracia divina. La historia del hombre ha participado
de la vida divina en la historia de la Iglesia. “La Iglesia es en
Cristo como un Sacramento o un signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG). La
Iglesia es Sacramento universal de salvación (LG, 48).
Pese a todos los males de la historia después de la
muerte de Cristo, el mismo mal ha sido vencido y nuestra vida en
Cristo es nuestra fe como victoria.
Si una gracia divina tiene un valor superior a toda la
historia humana, una gracia santificante recibida por el hombre
puede salvarlo. No debe tomarse como una cosa baladí que el
sacramento de la penitencia sea la gracia santificante del hombre in
extremis, como extremaunción. Si la gracia de Dios toca al hombre
nosotros ni podemos imaginar la recreación que puede producir en su
alma y en su cuerpo.
La gracia fluyente de la muerte de Cristo tiene un poder
salvífico que no nos es conocido sino por la revelación de Dios y
nada nos debe impedir el pensamiento de su eficacia santificante
incondicional aplicada a nuestras vidas de pecado.
Alguien dirá. Este hombre ha tenido una vida de pecado y
en un instante previo a su muerte recibe la gracia santificante ¿eso
sería suficiente para su salvación? La Iglesia nos enseña que si
hubo un arrepentimiento y el arrepentimiento se produce dentro del
sacramento, nada ni nadie puede obstar a la gracia santificante de
Dios. Si pudiéramos expresarnos así diríamos que una gota de la
gracia divina basta y sobra para convertir todo un mar de pecado. Si
un instante de la gracia toca el alma ésta puede salvarse en ese
instante. Todos recordamos el hecho del buen ladrón. El hecho de sus
palabras y la respuesta de Cristo.
La muerte del hombre justificado, en gracia, no tiene
más el carácter de una pena por el pecado, sino, como la
concupiscencia del hombre justificado, sólo el carácter de una pura
consecuencia del pecado (poenalitas no poena), la que para
purificación del justificado, no es suspendida por Dios. Todas estas
distinciones dan origen a muchas cavilaciones como las de Rahner
(edición italiana p. 63). Las diferencias entre la muerte del
pecador y del justo nos deja un tanto perplejos. ¿No es que somos
simultáneamente justos y pecadores? No olvidemos que el buen ladrón
también era un pecador. Confieso que no me simpatiza mucho el
concepto escolástico del justo.
Pero hay “un morir en el Señor” (Apoc. 14, 13;
1 Tes. 4,
16; 1 Cor. 15,18) un morir que no es un morir porque quien vive y
cree en mí, no morirá eternamente (Jn. 11, 26). Pero morirá. ¿O
significa que no morirá?
“Morir con Cristo” da la vida (2 Tim. 2, 11;
Rom. 6, 8).
El bautismo es ya un morir con Cristo.
Rahner habla de la muerte, como acto del hombre. Como el
acontecimiento que recoge en el único cumplimiento el entero acto de
la vida. No es fácil traducir este acto metafísicamente en un acto
existencial. ¿Cuál es el “acto de morir” del hombre moribundo?
Podemos suponer que en algunos casos, haya un acto bien determinado
y precedente al morir físico en el cual la agonía, el dolor, la
pérdida de la conciencia, la deshumanización, si podemos hablar así,
es tal que haga difícil buscar el “acto de morir”. En la muerte de
Cristo hubo un gran grito y una expiración que podemos ver como su
“acto final de entrega”. ¿Pero en nosotros? Nadie puede presumir que
expirará así. Pese a que imploremos ser liberados de la muerte
imprevista, no podemos contar con que podamos hacer un “acto de
morir” como acto de dolor ante la muerte que no es todavía ahora.
Para esa hora, para ese instante final, pedimos que María Santísima
ruegue por nosotros. “Lo que sucede “sacramentalmente” ocurre
“realmente” en la muerte personal: la participación en la muere del
Señor” (Rahner, p. 65). No dice que se refiera al último sacramento,
al viático, si fuera posible. Personalmente una vez lo recibí antes
de una cirugía grave. Pero quien sabe… Hay libros, llamaría, con
todo respeto, tautológicos, que dicen enseñar a morir y dicen que
morir bien es vivir bien. Por mejores intenciones que tengan esos
manuales son una perogrullada, una buena mueca.
66. LA MUERTE DEL HOMBRE
La muerte es una pena del pecado. Con la muerte se termina
la posibilidad de la conversión y del mérito.
Muchas doctrinas antiguas, defendidas por muchos padres
como Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano, entre otros, propugnaban
el milenarismo, el reinado de Cristo y los justos por mil años en la
tierra antes de la resurrección universal. También se ha sostenido
“el sueño anímico, la muerte anímica” y otras variantes de rara
elucubración. En la antigua Iglesia hay un estudio de J. Fischer,
Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche, 2 vols. Munich
1954-55 y un libro actual de Karl Rahner, Zur Theologie
des Todes, Freiburg in Br. 1958.
Hay una bibliografía muy abundante. Nosotros hemos visto el
libro de Rahner.
Según la doctrina católica, inmediatamente después de la
muerte tiene lugar el juicio particular en el cual el fallo divino
decide la suerte eterna de los que han fallecido.
La doctrina del juicio particular no ha sido definida, pero
el dogma es que las almas van inmediatamente al cielo, al infierno o
al purgatorio. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” dice Cristo en la
Cruz al buen ladrón. Se trata de una revelación particular. Quedan
en la penumbra algunas cosas. No sabemos si estará con su alma o
también con su cuerpo. Podríamos entender que con su alma. Pero nada
autoriza a pensar en estar restricción. Bien podría haber estado en
alma y cuerpo gloriosos en el Paraíso por obra o predestinación de
Cristo. Tal vez era un predestinado. Recuerdo que una vez oí decir:
Si quieres ser predestinado hazte predestinado. Me parece
presuntuoso, porque la predestinación depende de un decreto divino y
no de la voluntad del hombre. Téngase presente que ir al paraíso es
la bienaventuranza del cielo. Esto se aplica al buen ladrón.
67.
ARS MORIENDI
En la baja Edad Media aparecen tratados sobre el ars
moriendi, que quisieron introducir en el arte del buen morir.
Bacon, en su obra, De dignitate et argumentis scientiarum
(1605) distingue la euthanasia de la preparación interior del
hombre a su muerte.
El oficio del médico, dice Bacon, es mitigar el sufrimiento
y tormentos de la enfermedad… también cuando, perdida toda esperanza
de recuperar la salud, pueda lograrse una salida más suave y plácida
de esta vida (Op. cit, Paris 1624 lib. IV, p. 222).
Analgésicos y acompañamiento empático del moribundo. Hay
deber de informar al enfermo incurable. No es lícito acortar la
vida, aunque sea para acortar los tormentos. Tampoco la aplicación
de la medicina moderna que lleva al absurdo la prolongación de la
vida a cualquier precio.
Adolf Jost en su polémico libro Das Recht den eigenen
Tod (El derecho a la propia muerte) 1895, exigió la
despenalización de la muerte a petición. “El valor de la vida puede
ser cero o negativo y entonces hay que preferir el valor cero”.
Propone eliminar la vida “enferma” del cuerpo sano de la nación. El
valor de la vida se mide por la diferencia de alegría y dolor para
el hombre y para la sociedad. No sólo se propiciaba cese “remedio”
para enfermos de muerte, sino también para minusválidos físicos o
mentales.
No es lícito dar prioridad a intereses sociales o de Estado
(J. Harris, The value of life, Londres, 1985, pag. 17 y 80).
Nuestros deberes
morales frente al moribundo que respeta su necesidad de ayuda,
requiere permanecer a su lado hasta el final, no dejarlo solo,
perseverar junto a él hasta el fin y esperar con él la llegada de la
muerte. La indignidad del sufrimiento comienza cuando la comunidad
solidaria responde de forma insuficiente a esa exigencia, cuando
admite un sufrimiento evitable abandonando en soledad al que sufre
((K. Demnner, Handeln als Einüfung de Sterbens. Ein
Kapitel theologischer Antropologie, en A. Holderegger (ed) Das
medizinnuh assistierte Sterben, 175-191)
68.
MYSTERIUM INIQUITATIS
¿Cómo puede ocurrir que quiénes están tan cerca del Señor,
lo traicionen? Siempre me ha impresionado el comentario sobre Judas
en el libro El Señor de Romano Guardini, porque compara a
Judas con nosotros. ¿Qué mejor enseñanza sobre el temor de Dios?
El Papa Benedicto XVI, a quien quiero tanto, consideró en
un Via Crucis: “Con nuestra caída te arrastramos a tierra, y
Satanás se alegra, porque espera que nunca podamos levantarnos;
espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes
abatido para siempre”.
Luego dice el Papa… “Aquí aparece con claridad que Cristo
no sufrió en virtud de cualesquiera causas fortuitas, sino que
realmente recogió en sus manos la historia de los hombres…
(lo destacado es mío) (Cfr. Benedicto XVI- Conversación con Peter
Seewald Luz del Mundo, p. 49).
Benedicto XVI nos dice que hay figuras “enigmáticas” (p.
51). Por un lado luna vida que se encuentra fuera de la moralidad.
Por otra parte, con el dinamismo y la fuerza para construir una
comunidad de vida religiosa.
Veamos otro análisis penetrante de Benedicto XVI. “Cuando
un sacerdote cohabita con una mujer hay que verificar si existe una
verdadera voluntad matrimonial y si pueden formar un buen
matrimonio. Si así fuese tiene que seguir ese camino. Si se trata de
una falta de la voluntad moral pero no existe una real vinculación
interior hay que intentar encontrar caminos de sanación para él y
para ella. En todo caso hay que cuidar de que se haga justicia a los
niños…” (p.52).
“El problema fundamental es la honradez. El segundo
problema es el respeto por la verdad de esas dos personas y de los
niños a fin de encontrar la solución correcta. Y el tercero es:
¿Cómo podemos educar de nuevo a los jóvenes en el celibato?... (p.
53).
Hay figuras “enigmáticas” ¿Acaso no lo somos cada uno de
nosotros? No. Hay personas cristalinas. Pero otras con muchos
claroscuros. O al menos las luces y sombras están a la vista. Al
menos para Dios. Y El confesor es Dios. Por eso debe guardar bien el
sigilo sacramental. Dios nos puede pedir que abramos el corazón con
nuestros hermanos para que nos ayuden.
Pero me he quedado pensando en las personas “enigmáticas”
(Benedicto XVI). Reconozcamos que todos lo somos más o menos.
Vine a mí la imagen de “santos y pecadores” al mismo
tiempo”. Sólo Dios nos da el ánimo de la conversión y purificación
progresivas. El poder santificador de la gracia es infinitamente
mayor que la miseria del pecado.
Hay que estar atentos a la segunda justificación y a la
segunda y continua conversión. Si consideramos la naturaleza, el
mérito, la eficacia de la gracia santificante; el pecado no puede
distraer al pecador. Hemos de ir siempre a la gracia. Siempre.
Pidamos a nuestro Salvador esa tozudez, esa terquedad, esa
inconmovible dirección hacia la gracia. Hacia la santidad y hacia la
conversión continua.
Hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las
buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos (Ef.
2, 3-10).
¿Qué puede significar que estamos liberados del poder del
pecado? Quiere decir que podemos volver a la gracia. Por eso,
entiendo, “el pecado ya no tiene derecho alguno sobre nosotros” (Rom.
6, 22). Hemos de consolidar en nosotros la decisión fundamental
obrada por la gracia.
En ocasiones, no podemos distinguir, ni en nosotros ni en
los otros, lo que es debido a la voluntad culpable de los
condicionamientos insuperables por el momento. Si sostenemos la
tendencia hacia la santidad, aprenderemos a convivir con la cruz,
con el sublime goce de no gozar, con el amar sin ser amado. Si
sostenemos esa tendencia, esa lucha contra la mediocridad, esa unión
con la gracia, podremos discernir cada vez mejor el camino que nos
lleva a Él. A unirnos a su voluntad, aunque sea una cruz, un dolor
como el de una madre por su hijo, un dolor como tantos que no se
pueden contar.
Con la Cruz, tú nos has dado tu gracia sobreabundante, en
virtud de la cual nos has enriquecido en sabiduría e inteligencia.
Intercede tú mismo, Salvador nuestro, ante el Padre y el Espíritu
Santo para que toda nuestra vida proclame tu Gloria como adoración
aceptable. Haz que honremos tus bienes y dones y que demos
testimonio creíble de la vocación universal a la santidad. Haz que
hagamos morir a nuestro egoísmo y a nuestra soberbia. Haz que
vivamos en una conversión continua y podamos alcanzar la
perseverancia final. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores... ahora... y en la hora de nuestra muerte. Porque la hora
de nuestra muerte puede ser... “ahora”.
69.
EL
MARTIRIO COMO
EXALTACIÓN
DE LA CRUZ
Morir por la fe o la moral cristiana, es el martirio.
Sería bueno hacer de entrada una remisión a dos autores que quisiera
traer a capítulo. Pieper, sobre la fortaleza, en donde trata del
martirio. Y Rahner, una digresión sobre el martirio que puede leerse
al final de la traducción italiana de la Teología de la Muerte, p.
75 ss.
“Cuando dos personas se separan y se profesan por encima
de toda distancia un amor que debe sobrevivir a todo obstáculo,
ellas lo pueden sólo en Dios” (Adrienne von Speyr, Trinität und
Reich Gottes, p. 183, p. 183, Trinidad y Reino de Dios, citada por H.U. v. Balthasar,
Teodramática, vol. 5, trad. esp. ed. Encuentro,
1977 p. 170.
En la Cruz, el amor de Dios mismo es el que se ancla en
Sí mismo. Sacrificio, abandono y oscuridad no sólo son interpretados
y ansiados en la absolutez del amor de Dios, sino realidad
consumada; ellos están anclados en el ser entre Padre e Hijo mismo.
Hasta el punto de que la comunicación es casi secundaria porque se
vive todo primero en el ser: sencillamente es (Ibidem).
El hombre que experimenta el abandono de Dios sufrido
por Cristo, bien que ama lógica y lejanamente, experimenta el
martirio. Aunque éste constituye tradicionalmente la muerte física.
No deberían excluirse otros padecimientos por Dios, aunque no sean
la
muerte física, tal vez más rápida e incruenta, la muerte del “ser
uno mismo”, quizás más dolorosa que el martirio. Si tal muerte es
verdadera exaltación de la Cruz, no veo por qué no puede
considerarse martirio.
70. BAUTISMO, EUCARISTÍA Y
UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
El bautismo nos sumerge en la muerte de Cristo (Rom.
6, 3) es una participación con nuestra muerte en la muerte de Cristo
que se renueva durante la vida y llega a su cumplimiento en la
muerte real del cristiano (Rahner, 69). Esta comunión de muerte con
el Señor va siendo la muerte presente en toda la vida, nos viene
dada también una comunión de sufrimiento.
La Eucaristía es la renovada celebración de la muerte
del Señor. Es el acto que hace presente esta muerte de Cristo en el
lugar y en la hora de nuestra vida. Anunciamos su muerte, que es
nuestra muerte y nuestra vida. En la Eucaristía celebramos la
actualización sacramental de la muerte de Cristo y lo que recibimos
es la gracia que es su muerte y se hace nuestra muerte. El misterio
de la Cruz de este sacramento, se extiende a nuestra vida, nos
somete a sus leyes inescrutables y nos participa de su fuerza (Ibid.,
71).
Y así no puede no ocurrir que, quien participa en este
sacramento del culto y anuncia la muerte del Señor deba anunciar
esta muerte también en su vida. A través de este sacramento Cristo
toma la forma del Crucificado. Participando en sus padecimientos nos
conformamos a su muerte. Nosotros por Jesús estamos constantemente
expuestos a la potencia de la muerte (2 Cor. 4, 10 ss.). Es gracia
padecer con Cristo (Filip. 1, 29).
La enfermedad no es un fenómeno puramente biológico,
sino que, como calle a la muerte, como peligro de muerte, es la
manifestación de la potencia del pecado y del demonio y de la
debilidad del hombre que éticamente y físicamente es expresión del
pecado y del peligro del pecado.
La enfermedad es una situación de decisión entre la
salvación y la condenación. Es un momento en que el hombre, por esta
enfermedad está en peligro de no afrontar bien esta situación. Esta
situación de salvación y la gracia divina necesaria para afrontarla,
recibe una evidencia sacramental y como todo hombre debe morir,
también en esta enfermedad grave debe recibir este sacramento de la
situación de muerte (Ibid., 72). La unión de los enfermos es la
consagración del fin de nuestra vida a la muerte de Cristo.
En el mundo no hay acontecimiento más decisivo que la
muerte de Cristo.
Rahner, con magna misericordia, dice que las palabras de
Jesucristo al buen ladrón, nos las dice también a nosotros (Ibid.,
73). Y a fin de que esta noticia de la beatitud de nuestra muerte no
nos prive de aquel santo temor, en el cual precisamente debemos
realizar la beatitud de nuestra muerte, al otro ladrón no le dice
nada.
71. LA CRUZ RECHAZADA
¿Nondum considerasti quanti ponderis est peccatum?
(San Anselmo)
Ivan Karamazov devuelve su billete para entrar en el
cielo mientras que unos inocentes tengan que sufrir en el mundo.
Hace responsable a Dios por este escándalo terreno. ¿Cómo podrán los
miembros de la Iglesia juzgar de pecado si ellos hacen escándalos?
Ante las circunstancias del mundo actual, ¿no resulta
cada vez más difícil tomar una opción de vida a favor del bien o del
mal? se pregunta H.U. v. Balthasar, Teodramática, vol 5 p. 190.
Me pregunto: ¿les es dado a todos los hombres apropiarse
de la Redención de Cristo? La gracia es un tesoro “inagotable”
porque los “méritos de Cristo son infinitos” y cuanto más son
utilizados para el bien tanto más se multiplican (DS, 1027).
La Cruz de Cristo puede ser colocada en el extremo más
lejano del infierno, allí donde tenga lugar el abandono accesible
sólo al Hijo.
Aparentemente, Dios se ve obligado a condenar donde El
quería salvar. El tener que ser condenado el hombre que repudia el
amor de Dios aparece como una derrota de Dios que fracasa en su
propia obra de salvación. Von Balthasar dice que hay que sacar a la
luz este aspecto del juicio contenido en los escritos
neotestamentarios: no como punto final, pero sí como punto de
partida para una siguiente reflexión más profunda. De allí en
adelante trata esta cuestión. Yo desearía recomendar su lectura, aún
cuando parezca dificultosa. El lector deberá intentarlo, una y otra
vez sin desfallecer. Si lo hace estará más cerca de entender el
dolor de Dios por el hombre, el significado del rechazo de la Cruz,
el descenso del Hijo la cuestión de la redención universal el vacío
de Cristo, aproximaciones al infierno.
72. DIOS ABANDONA AL HIJO EN LA CRUZ,
DIOS ABANDONA AL CONDENADO
Ambas formas de atemporalidad –dice von Balthasar- se
relacionan. “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras
del diablo (1 Jn. 3, 8). Externamente, la orgullosa soledad del
diablo podría dejarse comparar con el abandono sufrido por el Hijo
en la Cruz, es casi como un equilibrio. Pero en modo alguno existe
aquí similitud. Porque el diablo se apodera del pecado por avidez de
placer, pero no quiere sus frutos. El Señor carga con el pecado y
también con sus frutos. El diablo traza un límite: toma el pecado,
pero rechaza sus consecuencia. El Señor no pone límites: lo toma
todo” (Adrienne von Speyr, Kath. Briefe, vol II, 108-109, citada por
von Balthasar op. cit. p. 306).
Por el diablo se puede poner aquí al condenado, que
tampoco quiere las consecuencias amargas del pecado. No quiere ir
todo el camino que aleja de Dios. El Hijo fue hasta el final del que
se aleja de Dios. Así, el pecador aunque no lo sepa ni lo quiera,
puede ir hacia Dios. El Hijo “ha utilizado su propiedad divina de la
omnipresencia en la encarnación para estar en todo lugar donde
discurre un camino humano… hasta el punto de que también los que no
quieren, también los que piensan haberse alejado de forma
incondicional y definitiva, lo encontrarán con seguridad en sus
caminos por que él ha elegido el lugar insospechado, negado,
repugnante, como su lugar de estancia” (v. Speyer, Philipper “Dienst
der Freude”, 131-132, cit. por v. Balthasar, op. cit. 307).
El hombre no puede abandonar a Dios como su propio Hijo
fue abandonado por Dios.
Dios es el arquetipo de la comunión de los santos, de la
contraposición del que se auto-delimita. “En ese espacio uno puede
errar y sacrificar en lugar del otro, uno puede ser “hecho en el
otro” (von Speyr, Der Mench vor Gott, cit. v. Balthasar, op. cit,
309).
El hombre ante el Hijo de Dios se ve menos condenado que
El, “menos pobre que El”, y es capaz de entrar en una oración, un
diálogo con El que lo pone en las puertas del purgatorio. ¡Tanto es
el poder de la Cruz de Cristo! Sigo aquí a von Balthasar en su
esfuerzo. No afirmo nada. No pretendo nada. Tan sólo copiar lo que
he leído, para que cada uno medite. No sé si el Magisterio de la
Iglesia puede intervenir en este punto… Pero queda claro que ni von
Balthasar ni yo, obviamente menos que él, nada quisiéramos
controvertir. Sino orar. Miserere Mei Domnine, secundum magnam
misericordiam tuam.
Sé que debo comenzar a estudiar todo nuevamente (1 Cor.
8, 2). Confieso que ni siquiera puedo terminar este esquema porque
la Cruz de Cristo debe irradiar luz hasta el final.
Debería tomar toda la literatura y estudiarla. Pero no puedo porque
una fuerte pena me oprime. Siento dolor en el cuerpo. Ojalá pudiera
decir con Georg Büchner: “a través del dolor vamos a Dios”
(Balthasar, 481). Pablo dice tener unas apreturas que le vienen “de
todos lados”. Pero él tenía la fuerza de esperar la gloria (Rom.
8,18) yo intelectualmente quizá, pero mi corazón está inundado de
hiel. ¿Por qué? No lo diré aquí. La Cruz no puede competir con la
gloria esperada, dice “El peso pesado de la gloria no se nos daría
sin lo poco y fugaz de la tribulación actual”, dice v. Balthasar (p.
482).
73. NUESTRA VIDA Y LA VIDA ETERNA
No comienza “después de la muerte”; es transversal a
ella, es la cara manifiesta de un todo, del que de momento es
accesible sólo lo velado. Un velado que a la vez, pasa esencialmente
y obra lo que se manifiesta luego. El texto de la Carta a los
Romanos ve el dolor de la caducidad que determina todo lo demás,
precisamente en su fatalidad, en el suspiro de la criatura, por lo
que de momento es inalcanzable. Un suspiro un tanto inconsciente
fuera del espacio de la revelación, que es más profundo y más
consciente en los cristianos que, en virtud de la esperanza, pero
de una esperanza que no ve, viven con la mirada puesta en la
redención de la forma más profunda quizás “en el suspirar sin
palabras del espíritu” en el fondo del corazón atormentado (Rom. 8,
19-26). Se ve aquí al sufrimiento no como un destino que encierra al
mundo terreno en sí mismo, lo priva de toda trascendencia más que
todo lo demás (“hacia el más allá se nos encasilla la perspectiva”)
y nos invita a esforzarnos sobre todo por la mejora de la
inaguantable situación del mundo, sino como un fenómeno que nos es
impuesto del “más allá” y que en todo su lenguaje nos habla del más
allá”.
“El para nosotros incomprensible sobrepeso de
padecimiento en el mundo, no debería estar al fin de cuentas, en su
totalidad, en esa trascendencia casi siempre inconsciente, no
debería ser una pre ejercitación para el gran acto de la
auto-entrega que cierra nuestra vida temporal, ejercitación también
allí donde el paciente, devastado interiormente contra su voluntad,
se resiste con todas sus fibras contra el evento que le parece vacío
de sentido y que tiene sobre él un domino soberano?
74. LA TEOLOGÍA MORAL DE LA CRUZ
Obviamente aquí no escribiremos un tratado de teología
moral, sino sólo acerca de la perspectiva de la Cruz en la Teología
moral.
Las virtudes teologales tienen por objeto a Dios y por
consiguiente al Dios Crucificado. La fe hace creer en este Dios. La
esperanza nos encamina a Dios y la caridad nos une a Él. Así la
caridad perfecciona a la fe y la esperanza porque nos une a la Cruz
de Cristo.
La caridad está siempre vinculada a las virtudes morales
para que el hombre se dirija a su fin que es Dios.
La esperanza tiene por objeto la felicidad eterna. Y
esta beatitud no la conocemos en su contenido, pero la perseguimos
como el bien perfecto y absoluto. La esperanza está en el camino de
lucha hacia Dios y en su ayuda para alcanzarlo. No es posible
esperar de los hombres más que ayudas secundarias. La esperanza teme
a Dios, no porque sea un mal, sino porque pueda infringirnos algún
castigo.
La desesperación es el pecado que nos hace creer que
Dios no quiera perdonar los pecados. Es un pecado fuente de muchos
otros. En definitiva es rechazar la virtud salvífica de la Cruz. Si
no hay aversión a Dios no hay pecado mortal. La desesperación es
pecado gravísimo, pues la infidelidad y el odio a Dios es el más
grave y peligroso. La desesperación afirma la ineficacia salvífica
de la Cruz de Cristo. De ahí la malicia de su elegancia patética. Su
pecado más terrible y específico es el suicidio. También todas las
formas de la eutanasia son pecados de desesperación que causan la
muerte.
La esperanza se encamina a un bien arduo, pero posible.
La arduidad de la esperanza está en la lucha del camino. Todas las
renuncias y mortificaciones reciben su luz de la Cruz de Cristo.
Todo el dolor y el sufrimiento.
También la conversión de la arduidad en imposibilidad es
pecado de desesperación. Recordamos: “Si es posible pase de mí este
cáliz, pero hágase tu voluntad”.
La
lujuria hace que el sacrificio de la Cruz se forme
una náusea origen también de la desesperación.
La contracara de la desesperación es la presunción que
cree que no tenemos que luchar que no hace falta la penitencia ni
los méritos, ni las buenas obras. Es el pecado, teórico al menos,
del cristianismo “sola fide”. Se jacta de la misericordia de
Dios. En realidad el presuntuoso se jacta de sí mismo. Y se cree
capaz de hacer lo que está más allá de sus fuerzas. El presuntuoso
da ya por hecha su salvación, cuando todavía tendría mucho que
trabajar. El presuntuoso dice: “Dios me salvará sin mi”. Prescinde
del amor a Dios y al prójimo no porque desespere de su salvación
sino porque la da por ganada aún cuando el presuntuoso no haya
ganado nada. El presuntuoso es también un infiel que al oír a Dios
que le dice: “Te lo tienes que ganar”, él le contesta, “no, ya me lo
ganaste Tu”. Se burla de la Cruz de Cristo. También peca contra el
Espíritu Santo. Es el guarango fanfarrón del escenario cristiano.
Con lenguaje más académico, la presunción nace de la
vanagloria.
La caridad entre Dios y el hombre es amor mutuo,
amistad. Mira a Dios como objeto de felicidad, de beatitud. Ahora
bien, la caridad es una virtud flotante. Crece intensivamente. Suele
distinguirse la caridad incipiente en quien se aleja del
pecado, proficiente en quien se ejercita en las virtudes y
perfecta en quien está todo unido a Dios.
La caridad puede disminuir. La distinción precedente es
inapropiada. No es posible trazar distinción entre el que lucha
contra el pecado y el que lucha por ser virtuoso. Ambas luchas van
unidas y no se puede trazar una línea para quien ya no lucha contra
el pecado. Es clara la intención apologética. Pero la distinción
cae. Así como también la tercera que se da sólo en la visión
beatifica. La caridad del hombre en camino es siempre esforzada como
todas las virtudes y toda su vida. Nada de perfecto ni minus quam
perfectos aquí. El hombre es simultáneamente justo y pecador. A este
también debemos amar con caridad, por ser capacidad de felicidad.
También es
imperativo meritorio amar a los enemigos. Ello implica
que para nosotros no ha de ser enemigo. Si nosotros somos enemigos
para él rige el principio clásico según el cual el amor es causa de
amor. El amor al enemigo es arduo y participación cierta en la Cruz
de Cristo. Efecto de ese amor puede ser la desaparición del carácter
de enemigo que nuestro prójimo podría tener hacia nosotros. Amar a
Dios sin amar al prójimo es como un círculo cuadrado, desde que Dios
mismo nos pide amar al prójimo. Amaremos a Dios más que a nosotros y
al prójimo. Pero al prójimo como a nosotros Esto es más meritorio
que amarnos más que al prójimo.
La caridad y el amor no es siempre un placer ni cosa
menuda. A veces amar es una participación dolorosa en la Santa Cruz.
No es una novedad que el amor puede y generalmente requiere más o
menos sacrificio. Según el dicho popular ponte a amar y empezarás a
sufrir. Si ello es verdad, como la práctica y la teoría lo
confirman, es claro que nuestras vidas, en cuanto no puedan dejar de
amar y así nos lo manda Dios, vivir es constante participación en la
Cruz de Cristo. Nadie está libre del sufrimiento, de nosotros
depende ponerlo a participar en la Cruz.
No debe olvidarse que la alegría es efecto de la
caridad, que nos da la presencia del bien amado.
Pero aún la alegría espiritual puede verse
accidentalmente unida a la tristeza de ver que Dios no es
participado por todos. Esta tristeza es distinta de la que causa el
amor humano no correspondido o cualquier forma de muerte del amor.
Ante la muerte de la esposa o de un hijo los demás hijos pueden
reprocharle al padre comenzar un nuevo amor que sería para los hijos
una perpetua e imposible sustitución o comparación con la madre
muerta. Si pudiéramos abundaríamos extensamente en casos de la vida
en los cuales muy probablemente un amor debe ser sacrificado, si
buenamente en la Cruz de Nuestro Salvador. La literatura y la vida
misma nos ilustran permanentemente sobre esta posibilidad de
curación sacrificial.
Nuestra alegría, aún la más encendida por el amor, es
siempre poca y frágil en esta vida. Y esa insatisfacción es nuestra
necesaria crucifixión, si lo intentamos. Podemos ser crucificados
antes de la muerte y, en rigor, nadie está exento de ese padecer.
Somos un artefacto pasional porque Dios nos ha creado para hacernos
partícipes de su Cruz y… lo siguiente. Ya los antiguos decían:
Nulla die sine crucem. Y los Santos de hoy nos lo recuerdan (San
Josemaría Escrivá de Balaguer).
Como la alegría es un efecto de la caridad, es posible
la alegría en la amorosa participación en la Cruz.
La paz también es un efecto de la caridad.
La razón de la misericordia es el mal, particularmente
el padecido inmerecidamente. La misericordia es compasión por la
miseria de otro. Misericordia fue lo que la gente experimentó por el
deudor del mercader de Venecia, quien no fue capaz de misericordia.
Y parece no haber miseria mayor que recibir el mal haciendo el bien.
Es obvia aquí nuestra referencia a la Cruz de Nuestro Salvador. El
que nos salvó fue crucificado.
Y como el mal es siempre cierta privación, la razón de
la misericordia es siempre la privación de alguna cosa en el prójimo
que suscita el temor de padecer lo mismo.
Parecería que, con relación al prójimo, la misericordia
es superior a la caridad. Pero en realidad la misericordia es la
caridad por razón de un mal del prójimo y ante el mal es más fácil
la caridad o mejor dicho, más apremiante. El amor al prójimo atacado
por los ladrones es más natural que el que debemos a quien no está
ante un mal. La misericordia es padecer vicariamente con el que
padece en realidad, y en este sentido es participación en el
sufrimiento del mal que padece y de ese modo está cerca de
participar en la Cruz de Aquel que padeció el mal por todos nosotros
y sin culpa suya.
La beneficencia, la limosna y la corrección fraterna son
actos de caridad. Para los superiores es un acto de justicia. La
corrección no debe ser burlesca, escandalosa o un capricho de la
voluntad. Si la corrección fuese peor para el hermano debe omitirse,
salvo que sea corrección de justicia porque entonces resultaría
exigencia del bien común amenazado por el corregido.
La corrección debe hacerse antes que la denuncia, para
impedir que empeore tratándose de pecados ocultos, de lo contrario
no es necesaria. Tratándose de delitos de acción pública, aunque
sean ocultos, es obligatoria la denuncia.
El odio a Dios es el pecado más grave. Todos fugan de la
tristeza y buscan la satisfacción: de ésta deriva el amor, de la
tristeza el odio y la envidia, que es precisamente la tristeza por
el bien de otro, genera el odio.
Como se advierte hay en esta trilogía de
tristeza-envidia-odio, un escuadrón contra el amor. El odio, no
quien lo tiene, es el más grave pecado. Pero hay muchos daños
externos que provienen del odio del que obra contra el odiado a
quien se quisiera hacer desaparecer.
La tristeza por un bien divino, como la exposición
pública y en lugares públicos del crucifijo, conduce al odio. El
odio al crucifijo puede ser odio a Dios.
La envidia del bien ajeno es un daño a la propia gloria
o excelencia. La envidia no produce, por sí misma, daño al envidiado
sino al envidioso, salvo que éste le produzca un daño para destruir
o disminuir su estima. Así el envidioso generalmente pasa a la
acción por daños al honor, y en general, a todo lo que constituye la
excelencia del envidiado que el ofensor quiere rebajar. No es que el
envidioso quiere ser el mismo algo más, quiere que el envidiado sea
lo menos posible. La envidia conduce a todas las injusticias para
despeñar al otro.
75. SAPIENZA CRUCIS
La sabiduría conoce la causa suprema universal que es
Dios y juzga según la verdad divina, sólo puede ser un don del
Espíritu Santo.
Dentro de esta sabiduría está la prudencia de la Cruz
que consiste en saber valorar todos los males del mundo como ocasiones
para amar la Cruz de Cristo. Es una ciencia especial que reconoce
todo mal, incluso el pecado mortal, como ocasión para buscar
inmediatamente la unión con Dios, la conversión a Dios. Aceptar
todas las cosas que son o nos parecen malas como una oportunidad,
una audiencia especial que Dios nos da para hablarnos. Especial
atención debemos poner en estas audiencias porque el Señor tal vez
quiera hacernos ver algo que pasa inadvertido.
Audiencias de esta índole no son tan pocas ni duran poco
tiempo. A veces duran buena parte de la vida. Y en esas largas
audiencias a veces no vemos que es Dios quien preside y nos quiere
enseñar algo. Debemos estar atentos a la experiencia por la cual se
acierta en la mayor parte de los casos. Pero los casos particulares
con los que vivimos requieren una prudencia cuidadosa.
Tenemos que adquirir un dominio intelectual de los
principios.
Cierta capacidad para aprender las enseñanzas de los
sabios. Inductiva para ver bien lo que hay que hacer con urgencia.
Consejo. Previsión. Circunspección para coordinar los medios al fin.
La cautela que es una previsión especial de los impedimentos.
También el discernimiento de los casos especiales.
76.
LA
JUSTICIA
La justicia, entendida como virtud, perfecciona al que
obra la justicia respecto de otras personas. Se dice ajustar
para mostrar una adecuación precisa. La cosa justa. Una cosa
puede ser adecuada, medida, sea por la naturaleza de la cosa
o por un pacto puesto o positivo, una convención privada o
pública. Así se distingue el derecho natural del positivo.
La justicia, como virtud moral, es la voluntad de dar a
cada uno lo suyo. Así la justicia es la voluntad virtuosa de
realizar y cumplir lo que el derecho ordena. La justicia como
virtud, pues, supone el derecho. A su vez, el derecho, también debe ser
justo. Pero esta es otra cuestión.
La virtud de la justicia se requiere del gobernante que
debe tener disposición a pagar con presteza lo que el gobierno debe.
El que hace justicia final es el juez. Su ministerio no
está muy lejos de permanentes sacrificios. Un ex juez de la Corte me
dijo cuando juré en el mismo tribunal: “No sabe el via crucis
que le espera”.
Desde el punto de vista moral interesa la virtud de la
justicia, pero no es propio de tal virtud considerar las partes de
la justicia así llamadas, porque estos aspectos corresponden a la
cosa justa a lo que es justo y pertenece este asunto al derecho.
Justicia es la virtud de realizar el derecho y el estudio del
derecho ya no es objeto de la virtud de la justicia que consiste en
la voluntad de cumplir con lo ordenado por el derecho. Las justicia
como virtud no tiene por fin estudiar si es o no justa una solución
del derecho. Aquí se debe hablar de la justicia como una cualidad de
la norma jurídica general o individual.
Otra cuestión es la de determinar si la virtud de la
justicia debe cumplir también una ley o una sentencia o decisión
injusta.
Según Santo Tomás todos los preceptos del Decálogo
pertenecen a la justicia. Aquí se advierte nuevamente la ambigüedad.
Los preceptos del Decálogo son el derecho que se deben cumplir en
virtud de la justicia. Pero otra cosa es la justicia de los
preceptos que no son materia de tratamiento en Santo Tomás.
Naturalmente si el Decálogo es derecho divino es justo por su autor
pero también por su contenido.
Los últimos siete preceptos del Decálogo determinan las
obligaciones con el prójimo. Una cosa es la justicia en cumplir con
los preceptos y otra la justicia de los preceptos. Tratándose de
derecho humano, sea eclesiástico, sea civil, las normas o preceptos
pueden ser injustos.
La rectificación de la razón es virtud intelectual. La
razón rectificada se aplica a las cosas humanas y esta es tarea de
la justicia. Deben removerse los impedimentos de la recta aplicación
de tal razón ante los atractivos y esta es tarea de la templanza, o
de las dificultades y esta es tarea de la fortaleza. Podría
decirse que los atractivos también son dificultades.
77.
LA
PERFECCIÓN DE LAS POTENCIAS
La virtud hace perfecta una potencia, sea intelectual,
concupiscible o irascible, en cuanto obedecen a la razón.
Ahora bien este hacer perfecto, este perfeccionar es un
sacrificio, un esfuerzo, una lucha contra las adversidades de la
perfección. En la virtud está siempre la cruz. Ahora bien, cuando la
virtud es dirige a la justificación o santificación que consiste en
la apropiación y aplicación a nosotros de la redención operada por
Cristo, tal virtud sigue la cruz de Cristo, pues por ella se alcanza
la santificación.
Las virtudes son heroicas cuando están penitencialmente
encaminadas a la santificación.
Por eso toda la moral cristiana, esto es, la moral que
persigue la imitación de Cristo es una moral de lucha ascética
dirigida a perfeccionar las potencias mediante el sacrificio de la
Cruz. La vida de virtud, pues, como vida de perfección de las
potencias; es un camino de cruz, un via crucis. El via
crucis es la moral. Y la teología moral, su estudio que debe
iluminar toda virtud desde ese movimiento misterioso llamado
perfección de las potencias. En toda perfección, pues, hay
sacrificio, renuncia, cruz. Con esta mirada deben estudiarse todas
las virtudes y es lo que específicamente queremos destacar aquí como
parte de la teología de la cruz.
78.
LA
MILICIA O VIDA MILITANTE
Hoy parece haberse borrado casi totalmente el
significado de la vida militar.
Comencemos por señalar que el intelecto es intuición de
los primeros principios evidentes. Hay que hacer el bien y no hacer
el mal, y así de seguido. La ciencia es un conocimiento razonado y
perfecto de todas las cosas. La sabiduría es conocimiento de las
ultimidades de todas las cosas.
Vivir bien quiere decir obrar bien, para obrar bien se
debe elegir bien. La prudencia hace este trabajo de ponderación,
perspicacia y decisión.
La virtud moral no es incompatible con la tristeza,
porque el virtuoso se entristece por lo contrario a la virtud.
Para que la virtud pueda superar la tristeza y el temor
se requiere fortaleza que, como virtud militar, reprime el temor y
modera la audacia temeraria. Hay acciones militares cuya temeridad
las hace destinadas al fracaso. La fortaleza modera la audacia.
La fortaleza se dirige contra el temor de los peligros
mortales y se muestra en la batallas porque entonces, frente a la
muerte inminente, la fortaleza sostiene la voluntad del bien común
que en guerra defiende. El acto más específico de la fortaleza es
mantenerse ante el peligro. El fin último de la fortaleza es la
beatitud, es decir, Dios.
El fuerte usa de la ira moderadamente. La fortaleza debe
ubicarse en el cuadro estratégico de la lucha. La prudencia es
constitutiva del bien racional. La lucha debe ser prudente. La
justicia es productora del bien. La lucha debe ser justa. Después
viene la fortaleza porque nada aleja más del bien que el peligro de
la muerte, ante la cual se enfrenta la fortaleza. La justicia y la
prudencia son condiciones necesarias de la fortaleza. Recordamos el
martirio prudente de santo Tomás Moro.
No es una bagatela pues lo que los cristianos afirman al
decir que la vida es milicia sobre la tierra.
La fortaleza tiene su punto más alto como virtud
cristiana en el martirio.
79. EL MARTIRIO
Es la firmeza
en la verdad y en la justicia ante el
peligro de la muerte que puede venirnos por causa de la fe. Empero,
el mártir muere por amor, no por fortaleza. El martirio es el acto
de entrega de la vida por Cristo. El mártir muere por Cristo. No hay
más grande secuela de la Cruz que el martirio, pues testimonia la
verdad de Cristo. Ahora bien, ha de tenerse presente que todas las
virtudes, por estar referidas a Dios son implícitas profesiones de
fe, por lo cual no solo la fe SINO TODAS LAS VIRTUDES PUEDEN SER
CAUSA DE MARTIRIO.
80. EL TEMOR Y LA VIRTUD
El temor malo es el que se debe soportar para alcanzar
un bien. En el avaro está el temor de perder el dinero. El temor
principal es el que se tiene en peligro de muerte, es contrario a la
fortaleza y es un vicio que se llama pereza o tristeza.
81. LA MAGNANIMIDAD
Se refiere sobre todo a los grandes honores Estos son
pocos, como las cosas grandes y requieren gran atención. Así como la
fortaleza se hace firme ante el peligro de la vida, la magnanimidad
se hace firme ante los máximos bienes que se espera obtener. Y a los
grandes honores no se puede llegar sino obrando alguna cosa grande,
y para hacerlo también dan posibilidad los bienes de fortuna.
El magnánimo se distingue del ambicioso que quiere el
honor sin mérito y sin referencia a Dios o restringiéndolo a su
propia ventaja.
Como la gloria es el efecto del honor y este es el
objeto de la magnanimidad, ésta también tiene aquel efecto. Si no
hay mérito hay vanagloria.
La tristeza es impedimento del bien, que es removida por
la paciencia, que según Santo Tomás no se puede alcanzar sin la
ayuda de la gracia, porque estar dispuesto a todos los dolores por
no perder el bien de la gracia sólo puede ser efecto de la caridad.
La perseverancia sostiene la fuerza ante las
dificultades y la mayor es la muerte. La perseverancia tiene
constancia antes las dificultades de sostener la lucha por mucho
tiempo y requiere la gracia santificante. La perseverancia final
hasta la muerte requiere una gracia especial porque sólo ésta es
capaz de hacernos inamovibles en el bien al libre arbitrio que es
voluble.
De modo que siempre hemos de rogar por la gracia de la perseverancia
final.
82.
EL
PRECEPTO Y LA VIRTUD
La Sagrada Escritura da preceptos relativos a las
virtudes. Los preceptos tienen como fin la unión con Dios. Ahora
bien, las virtudes son potencias perfeccionadas, últimas potencias
para cumplir los preceptos. Las virtudes son las vías de unión con
Dios. De modo que toda la moral cristiana es camino conducente a la
unión con Dios. Esta unión se perfecciona con la participación en la
Redención, es decir, en la muerte de Cristo en la Cruz y en la
Resurrección de Cristo. La moral cristiana entonces es vía de
justificación y santificación al auto-aplicarse al hombre los frutos
de la Redención por su amor a Dios y al prójimo. La Cruz está en el
comienzo y en todo el camino del hombre hasta su muerte. Esta muerte
requiere de magna fortaleza y del auxilio de la gracia especial de
la perseverancia final.
El hombre se identifica con la Cruz de Cristo desde su
nacimiento hasta su muerte. Y Dios, en su Santísima Trinidad, tiene
en la Cruz de Cristo la unión de Dios con el hombre, el gran
Misterio de la salvación.
A cada paso de la consideración de la moral como
precepto normativo o principio general y la aplicación a las
situaciones a los casos se advierte la Cruz de Cristo.
Como las virtudes son perfeccionamiento de las
potencias, este perfeccionamiento implica siempre cambio,
transformación, progreso, abandono, renuncia, sacrificio pues todo
perfeccionamiento es una especie de crucifixión, de negar todo
aquello que nos separe del camino de unión con Dios. Diríamos esto.
No hay unión con Dios sin crucifixión. Significa que habrá que
cortar, apartar todo aquello que nos aparte de Dios. Por eso el
camino se hace dificultoso porque hay que podar y cortar mucho. En
ocasiones, hay que cortar casi todo. A veces todo. Para poder
unirnos sólo a Dios. No quiero distinguir mística, ascética a
teología. Basta ver claro que para ir a Dios hay que ir a Cristo y
para ir a Cristo necesariamente hay que ir a Cristo Crucificado. No
hay virtud sin Cruz.
83. LA
ESCATOLOGÍA
La Muerte de Cristo en la Cruz es parte de la realidad
futura. Cristo dispone sobre la entrada en el Paraíso del buen
ladrón. Cristo en la Cruz, antes de su muerte, dispone ese ingreso
en el Paraíso. Dispone también sobre su Madre que confía a su
discípulo amado y a éste le da como Madre a su Madre. Es
evidentísimo y palmario que Juan recibe a María como su Madre al pie
de la Cruz y también aquí le da a su Madre como hijo a Juan. Esta
maternidad nace de la Cruz de Cristo.
84.
LA
LEY Y EL CASO
El gobierno del mundo por Dios está regulado por la
ley eterna, que contiene la razón de Dios. Esta razón de
Dios está incorporada en sus creaturas según sus naturalezas y al
hombre le es participada según su naturaleza racional y es conocida
según la luz natural de la razón. Así la ley eterna se hace
natural.
La ley natural de los principios comunes, aplicados por
disposiciones particulares de la razón humana. Así la ley natural
se hace humana.
La ley eterna es la razón de la divina sabiduría
directiva de los actos, conocida tan sólo por Dios y los beatos.
Pero la ley eterna se conoce por todos por cierta irradiación en
todo conocimiento. Pero este conocimiento no es pleno sino por
cierta irradiación en el conocimiento de las cosas creadas.
Los principios generales de la ley natural son para
todos, varían las más o menos próximas deducciones en los
individuos. La ley natural se puede aumentar, agregar como
aplicación o sustraer tal aplicación. Es este sentido es mudable.
De la ley natural debe derivar la ley humana. La ley
humana positiva es recta y medida por la ley superior. Las leyes
que derivan de la ley natural como conclusiones de los principios
constituyen el derecho de gentes, las que derivan por
determinaciones particulares forman el derecho civil. Hay también
leyes de los oficios particulares, de los estados en particular y de
los títulos especiales. Santo Tomás sigue a San Isidoro.
Nosotros presentamos esta base. Ahora bien, no es
nuestro propósito aquí entrar en todo el debate doctrinario que se
ha desarrollado desde la doctrina del Doctor Universal de la
cristiandad hasta nuestros días. Ni siquiera sería prudente
presentar una síntesis bibliográfica.
Tomo de aquella doctrina lo que me parece apropiado.
Así, por ejemplo, la expresión de la ley debe interpretarse según la
causa que movió al legislador y esto significa hacer epicheia,
lo que por si es de competencia del superior, a menos que sea
imposible ese recurso! La epicheia es la aequitas, la
equidad. La aplicación de la ley se puede dispensar, lo cual es
conmensuración al individuo de la ley común.
El Doctor Común al tratar del Decálogo dice que los diez
mandamientos son indispensables. Sólo se puede dispensar acerca de
la práctica determinación de los mismos.
Luego de tratar la ley mosaica el Teólogo trata de la
ley evangélica (q. 106-108)
La ley nueva es principalmente la misma gracia del
Espíritu Santo escrita en los corazones, en segundo lugar
también se entiende la ley escrita, que dispone a la gracia. La
gracia hace al hombre justo. Le ley escrita no. El espíritu
vivifica, lo escrito no. La nueva ley es perfecta y durará hasta el
fin del mundo.
La Ley Nueva cumple la Antigua, en cuanto esta prometía,
dando la Redención y a Cristo, quien completó la ley dándole
inteligencia, precisando sus preceptos y adjuntando los consejos.
La Ley Nueva es más difícil que la Antigua
porque mira también el interior del hombre.
En la ley Nueva están los actos externos de los
sacramentos a recibir, las virtudes que han de practicarse para
cooperar a la gracia de Jesucristo que obra en nuestro interior.
Además es perfecta La ley Nueva en la transformación
cristiana de la vida interior que en el Sermón de la Montaña,
después de promulgar las beatitudes y constituida la dignidad
apostólica, establece el orden perfecto con las cosas, las personas
y Dios
La
profesión de perfecta virtud fue propuesta e inculcada a modo de
consejo.
85. LA POLÍTICA Y LA CRUZ
Basta mirar al mundo de los pobres, de los nacidos en la
pobreza y que viven en ella. De los perseguidos políticamente. De
los muertos por la política. Recordemos las Bienaventuranzas. Hay
tanto que decir. Y sin embargo, sería tan poco. Decir, escribir.
Hasta parece una burla. Pero escribimos para despertar, para rezar.
Cada uno de nosotros sabe que hay lecturas que han influido en sus
vidas. Y las han cambiado. Sostengamos la esperanza de escribir.
Escribir también es un pequeño sacrificio físico; para no hablar de
los grandes. Quien podría calcular la pérdida si Santo Tomás no
hubiera escrito. Perdón, el lector sabrá discernir.
“Cuando ya no hay ideales, el pueblo muere y la política
también” (Proverbios).
No basta en la política, la necesaria rectitud de los
procedimientos. Los objetivos morales deben ser independientes. Esta
también es una razón más para que los jueces sean independientes de
la política. Es claro que el relativismo y sus tantas variantes –el
marxismo es una- no acepta ninguna objetividad salvo, aparentemente,
la procesal. El legislador crea lo lícito. Lo que el legislador hace
está bien. La mayoría manda, no importa qué. Es claro que enseguida
podemos sustituir la palabra “mayoría” por “fuerza”. El diputado
Díaz Bancalari una vez preguntaba en la Cámara de Diputados:“¿Quién
defiende a Boggiano?”
“Hay teorías para las que la política está por encima de
la verdad, o quizás mejor, es creadora de la verdad…En otras
posiciones la verdad no es producida por la política, sino que la
precede e ilumina… Según una tercera modalidad, política y verdad
son recíprocamente extrañas, debido a que la primera es mera
expresión de intereses y de voluntades irracionales, mientras que la
segunda es elaborada por la razón únicamente en el marco de las
ciencias formales y empíricas” (Vittorio Possenti, Le società
liberali al bivio. Lineamenti di filosofía della società,
Genova, 192, p. 289.
Se ha identificado al relativismo con la democracia (H.
Kelsen). Por ejemplo, el aborto no es aborto enseguida de la
concepción, pero sí, lo es un poco antes del nacimiento (¿?). Esta
democracia podría prevalecer sobre normas imperativas del derecho
internacional (ius cogens) que podrían ser tachadas de
“esencialismo” por una democracia fuerte, capaz de imponer su fuerza
en el orden internacional, que siempre sería relativo y pragmático.
Sin embargo, los relativistas no resisten la prueba histórica,
porque ellos condenan los crímenes nazis pero, al parecer, porque
todo el mundo los condena y no porque sean malos en sí. Así, podría
seguirse matando hombres inocentes lícitamente. Se podría aceptar
tanto una guerra microscópica como una macroscópica. El más fuerte
generalmente gana. Pero si un país débil tiene la bomba atómica se
diluyen los grados de fortaleza ¿con qué derecho objetivo algunos
pueden prohibir a otros la fabricación de armas nucleares o
supuestamente inhumanas como las armas químicas? Sobre todo si los
que las prohíben ya las tienen. ¿Es la política como hecho,
parafraseando a Olivecroma, el derecho como hecho? No tan fácil.
Desconectada totalmente de la verdad, la política y el derecho se
deslizarían hacia la pura arbitrariedad, el azar, el capricho, la
ausencia de toda dirección o gobierno. Muchas veces puede parecer
así. No siempre es así, no siempre encontramos el mal y si a menudo
lo enfrentamos sabemos el remedio de la Cruz.
J.B. Metz, en su Theologie der Welt, 1968 (trad.
it. Teologia del Mondo, 3ª. ed. Queriniana) propicia una
teología con eficacia política. Pero ninguna política puede realizar
las promesas evangélicas. Aún así, la fe tiene una dimensión social
y política, critica de los proyectos que conducen al olvido del
hombre como ser social. “Negativa” es esta teología del mundo porque
la fe y la Iglesia no pueden ir más allá de la crítica. La
posibilidad de lo que deba hacerse en las circunstancias políticas
concretas pertenece al mundo (R. Gibellini, La teología del XX
secolo, Brescia, 1992, D.F. Ford (dir) The modern theologians,
An Introduction to Christian Theology in the Twentieth Century,
2 vols. Oxford, 1989).
Como consejero del Pontificio Consejo Justicia y Paz he
tenido ocasión de tratar estas cuestiones en el amplio marco de la
Doctrina Social de la Iglesia.
La política internacional actual está llena de grandes
sufrimientos humanos y muertes por doquier.
Durante el Pontificado de Juan Pablo II se desmoronó la
Unión Soviética, a la que los Estados Unidos no amenazaba con la
guerra.
El mundo actual se caracteriza por la desestabilización.
El peligro nuclear también está asociado a la sucesión de la Unión
Soviética. En la guerra fría las dos grandes potencias mantenían una
cooperación de no intervención en las respectivas áreas de
predominio.
Ahora la desestabilización es la característica.
Se requiere una cooperación activa de intervención. Las potencias
al menos en el sentido del Consejo de Seguridad, están obligadas a
intervenir positivamente en la cooperación para alcanzar
cierta estabilidad política mundial. El nacionalismo no ha
perdido nada de su fuerza separatista y de división. Ucrania, entre
otros casos.
La Iglesia podrá impulsar cada vez más una política de
cooperación internacional como ya ha comenzado a hacerse con el
recalentamiento global y le consumo desbordante de combustibles
fósiles. En la política internacional actual el gran problema es que
las cosas cambian muy rápidamente y no hay un gobierno de
cooperación mundial suficientemente eficaz ante esos problemas. Y
por otro lado, hay cosas que tardan mucho en cambiar (v. gr. crisis
económicas). Ambas requieren más y más estrecha y efectiva
cooperación internacional.
En Medio Oriente las guerras de sucesión otomanas que
empezaron en el siglo XVIII en el sude-este europeo no han
terminado. Tanto los problemas que sobrevienen, como la
supervivencia de otros, son concausas de inestabilidad.
La tan urgente cooperación internacional encuentra
obstáculos en la inestabilidad geopolítica potencialmente expansiva
que Ucrania. Polonia y la República Checa podrían quedar vulnerables.
Empero, fuertes intereses económicos europeos ligados al petróleo
ruso pueden debilitar la necesidad de equilibrios. Pese a que se
requiere cooperación hay intereses antagónicos en Europa alimentada
por el petróleo ruso y atacada por su política militar.
Toda esta sangre derramada en vano ¿tendría que ver en
último término algo así con la sangre preciosa “con la que hemos
sido comprados” y “lavados”? Las muchas lágrimas infructuosas que
los hombres derraman sobre sí mismos, sobre el sufrimiento propio o
de sus amigos ¿podrían ser transformadas en algo fértil para la
eternidad? Matilde de Hakeborn recibe del Señor el encargo de decir
de su parte a una conocida que había llorado sólo sobre sí misma:
“Dile en mi nombre que tenga a bien suplicarme que en mi bondad
transforme sus pasadas lágrimas inútiles como si ella las hubiera
derramado por amor a mí, por devoción y como arrepentimiento de sus
pecados. Ella debe creer únicamente en mi bondad, y en la medida que
ella crea en mí, en esa misma medida complementaré en ella”
(Revelaciones IV, 38).
Ante ello, me pregunto ¿podemos nosotros llorar por
amor a Dios, por devoción y como arrepentimiento de nuestros
pecados? No sé. Sólo una cosa sé. Que podemos pedir esa gracia a
Dios. Y esa fe, porque para nosotros -¿tenemos derecho a pensar?-
también en esa medida Dios “complementará en ella” ¿Por qué no? Si
Dios quiso revelarlo a la conocida de Matilde… ¿Por qué no? Tengamos
paciencia con nosotros y mucha fe en Dios.
Yo quisiera transcribir de von Balthasar las páginas de
483 a 502, pero es mejor que remita al lector al autor original. Si
el lector hace un esfuerzo por leer a von Balthasar quedará
espiritualmente enriquecido. En ocasiones es difícil leerlo; pero
debemos hacer cosas difíciles también en el via crucis. Leer
a von Balthasar es un via crucis y al que pueda hacerlo le
hará bien. Sólo formularé su pregunta final ¿Qué obtiene Dios del
mundo?.
86. UNA IGLESIA
“POBRE PARA LOS POBRES”
UN DIÁLOGO
CON KARL RAHNER
En
la Encarnación de Cristo que ya es el Misterio de la Redención, El,
“haciéndose pobre nos enriqueció con su pobreza” (2 Co. 8, 9).
Cristo no es pobre, se hace pobre para enriquecernos. Su pobreza es
nuestra riqueza. Mejor dicho, su “hacerse pobre”. Nosotros, todos,
debemos “hacernos pobres”. La Iglesia de Cristo ha de “hacerse
pobre”. Los que son ricos han de hacerse pobres. ¿Esto es posible o
es utópico? Sólo con la ayuda de la gracia de Cristo es posible.
¿Cómo puede un rico hacerse pobre? Hay un camino: la invitación o
secuela o seguimiento de Cristo. Este ir empobreciéndonos como una
especie de ir muriendo con Cristo es el camino del hombre rico y de
la Iglesia que nunca es rica, aunque a veces aparezcan ciertos
déficits de distribución. El Papa Francisco está empeñado en una
redistribución. Recemos por El, como siempre nos pide.
Por
los profetas, los pobres del Señor mantendrán la esperanza de la
salvación (Sofonías 2, 3).
El
Padre es llamado el “Padre de los pobres”, del huérfano y de la
viuda que están bajo la protección amorosa (Salmo 68, 6).
Y
María, “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor que
esperan de Él con confianza la salvación y la acogen” (Lumen
Gentium, 55).
Jesús fue enviado para “anunciar al Buena Nueva a los pobres” (Lc.
4, 18). Desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los
pobres; conoce el hambre (Mc. 2, 23-26; Mt. 21.18), la sed (Juan 4,
6-7); se identifica con los pobres y hace del amor activo hacia
ellos condición para entrar en su Reino (Mt. 25, 31-46).
Amor
activo hacia los pobres deben tener todos y particularmente los
ricos. En nuestro país, los “ricos” debemos amar activamente a los
pobres y aliviarles tanto cuanto podamos su pobreza. Los esfuerzos
presentes no alcanzan. Se requiere una gran empresa de amor. Hoy
podría iniciarse. Hay que salir de la calma omisiva hacia el amor
activo.
Los
súbditos del Reino de Cristo fueron los niños (Mt. 21, 15-16) y los
“pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles y lo anunciaron
a sus pastores (Lc. 19, 38; 2,14). Los “pobres de Dios son todos
los pobres. También los ricos que se van “empobreciendo” por el
Reino de Dios, que podemos imaginar con la parábola del pobre Lázaro
recibido en el seno de Abraham (Lc. 16, 22-26). El Reino objeto de
la promesa hecha a David (Lc. 1, 32-33) será la obra del Espíritu
santo, pertenecerá a los pobres según el Espíritu. ¿Qué significa
los pobres según el Espíritu? Los que se hacen pobres siguiendo al
Espíritu.
Así,
los pobres que vuelven del Exilio es una de las figuras más
transparentes de la Iglesia (C 710). El Resto, el pueblo e los
Pobres (Sofonías 2, 3).
El
Pueblo de los “pobres” espera la justicia no de los hombres sino de
Dios, del Mesías. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor
“un pueblo bien dispuesto” (Lc. 1, 17). El pueblo de los pobres es
un pueblo bien dispuesto. A los pobres también se les requiere con
gran exigencia estar “bien dispuestos”.
El
Espíritu Santo presenta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen,
dándolo a conocer a los pobres (Lc. 2, 15-19) y a las primicias de
las naciones (Mt. 2,11). Así, la solicitud de los obispos se
extenderá particularmente a los pobres (Gálatas, 2, 10), a los
perseguidos por la fe y a los misioneros. Vemos que la
particularidad de la misión episcopal tiene por objeto a los más
semejantes a Cristo.
Estaremos separados del Señor si omitimos socorrer las necesidades
graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Mt. 25,
31).
Cristo está presente en los pobres, los enfermos, los presos (Mt. 25,
31-46).
La
Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para
recibirla debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos
(Mt. 25, 40). La Eucaristía va unida a la misericordia con los más
pobres.
Hemos de recordar el gran número de personas solteras a causa con
frecuencia de condiciones de pobreza. Hay familias, verdaderas
“iglesias domésticas” que las hacen partícipes de su propia vida
familiar; y esas familias son siempre bendecidas por el Señor Y son
bienaventuradas, porque en esas familias se dibuja el rostro de
Cristo, particularmente del Crucificado.
Cristo nos pide que amemos a los pobres como a Él mismo (Mt. 25,
40-45).
Los
problemas sociales y económicos requieren soluciones de solidaridad
entre los pobres, entre los ricos y los pobres (C. 1941).
Las
familias deben vivir con responsabilidad respecto de los pequeños,
mayores, enfermos o disminuidos y de los pobres. Los elegidos serán
reconocidos en lo que hayan hecho por los pobres (Mc. 12 41-44). La
buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt. 11, 5) es el signo de la
presencia de Cristo.
El
amor por los pobres está inspirado en la tradición constante de la
Iglesia, en las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús, en su
atención a los pobres. Es uno de los motivos del deber de trabajar.
No abarca sólo la pobreza material sino también la cultura y
religiosa (CA 57). Orar es un secreto revelado a los “pequeños” y a
los pobres de las bienaventuranzas.
La
contemplación es la expresión más sencilla del misterio de la
oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que
en la humildad y en la pobreza. Es comunión: en ella la Santísima
Trinidad conforma al hombre imagen de Dios “a su semejanza”.
¿Cuál es el sentido evangélico de la pobreza?
No
sería descabellado pensar que, en cierto sentido, todos somos
“pobres”, “enfermos”; “perseguidos”, “medio muertos”, “hambrientos
de justicia”, “pequeños”, “mayores”, “disminuidos”, “incultos”,
“irreligiosos”. Pero el arquetipo del pobre es el “muerto de
hambre”. A cada rato muere un niño de hambre. Pero también hay niños
y hombres amenazados de muerte por causas estructurales permanentes
por males causados por el hambre. Todos ellos son los preferidos de
Cristo. De una u otra manera, alguna vez, todos somos los pobres de
Cristo, también y, particularmente, los ricos. La naturaleza humana
es misteriosa, está de un modo u otro en estado de grave necesidad.
El que está en este estado es pobre. El hombre tiene una necesidad
primera de ser y para ser necesita ser amado. El hombre tiene hambre
de amor. Y también sed. Depende ontológicamente de ser amado. Los
santos, que también fueron justos y pecadores, tenían esta necesidad
radical que sólo puede hallar una fuente de satisfacción. Nihil
nisi te. Para esta urgencia no hay distinción entre ricos y
pobres. Justos hay sólo después de la muerte. Después habrá amor o
no. Pero ya no sed de amor El mundo padece una terrible hambruna de
amor. Recordemos que el amor es causa del amor. ¿Y no será el
infierno una sed de amor sin esperanza de amor?
¿Qué
es el Amor de Dios? Sin él todo el cumplimiento de la ley es sin
provecho. Es una pasión que nos lleva a entregarnos del todo a
alguien que es el único importante. Se lo ha definido como un
“embeleso del alma” que rompe con su “autoafirmación”, con su
“pobreza” para pertenecer a otro. En el amor a otro, hay ya una
imagen y semejanza con el amor a Dios que acapara al todo. En el
amor a otro hay latente otro amor totalmente distinto, que pugna por
salir a la luz. Dependerá de que los dos tiendan a Dios o, más aún,
que allí en Él se encuentren.
El
hombre puede unirse a Dios con este amor, “en aquel sutilmente dulce
y doloroso arrobamiento que se apodera del hombre cuando se pierde
todo en su Dios. ¡Oh mi Dios! Si llegara el hombre a
entregarse a Ti enteramente, a hacerse suave y no duro e
inaccesible! ¡Si llegara a vencer el sacral rubor de descubrirse
hasta lo último y bañado en lágrimas –que son júbilo- desplegara
ante Ti cuanto tiene y proyecta en dicha y amargura y lo volcara
todo en tu santo corazón!” (Rahner).
“No
tanto amado por Él y para nosotros, cuanto nosotros por y para Él”
(Rahner).
“Lo
amamos a Él, el que nos sigue amando cuando”… no lo amamos y “cuando
lo odiamos, que hace alzarse al sol sobre nuestros pecados…”
(Rahner).
¡Cuánto más! Cuanto más lejos, más corremos a Él. Cuanto más dudosa
es nuestra vida, tanto más la tremenda entrega de nuestro ser a Él.
Cuanto más su belleza y bondad, tanto más se alza su amor. Cuanto
más nos hieren sus caminos y juicios, tanto más la consolación de
nuestro amor. Cuanto más incomprensible, tanto más fuerte es nuestro
amor.
“El
grito del corazón: 'Dios mío, yo te amo', puede compendiar la más
santa acción del hombre, lo más grande del hombre, el misterio de su
amor al Dios infinito” (Rahner).
Dios
ha de preservar con su gracia de salvación este vuelo de amor de su
propia soberbia de volar, de parecerse a Dios, de arrebatar a Dios.
Sólo cuando Dios se abaja el hombre arde su amor a Dios. Y sólo
cuando el amor a Dios es dado al hombre por Dios, puede aquel amar a
Dios. Él nos da todo con su amor. Él viene a nosotros “donde nada
había digno de tal amor ni capaz de provocarlo” (Rahner).
“…nuestro amor no es otra cosa que el tembloroso dejar hacer de su
amor que nos incardina a nosotros en el corazón de Dios” (Rahner).
Lo amamos de verdad cuando Él transforma “nuestro amor” en
“verdadero amor”. Nuestra oración ha de ser “Tú me amas. Que me deje
amar por Ti, porque aún esto es don tuyo” (Rahner).
Y
sin embargo, lloro “como un niño que sólo sobre la tumba de su madre
comprende cómo mereció ser amado aquel corazón que yace silencioso
allá abajo” (Rahner).
“Todo el que honrada y sinceramente quiere amar a Dios, ya lo ama”
(Rahner).
Podemos hacer crecer el amor. “Podemos suplicarle a Aquel mismo para
quien es nuestro amor que nos visite con la dulce omnipotencia de su
gracia, alumbre el manantial de la hondura y empape la seca tierra
de nuestra alma es su amor” (Rahner).
“Los
mil afanes de nuestra vida nos dejan con frecuencia cansados y
desabridos; las mismas alegrías se tornan insípidas, presentimos a
veces que aún nuestros mejores amigos quedan lejos de nosotros, y
las misma palabras de cariño de los hombres de nuestra mayor
intimidad penetran en nuestros oídos como de lejos, lánguidas y
frías. Todo lo que el mundo valora lo sentimos como vana granjería
sin valor de fondo. Lo nuevo se hace viejo, los días quedan atrás,
el seco saber se torna vacío y frío, la vida se marcha, la riqueza
se evapora, el favor del vulgo sabe a capricho, los sentidos se
embotan, el mundo es cambio, los amigos mueren. Y todo esto no es
más que la suerte común de la vida ordinaria, aunque los hombres
apenas lo ponen en la cuenta del penar y del dolor. Sobre ello hay
que poner todo el dolor y toda la amargura que puede henchir la vida
de un hombre, todas las lágrimas, todas las miserias del cuerpo y
del alma” (Rahner).
“Pues justamente esta es la acción de la gracia… Quien mira su
corazón desolado… ese tal esta ya labrando un espacio en su corazón
para el amor de Dios” (Rahner).
En
los años 69 y 70 conocí a un sacerdote que decía que él conocía a un
hombre que nunca lo había decepcionado…
¿Debería yo poner la vida color de rosa de algunas almas al lado de
todo lo dicho? No lo creo. Hay rosas si… con espinas. Y con el
tiempo, no mucho, son flores secas. La vida es siempre moribunda
y crucificada. Cuando lo advertimos y oímos unos golpes…es Dios,
que viene precisamente en nuestra vida moribunda… para salvarla
dándonos ese amor que el mundo no puede dar y es precisamente ese
amor que nos hace amarlo. Sólo con su amor, a veces tan doloroso
como una espada de mil filos, podemos intentar el atentado de
amarlo. Ese atentado nos cuesta la vida… y es una especie de muerte…
un morir para Dios.
Aún
así, hay alegrías que también nos abren el corazón al amor de Dios.
Una persona se nos acerca y nos habla de Dios y nos presenta un
mundo olvidado ya tanto cuanto más sublime. Y nos lleva por un
camino de oración y de entrega y de amor. Nos sentimos como
escogidos por Dios sin mérito alguno. Más aún, llevando una vida
ignorante de Aquel que un día, de niño, nos había cautivado. Y esta
elección es como una nueva creación que nos hacer renacer. Así podrá
empezar también el itinerario del amor de Dios. Pero ese camino pasa
siempre por la Cruz.
Cuando Dios nos llama, en el dolor o en la alegría, hemos de
reaccionar con toda nuestra pasión. El amor es pasión. Y debemos
tensar toda nuestra pasión o lo que queda de ella, hacia el amor de
Dios.
Rahner habla también de las “almas que se contentan con cumplir los
imprescindibles deberes del cristiano… pag. 69 de Von der Not und
dem Segen des Gebets, trad. esp. De la necesidad y don de la
oración, Ágape libros, Buenos Aires 2010. Nos hemos inspirado en
este libro y hemos tomado unas veces textos y otras ideas, citando a
su autor, como lo haremos seguidamente. Otras veces hemos agregado
algo como si fuera mi diálogo con Rahner.
Dios
obra en nosotros, según su santo beneplácito, nuestro amor a Él,
quien quiere que imploremos esa gracia, pues gracia mayor que el
amor de Dios a nadie se ha concedido.
“Una
sola cosa te pido: tu amor” (Rahner).
Ahora bien, el amor a Dios se prueba en la lucha por ciertas
decisiones que son trascendentales. Siempre, aunque no del mismo
modo, está la tentación al pecado. Tiene en nosotros sus aliados:
“el hambre de placer; la tristeza y la melancolía de la vida que
ansía un estupefaciente; la fe en lo palpable; las reservas y
desconfianzas frente a un más allá que no se ve; la extraña
facilidad de falsificar la moneda moral, que hace lo bueno malo y lo
malo bueno,…la falsificación que tiene lugar muchas veces ya al
primer momento de nuestro juicio ético en aquellos presupuestos
morales que damos por evidentes, sin someterlos o quererlos someter
a discusión; falsificación radical, que no sólo manipula con malas
artes las medidas…” (Rahner).
Rahner trata como un padre la oración en la tentación. Leamos. No me
animo a copiar…
Una
cosa sí! “Sólo sin Ti no puedo estar, ni vivir, ni ser. “No digas a
la renuncia: “tú eres la muerte de mi ser; dile más bien: tú eres la
aurora de la verdadera vida que en esta muerte comienza a vivir”.
Comprendamos ahora bien y muy bien por qué nuestra vida es una vida
moribunda. La muerte de la renuncia al pecado es nuestra
vida, pero moribunda, dejando en claro que esta carácter la
santifica.
“La
tentación es siempre una invitación del amor divino. Y la respuesta
a esta invitación se llama propiamente oración” (Rahner).
En
ciertos casos “la oración indicada es la alegre confianza y
seguridad en Dios, la despreocupada paz con que el hombre mira
inconmovible el mundo libre de Dios y atiende a su trabajo,
despreciando los terrores nocturnos de su interior, y listo y
entonado pasa al orden del día. Pero aún esta táctica de lucha
espiritual es también un buscar con la mirada a Dios, es oración”.
“La
oración en la tentación es, por tanto, una oración en la decisión”.
¿Cómo moriremos? ¿Conscientes? ¿Reconocerán nuestros quebrados ojos?
¿Cómo estaremos vivos “en la hora de nuestra muerte”?
En
una cosa podemos tener esperanza: la Madre de Dios accederá a rogar
por nosotros que tanto le hemos pedido… ¿Le hemos pedido tanto?
Nunca será suficiente. Y en la “oración de la fe” de la Esposa de
Cristo (Sant. 5, 15).
¿Podremos orar en la hora de nuestra muerte, de la decisión y
encomendar, orando, nuestro espíritu en las manos de Dios?
“Quiera el misericordioso Dios concedernos la gracia de partir de
este mundo orando, para la última palabra de nuestro corazón en ese
tiempo pueda ser la primera de la eternidad que nunca acaba! Feliz
el que pueda pronunciar estar oración de la decisión en la hora
misma de la decisión” (Rahner).
“Pero no sabemos si nos será otorgada esa gracia. Porque la muerte
viene como el ladrón en la noche y no se nos ha dado seguridad de
que nuestra última palabra de la decisión sobre el tiempo y la
eternidad no va a coincidir precisamente con un momento en el que no
pensamos en la muerte; de que no será una palabra que nosotros
mismos no separamos que fue el fin de nuestra respuesta a Dios”
(Rahner).
“Tengamos ahora ya y siempre encendida la lámpara de la fe y del
amor; permanecer siempre y en todo momento armados con el óleo de
las buenas obras: estar siempre en vela, para que al venir el Señor
no nos halle dormidos. Debemos orar ya ahora y a menudo y siempre la
oración de la decisión tal como la quisiéramos rezar en aquella
única hora de nuestra muerte; traer ahora ya a nuestra oración la
decisión de aquella hora futura y hacerla tema de nuestras
plegarias, orar ahora por la gracia de la perseverancia” (Rahner).
Orar
ahora: “No permitas que jamás me aparte de Ti y cuando yo quiera
dejarte, ¡Dios mío! entonces Tú no me dejes; y sujeta Tú, Dios de
los corazones, de los débiles y de los audaces, sujeta Tú también mi
rebelde corazón a tu servicio con la omnipotencia de tu gracias
suave y fuerte” (Rahner).
Pensar ahora en la propia muerte es buena oración. Una oración de la
decisión.
Lo
incierto de la hora de la muerte nos fuerza a anticipar la oración
de la decisión en la muerte, convirtiéndola en oración cotidiana
para la hora de la muerte. Se funden en una la oración de cada día y
la oración de la decisión. Y ambas nos dicen:
CONVIENE ORAR SIEMPRE Y NO DESFALLECER
OPORTET SEMPER ORARE ET NON DEFICERE, Roma 1975, oración de San
Josemaría Escrivá de Balaguer que invitaba a rezar.
Si
partes tu pan con el hambriento y acoges en tu casa al desvalido…
entonces llamarás al Señor y te responderá.
Pueden ser nuestras palabras breves como la tímida confesión de un
primer amor. Así las oirá Dios. Ninguna caerá en el olvido. Y las
guardará Él, esas palabras en su corazón, porque las palabras del
amor no se pueden olvidar.
Cuando pensamos en el tiempo y el espacio de nuestra muerte nos
sobreviene un cierto temblor, inquietud, temor, esperando que este
sea un temor de Dios. Según nuestros científicos “una instantánea”
de las huellas que dejaron en el espacio-tiempo ondas producidas por
la explosión inicial, una “mil millonésima de billonésima de
billonésima de billonésima de segundo” después del Big Bang fue
tomada por un telescopio como eco del origen del universo.
¿Qué
será nuestra vida y nuestra muerte comparadas con ese instante de la
creación? Nuestra inteligencia es muy débil para pensar y aún para
imaginarlo.
¿Qué
será entonces de nuestras palabras dichas a Dios? Él las
oirá. Ninguna caerá en el olvido como pueden caer las que nosotros
oímos. El no las olvida. Él las guardará en su divino Corazón.
¡Corazón de Jesús, en vos confío! Lloramos con lágrimas amargas por
tantas palabras dichas que no han sido palabras de oración,
especialmente a nuestros amados y también las palabras que hemos
oído de ellos.
Dios
guardará nuestras palabras de oración en su Corazón, porque las
palabras de amor no se pueden olvidar.
Y
sigue Rahner: “Y nos seguirá oyendo pacientemente, durante toda la
vida; hasta que hayamos acabado de hablar, hasta que hayamos
consumado el curso de nuestra vida”.
“Y
entonces hablará Él una única palabra de amor; pero esa palabra es
Él mismo y entonces se parará el latido de nuestro corazón en esa
palabra. Para siempre”.
Ayúdame a amarte Señor ahora y en la hora de mi muerte.
Y
ahora Señor, con estas lágrimas de la decisión de la muerte, ayúdame
en la oración de “cada día”.
Desde niño y muchas veces nos han enseñado a rezar. Pero… ¿he
rezado, cuánto, cómo?
Ahora, ya viejo, Karl Rahner, nada menos, me vuelve a enseñar.
Cuando lo leo, leo al teólogo pero también escucho al padre, al buen
pastor que me cuida. Una enseñanza de Rahner: escribo para orar.
“El
escucha nuestra palabra con amor y la toma en su corazón” “Y ¿qué
puede haber más impresionante y sublime que este efectivo escuchar
amoroso del Eterno la balbuceante voz de su hijo?
Lea
todo el lector. No es que yo pondré lo más importante, sino lo que
más me hiere.
Ha
de haber una oración de cada día: “Es preciso orar siempre y no
desfallecer” (Lc. 18, 1). “Permanezcan despiertos y oren con
perseverancia” (Ef. 6, 18) “Oren sin cesar” (1 Tes. 5, 17).
“Alégrense en la esperanza, sean pacientes en el sufrimiento,
perseverantes en la oración” (Rom. 12, 12).
Pero
¿podemos, en el mejor caso, olvidarnos de hablar con Dios? Si,
podemos. ¿Qué palabras nuestras habrá en el Corazón de Dios cuando
nosotros nos olvidamos de hablarle o implícitamente descuidamos y
hasta despreciamos hablarle? Pidamos perdón y tratemos por todos los
medios de llenar esos vacíos, ojalá retroactivamente. ¿Hemos pensado
bien por qué no hablamos con Dios?
El
Papa a cada rato nos pide que recemos por él. Es dudoso que lo
hagamos. Tal vez porque no pensamos lo que significa su pedido.
Significa que si rezamos por él lo hacemos por nosotros, por toda la
Iglesia y por todos los hombres. Aumentemos nuestra fe en el Papa.
Si rezamos por él nos unimos a su oración que se irradia por el
mundo. No es algo baladí cuando nos pide que recemos por él. Los
teólogos lo explicarán mejor, pero los sentidos prácticos, de
nuestra oración se universalizan; por ejemplo, al rezar por él
rezamos por cada niño moribundo y por cada sufriente, necesitado, en
peligro. Nosotros somos éstos.
La
oración cotidiana hace posible, pese a las dificultades que
conlleva, esas sugerencias que repentinamente Dios nos hace y que
puede cambiarnos en un punto fundamental. Esas sugerencias pueden
ser una exigencia de respuesta, un apremio inmediato. Sólo el atento
oyente de la palabra podría percibir la voz divina que clama en la
conciencia.
La
oración de cada día hace lugar a esa hora la luz que en la fatiga de
la tarde somos “iluminados con un tenue destello de eternidad”. Sin
la oración de fatiga no podrá tal vez haber esas “horas cumbre de la
gracia”.
La
oración de cada día da gloria a Dios. Somos sus siervos tanto cuando
llenamos “las altas catedrales” como en el campo y en la oficina y
detrás del escritorio de trabajo.
La
oración diaria llena de luz divina aunque a veces difícilmente
perceptible, los días grises y en apariencia vacíos. Con aquella,
éstos no estarán vacíos de Dios. Es mejor hablar con los labios que
enmudecer. No creamos que Dios resulta intacto cuando decimos
“ahora” y hacemos un silencios antes de terminar con ”y en la hora
de nuestra muerte”. La Madre y el Hijo lo entienden sí… como tú.
En
la oración de cada día vamos de nosotros a Dios: aquella ilusión y
aquel amor frustrados, aquel golpe, aquella derrota, aquella muerte
y este dolor que cala como una cruz el corazón, y aquella
injusticia, impaciencia, y aquella caridad y aquel amor que no hemos
olvidado y que nos vuelve y nos toca como la racha de una milonga
nocturna y sorpresiva. Sólo un minuto para decir adiós. Toda la vida
sin Ti.... o toda la vida junto a Ti Cada día de nuestra vida. ¿Qué
más tenemos? Yo diciéndole palabras a Dios durante el soplo de la
vida. Todas las letras de tango en la oración. Cada uno pondrá en su
oración lo que le pasa, cada día.
Cada
día que pasa el hombre ya adentrado en la pedagogía de la cruz va
haciendo morir su afán de prevalencia, su “egoísmo, que tiene que
ser crucificado calladamente, sin ruido, si ha de morir, se
convertirá en aurora de nuestro amor, porque este surge espontánea y
necesariamente de la tumba de nuestro propio yo. Y cuando todo en el
cada día llega a ser este morir, todo en el cada día
se convierte en aurora de amor”.
“Pero si en este cada día nos deshacemos de nosotros mismos, de
nuestros anhelos, de nuestra propia afirmación, de nuestro propio
sentir, de nuestro encastillarnos en el propio querer y parecer; es
decir, si en la amargura no andamos amargos, en la ordinariez no
somos ordinarios, en la cotidianeidad no vulgares y cotidianos, en
la decepción no desilusionados, si el cada día educa nuestro
espíritu en la paciencia, en la paz y en la comprensión, en la
longanimidad y mansedumbre en el perdón y la tolerancia, en la
fidelidad desinteresada, entonces el cada día no es ya
cada día, es oración. Entonces toda la múltiple variedad del
vivir cotidiano se orienta hacia la unidad en el amor de Dios, toda
la dispersión halla su centro de convergencia en Dios, toda la
exterioridad se interioriza en Dios. Toda la salida del mundo, al
cada día, se hace así retorno a la unidad de Dios, que es la vida
eterna” (Rahner).
“Si
oramos cada día y el cada día es orado, entonces estos pobres
y transitorios días de nuestra vida, los días de la rutina y del
hastío, los días que son siempre igual de indiferentes y trabajosos,
desembocarán en el día único de Dios, en el gran día que no conoce
atardecer. Hacia este día habremos de dirigir las diarias plegarias
de nuestra vida, tal como lo hemos aprendido hechos de nuevo niños y
tal como lo hemos practicado” (Rahner).
Y
así podrá decirse de nosotros: “Estoy seguro que quien comenzó en
ustedes la obra buena, la llevará a término hasta el día de Cristo
Jesús” (Flp. 1,6). Él la llevará a término. Nosotros necesitamos que
Él la lleve a término. Nosotros necesitamos todo de Dios por esos
somos pobres (pauper-eris), i.e. necesitados que no tenemos lo
necesario para vivir.
87. UN AMOR QUE
ES SER AMADO
El
que es pobre necesita de todo, ante todo, necesita ser amado. Así es
el amor de los pobres. Un amor que es ser amado. No hay
contradicción en ello porque el pobre ama con un amor que pide ser
amado.
Ahora
bien, en este sentido, pobres somos nosotros. La Iglesia es pobre y
todos los hombres, fieles e infieles, somos pobres. Hoy 19 es San
José, ejemplo de pobre. Cuando decimos ejemplo podemos significar el
ejemplo, Cristo, o un ejemplo los santos. Lo ejemplar es lo que debe
seguirse. Por eso, la secuela, el seguimiento o la imitación de
Cristo.
El
amor del pobre consiste en pedir amor. Así todos pedimos amor. El
pedir amor ya es amar, porque el que pide eso no puede pagar ni
corresponder con nada, porque no tiene otra cosa que dar, salvo
amor. No creamos que el rico pueda dar amor, pues cuando lo da pide
amor y se hace pobre, es decir, se hace lo que verdaderamente es. Y
así, todos los días vemos ricos que se han pobres. Esta dialéctica
de pobres y ricos late en el mismo corazón de la Iglesia.
La
llama de amor del pobre, siendo pobres, nos enriquece, porque, al
ungirnos al amor, nos hace amar y ésta es nuestra mayor riqueza:
amar. Amar ya es ser amado. Porque la fuerza irresistible del amor
causa amor. Hay algunos que no pueden o no saben o no quieren amar.
Pero esa es otra cuestión no tratada aquí.
C.S.
Lewis dice que nuestro amor a Dios es, generalmente, un
amor-necesidad. Así es cuando imploramos perdón por nuestros pecados
o apoyo en nuestras tribulaciones y más notoriamente, saber que todo
nuestro ser es carencia: incompleto, preparatorio, vacío y, sin
embargo, atiborrado, clamando por Aquel que puede desenredar lo que
hoy se encuentra enredado y atar los cabos que aún se mantienen
sueltos.
Y
Dios así lo quiere. Es a nuestro amor-necesidad que se dirige cuando
dice: “Venid a mi todos los que sufrís y estáis
agobiados”...
Así,
pues, un amor-necesidad, el mayor de todos, coincide o al menos es
uno de los principales componentes de la condición espiritual humana
más elevada, más saludable y más realista ...
Sugiero que el lector de estas líneas lea el libro de Lewis, The
four loves.
La
semejanza con Dios nos es dada. La aproximación a Dios, “aunque
iniciada y apoyada por la Gracia, es algo que debemos llevar a cabo
nosotros”.
Dios
concede un amor-necesidad de Dios Mismo y un amor-necesidad de unos
a otros.
DIOS
CONVIERTE NUESTRA NECESIDAD DE ÉL EN AMOR NECESIDAD DE ÉL (LEWIS)
Además de recomendar la lectura de Lewis, no puedo hacer mucho más
que recomendar estudiar más, pensar más, rezar más. Tengo en la
cabeza la idea de que estos tres trabajos, que en cierto modo nos
caracterizan, están unidos por un hilo divino que tal vez sólo
podamos atisbar sin poder ver con nitidez. Al cabo de estudiar y
pensar; ¿no terminamos en la necesidad de hablar con Dios y pedirle
todo... todo? ¿Qué menos podemos hacer?
Alguien dirá: ¿qué es todo? Todo lo que Dios quiera se lo pedimos
como “joviales mendigos”
Pero
... lo primero que nos viene a la mente es pedir ... Es porque
tenemos urgentes necesidades. Una menesterosidad esencial. Primero
de ser perdonados.
Ahora
bien, como Dios nos ama más que nadie, lo que El nos da es lo mejor,
aunque nosotros no podamos reconocerlo, por ignorancia de la ley
eterna. Puede ocurrir que nunca lo sepamos. Porque aún los Santos no
conocen todo lo que conoce Dios.
Hay
quienes, por su Caridad, aman en nosotros lo no amable y para
nosotros no es nada fácil ser amados por lo no amable. Todos
queremos ser amados por nuestra ... Lewis pone el ejemplo de un
hombre que después de su matrimonio es afectado por una enfermedad
incurable que quizá no termine con él durante muchos años; inútil,
impotente, desagradable, repugnante, dependiendo de lo que gana su
esposa...
Un
poco me parezco a Lewis en este punto: mi imaginación excede
largamente, a mi obediencia.
Todos
nuestros amores deberán pasar por una conversión al Amor Mismo.
Es
como si tuvieran que pasar por una especie de fuego. Como si la
filigrana del metal más precioso bellísimamente construída por el
artista tuviese que convertirse en chatarra para ir al fuego que
sólo dejará lo únicamente compatible con el Amor Mismo.
Ni
ojo vió. Ni oido oyó. Si nos dice que San Pablo vió, que Santo Tomás
vió...
Daremos pues gracias por todo; por los beneficios que conocemos, por
los que no conocemos y por los que nunca podremos conocer, si fuera
el caso.
Me
viene ahora a la memoria lo que le pidió Santo Tomás. NON NISI TE.
Nada sino Dios Mismo. Se dice que antes de morir, el Santo Doctor
Universal de la Iglesia tuvo una visión y que él dijo que luego de
esa visión no escribiría más y todo lo que había escrito le parecía
paja. Imaginémonos lo que escribimos nosotros.
Pero
mi audacia intelectual por la que desde ya pido perdón a Dios me
lleva a pensar y decir lo siguiente.
¿No
podríamos nosotros pedirle lo mismo que Santo Tomás? Alguien nos
recordará con toda razón que Dios le dijo a Tomás que había escrito
bien sobre El Mismo.
No
aclararé lo obvio. Y sin embargo, ¿no estamos todos infinitamente
más cerca de Tomás que de Dios? Viene ahora a mi la imagen de Lewis
del amor – aproximación. Tomás estaba infinitamente más cerca de
Dios... Y aún, así, como “juglares mendigos” ¿no podríamos pedirle
lo mismo que le pidió Tomás?
88. LA MORAL DE LA
REDENCIÓN
Cristo se ha encarnado para redimir al hombre. La moral cristiana se
deriva de la redención del pecador, de la liberación del pecado en
que vive.
Jesucristo proclama
el Señorío del amor. Por el amor se redime y libera al hombre de la
esclavitud de su egoísmo. Jesús no sólo enseña, también llama y da
la gracia operante para seguirlo. La gracia es el amor de conversión
del hombre a Dios. ES EL AMOR QUE ES SER AMADO.
El hombre se va
redimiendo al ir amando a Dios y al prójimo. Su obligación de hacer
fructificar la caridad para el bien del mundo (Optatam totius,
n. 16) es pues un “contenido moral” dentro del plan salvífico
cristiano.
Pero cuál deba ser
concretamente el fruto de la caridad, no es lo específico del
mensaje evangelio, que habla poco de la moral normativa. El
cristianismo mismo no es una moral normativa, pero también la
contiene. Los “frutos apostólicos” y los “mandamiento morales” son
una integridad. No se puede cometer una injusticia contra un amigo y
a la vez invitarlo a un retiro espiritual.
89. LAS BIENAVENTURANZAS
Bienaventurados “los pobres” porque poseen la esperanza en el Señor
y no en los bienes. Los “ricos” también pueden ser, en este sentido,
pobres (Mt. 5, 2-12). El “cumplimiento” de la ley es la pertenencia
al Señor y no replegado sobre el propio egoísmo.
El amor a los
enemigos es exigencia positiva.
90. BONDAD Y JUSTICIA
MATERIAL
La bondad y la
justicia son principios exigentes de la moralidad cristiana, pero
¿la indicación de los actos justos concretos no es sino espíritu del
mensaje y moral cristiano?
La persona está
presente en los actos, pero todos estos en su conjunto no pueden
expresar la totalidad de la persona, porque ésta los trasciende y
los funda (1 Cor. 13).
El Concilio de Trento
niega que el hombre pueda estar seguro de su salvación con absoluta
certeza.
La persona como
autoconciencia que es, también es libertad. Es la libertad que
permite a la persona decidida a abrirse al bien, al Señor, a su
mensaje, a su llamada, al Señorío del Dios amor. Esta es la libertad
fundamental.
La persona
experimenta también sus actos. La psicología profunda distingue
entre persona-centro y persona periferia. Así no es posible
considerar aisladamente la pluralidad de los actos, sino que ha de
mirarse a la persona, como centro de la multiplicidad de actos.
La bondad moral está
en mantener coherentemente la continuidad entre el imperativo
conocido a través de la propia conciencia y la decisión a tomar.
El bien humano
material concreto, tanto en cuanto normas generales cuanto en normas
de juicio situacionales, se individua investigando la realidad
humana. El conocimiento de normas concretas sólo produce “certeza
moral”.
El bien humano
comprende también la profesión de fe, el culto, la oración, la
meditación y el apostolado. Si bien la “fe” es “trascendental y
atemática” los actos de fe son actos categoriales. La fe se
manifiesta en actos religiosos y en los actos seculares para el bien
del mundo.
Los actos para “el
bien del mundo” también son expresiones de la fe. Un sacerdote al
que se le pidió la administración de la penitencia dijo que en ese
momento debía ir a dar una clase a la universidad, pero primero
confesó al penitente y explicó su retardo a los alumnos que se
sintieron muy edificados con la solución del sacerdote- profesor.
91. LA VERDAD DE LA CRUZ
La verdad de la Cruz o las verdades de la Cruz son las verdades del
radicalismo, de la renuncia, de las buenas bienaventuranzas del amor
al prójimo y de los enemigos. Son las verdades directamente ligadas
al Señor crucificado.
Aquí hay algo
importante al considerar la conexión entre Cruz y razón. Las
verdades de la Cruz, en cuanto instauran normas morales son
“razonables” y accesibles al hombre, a todos, y no sólo al
cristiano. La vida humana impone aceptar renuncias y sacrificios.
Los medios para
conocer la moral son el intelecto humano, el corazón humano y la
conciencia.
Se consideran
“verdades de la Cruz” las exigencias del amor al enemigo, la
fidelidad al matrimonio indisoluble incluso el totalmente fallido
(Fuchs, Essere del Signore, Corso di Teologia Morale Fondamentale,
2ª. PUG, Roma 1996 p. 166). Fuchs considera que no hemos quizá
alcanzado una interpretación suficiente de la decisión de San Pablo
sobre el matrimonio mixto (Ibidem, pag. 168).
92. LA LEY NATURAL
Joseph Fuchs en ocasiones ha preferido hablar de “razón” y no de
“ley natural” por todos los conflictos y discusiones que esta “ley
natural” ha suscitado en la actualidad. El mismo auto ha escrito un
libro: Lex naturae, Zur Theologie des Naturrechts, Köln,
1954. (Hay traducción inglesa y francesa).
La ley natural no es una ley positiva formulada externamente al
hombre: una ley dada, sino una ley interna o indita.
Es la “recta ratio” Es lo que el hombre puede razonablemente
individuar. Todo lo que prescribe la “recta ratio” es ley
natural, sea que se trate de normas generales o de juicios concretos
de situación. Todo ello está “escrito en el corazón” del hombre. El
positivismo racionalista y voluntarista se ríe de eta inscripción en
el “corazón” humano. Se burla, pero su “corazón” no lo deja en paz.
También las normas morales individuales comprenden la ley o derecho
natural.
La ley natural es una ley personal. No es biológica ni psicológica
ni nada “natural” infra-personal. Como persona, es medida por ser
“persona en naturaleza humana” también “proyecta y concreta
activamente” su conducta en las situaciones de la vida. Aquí
hacernos referencia a la doctrina de la “ética existencial formal”
de K. Rahner. Así, dice Fuchs, nuestra sexualidad es humana personal
y sus normas morales vienen individualizadas de la
persona-humana-sexuada” (Ibid, p. 209).
La ley natural es histórica como el hombre en cuyo corazón
está grabada. La ley natural deja a la persona la tarea
individualizadora “secundum recta rationem” bajo su participación en
la providencia divina (S. Th. I-II, q. 1, 2).
La ley de Cristo supone la ley natural, aquella tiene el primado,
pero participa de la ley de Cristo.
La fe lo conduce necesariamente a la búsqueda de la ley natural que
posibilita vivir históricamente la ley de Cristo (lex gratiae).
El conocimiento de la ley natural no es fácil porque en el hombre
obra todavía “la carne” (S. Pablo). La gracia y , especialmente, la
“luz del Evangelio” (Gaudium et Spes, n. 14) nos auxilian.
¿Qué significa entonces “la razón”? ¿La razón “natural” o la
“redimida”? La gracia es “removens prohibens” remueve los obstáculos
que pueden impedir a la razón cumplir su función propia (Fuchs,
213).
Los reformadores sostienen que el pecado arruinó completamente la
naturaleza originaria del hombre, que actualmente ya no existe. No
podemos, dicen, entender una voluntad de Dios que requiera al hombre
la realización de una realidad humana inexistente a causa del
pecado (K. Barth, (reformado) y H. Thieliche (luterano).
El Nuevo Testamento se dirige a la redención-liberación del pecado
por Cristo. Esta buena noticia debió ser comunicada a aquellos
hombres para encontrar respuesta. Así pues, tal mensaje toca también
cuestiones de moral normativa en las condiciones y en el contexto de
las convicciones del mundo en el que fue predicado.
En algunos pasajes el apóstol Pablo da normas acerca de los
matrimonios fallidos, sean cristianos o “mixtos” (1 Cor. 7).
Pero siempre se requiera una adecuada hermenéutica para distinguir
varios aspectos. San Pablo impone normas y doctrinas heredadas y
presupuestas. Algunas son rechazadas. Otras aprobadas. A veces no
“filtra” todas las doctrinas que acepta como la esclavitud o la
mujer. ¿Cuáles son las normas presupuestas por el Apóstol? ¿Pueden
servir para otros tiempos?
Hay en el Nuevo Testamento una antropología implícita (dignidad de
la persona, el primado de la caridad y sobre todo la incardinación
en el Señorío de Dios). Además, la propuesta de un “ethos” cristiano
de los primeros tiempos “a la luz del Evangelio” (Gaudium et Spes,
n. 46).
Cabe también considerar los mandamiento del Decálogo,
particularmente los morales “no religiosos” (IV al X). Estos
mandamientos han de ser la expresión fundamental de la relación
entre Jahvé y su pueblo. De ahí su importancia religiosa. Según
los exégetas los mandamientos han adquirido otros significados en el
desarrollo histórico de su comprensión.
Tanto Jesucristo como el Apóstol Pablo tomaron el decálogo como
fuente de moralidad, aunque no toda la moral normativa está en el
decálogo. Surgen cuestiones difíciles sobre el fundamento del
decálogo-revelación.
La preocupación constante fue cómo vivir el “ser del Señor”. La
tradición apostólica y las Escrituras del Nuevo Testamento, trazan
orientaciones fundamentales, pero no traen la “revelación-fe” de un
sistema de moral normativa.
Las normas morales en el mundo se individualizan “a la luz del
Evangelio” en una interacción cultural, con un juicio propio que se
creía podía expresar el “espíritu cristiano”. En los primeros siglos
ha habido una influencia de la filosofía estoica, varios
gnosticismos y maniqueísmos.
En la tradición hay que distinguir la tradición de fe en materia
moral de la tradición de doctrina moral creada humanamente, a la
luz del Evangelio. Influencias sociales se encuentran en el Apóstol
Pablo sobre la esclavitud y el papel de la mujer en la sociedad.
En todo ello juega un papel decisivo el Magisterio de la Iglesia. Al
ser la Iglesia jerárquica hay un magisterio oficial sobre moral
normativa, que es guía para los cristianos, tanto en cuestiones
morales de fe como en cuestiones de doctrina moral.
“Res morum” (cuestiones de moralidad). Otra fórmula del
Vaticano II: “fidem credendam et moribus applicandam” “la fe debe
creerse y aplicarse al comportamiento humano.
En algunas materias sobre verdades no explícitamente reveladas, pero
que tiene tal nexo intrínseco con las verdades reveladas que no
pueden defenderse ambas infaliblemente. Pero no resulta que la
Iglesia se haya pronunciadas sobre materias de esta intrínseca
conexidad.
Para K. Demmer, la
Iglesia no tiene una competencia material especial para los
concretos contenidos de normas particulares, pero si sobre el
horizonte de fe siempre presente en cuestiones morales acerca de la
autorealización humana.
Hay que saber que existen muy diversas doctrinas teológicas sobre la
competencia del Magisterio.
El “larguísimo tiempo” de duración de una opinión no significaría
prueba suficiente del auxilio a su respecto del Espíritu Santo. Hay
materias, como la libertad religiosa, que dejan cierta perplejidad.
Después de oír muchas doctrinas y opiniones teológicas, es seguro
decir que las normas morales humanas son elemento humano de la
“lex gratiae” (ley de Cristo) y son expresión de la creación y
redención divina y por ello la Iglesia no puede dejar de
pronunciarse.
No son pronunciamientos de infalibilidad en materia de aplicación de
las normas morales. La infalibilidad versa sobre verdades
ciertamente reveladas, por ejemplo, los primeros principios morales.
Afirmar normas morales universales infalibles necesariamente
conduciría al examen crítico de los supuestos irrepetibles de esas
normas.
Pueden ser objeto de magisterio auténtico que genera una presunción
de verdad, salvo “praesumptio cedit veritate” (K. Demmer, La
competenza normativa del magistero eclesiastico in morale, en
Demmer-Schüller (ed. Fede cristiana ed agire morale, Asis,
1980 pp. 144-170).
93. “SER DEL SEÑOR”
“Vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (1
Cor.
3, 23). “Somos del Señor” (Rom. 14,8). La fe viva, el “ser del
Señor” se manifiesta en el vivir, i.e., en las decisiones que son
elecciones, exclusiones, renuncias, sacrificios; en suma,
crecimiento en la fe operativa. Estos pasos, desde los más
ordinarios hasta los más fundamentales o trascendentes se van
forjando a la luz del Evangelio y de la conciencia “a solas con
Dios”.
Así puede irse formando la trama de la vida, una filigrana, el arte
de la Cruz, en la cual hay verde oscuros que en su embeleso parecen
llevarnos de esta vida a Dios. De esta vida de sombras y luces, de
tiniebla y resplandor, de amargura y dulzor. De verde oscuros cuya
oscuridad no extingue la incipiente y verde luz. En el rescoldo del
alma humana vive siempre nuestro Señor inextinguible. Aquel Lucero
que “no tiene ocaso”.
El hombre, en su personalidad integral, se ve precisado a decidir
“ser del Señor” o no. Se puede hablar entonces, aunque con riesgo de
confusión verbal, de opciones fundamentales positiva y negativa.
¿Quién “es del Señor”?
La relación entre el precepto de la caridad y los otros preceptos
puede enseñar la falta implícita de la caridad de los actos
contrarios a los preceptos particulares. El amor a Dios se
manifiesta en la observancia de los mandamientos o preceptos. Sobre
aquella relación entre los preceptos, K. Rahner, Escritos de
Teología, vol V. p.
La opción fundamental del hombre se manifiesta y vive en los actos o
decisiones particulares, también llamados categoriales.
Los moralistas estudian la libertad y el discernimiento en los actos
y las causas condicionantes de tales actos, entre ellas, la herencia
genética, el ambiente social, los disturbios psicológicos (ver B. M.
Kiely, Psychology and Moral Theology. Lines of Convergence,
Roma 1980). Hay personas que padecen graves carencias,
padecimientos, enfermedades y otros disturbios de la personalidad
que son tomados en consideración (ver especialmente Declaración
sobre la “Persona Humana” de la S. Congregación para la Doctrina de
la Fe de 1975).
La Redención es ciertamente un bien. Y la co-Redención también.
Nuestra vida y obras de redención son bienes. No hacerlos es el
pecado. La situación del pecador y del pecador “del Señor” deben
considerarse en su unidad existencial.
El pecado es una auto alienación del hombre que cae en la tentativa
del ser autárquico, lo que no es realmente. Así rechaza a su Creador
y su propia naturaleza de creatura y opone resistencia al amor de
Dios. Es un rechazo de la Cruz redentora. El pecador querría
vivir sin someterse a la voluntad de Dios. Y aún querría vivir en la
amistad con Dios obrando contra su voluntad. Querría la
Redención sin Cruz. Dios mismo nos advierte que eso no es posible.
“Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. La cruz es la
llave de la Redención sine qua non.
94. EL SACRIFICIO DE LA
CRUZ
La Misa es esencialmente un sacrificio, es sacrificio de la
Cruz. En él se obra la transustanciación del pan y el vino en el
Cuerpo y Sangre del Señor, cuya Presencia Real en la Eucaristía es
dogma de fe (Pablo VI, Mysterium Fidei, recordaba que San
Ambrosio de Milán dijo “Por lo tanto, la palabra de Cristo que ha
podido hacer de la nada lo que no existía, ¿no puede acaso cambiar
las cosas que ya existen en lo que no eran? Pues no es menos dar a
las cosas su propia naturaleza, que cambiársela” 2 y 3). ”Pues
cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anuncias la muerte
del Señor hasta que venga” (1 Cor. 11, 26).
Jesús crucificado y resucitado es el que está presente real,
sustancial y sacramentalmente ante nosotros.
Ninguna reverencia, recogimiento o devoción será poca ante este
misterio de fe. Mysterium fidei
“Dice el que testifica estas cosa: Si, vengo pronto. Amén. Ven Señor
Jesús” (Apoc. 22, 20).
Así pedimos que venga en la santa comunión.
El misterio eucarístico renueva indefinidamente la muerte y
resurrección de Cristo en la Cruz, en el sacrificio incruento del
altar.
La meditación particular del misterio eucarístico remite a la
renovación incruenta del sacrificio de la Cruz. Incruenta pero real.
De modo que es real y verdadera renovación.
Tantas y tantas son estas reales renovaciones que la razón humana es
débil para percibir esta fluyente locura de amor.
¿Por qué Cristo muerte tantas veces en el mundo? Me muevo a pensar
en una razón que sólo veo en la necesidad imprescindible que tenemos
da acudir a este alimento que sacia toda sed. Porque el hombre
siempre tendrá hambre de amor. Y sólo la eucaristía es el amor
sin medida del que tanto hambre tenernos. Si tuviésemos una fe
firme sobre esto, nada nos podría faltar. Pidamos que nos aumente la
fe, la esperanza y la caridad. Adauge nobis fidem, spem et
charitatem (San Josemaría Escrivá de Balaguer).
Los fieles participan más perfectamente en la Misa, después de la
comunión del sacerdote, si reciben el Cuerpo del Señor del mismo
sacrificio (Sacrosantum Concilium, 55).
Y no habrá
tiempo que sea mucho ni bastante para agradecer la recepción de
Jesús sacramentado, poniendo toda la fuerza de nuestra inteligencia
y nuestro corazón en adorarle, pensando en el misterio y diciéndole
cosas de enamorado, que El oirá y...entenderá misericordiosamente.
95.
RECONCILIADOS POR SU MUERTE,
SALVADOS POR SU VIDA
“CON CUANTA MÁS RAZÓN”
LA PRUEBA DE QUE DIOS NOS AMA ES
QUE CRISTO, SIENDO NOSOTROS TODAVÍA PECADORES MURIÓ POR NOSOTROS… SI
CUANDO ÉRAMOS ENEMIGOS, FUIMOS RECONCILIADOS CON DIOS POR LA MUERTE
DE SU HIJO, ¡CON CUÁNTA MÁS RAZÓN, ESTANDO YA RECONCILIADOS, SEREMOS
SALVADOS POR SU VIDA! (Rom. 5, 8-10).
Reparemos en este texto paulino
con atención. Particularmente señalo su razonamiento natural,
inteligible al hombre de su tiempo y, ¡CON CUÁNTA MÁS RAZÓN!, al de
todo tiempo.
Si cuando éramos enemigos fuimos
reconciliados, con más razón, a maiore ad minus,
siendo reconciliados seremos salvados. Si siendo enemigos fuimos
salvados, siendo salvados seremos salvados. ¿Qué significa esto?
Significa que siendo ya salvados nosotros, aún salvados, podemos por
nuestra culpa perdernos. Quiere decir que salvados y perdidos,
seremos salvados por la vida de Cristo. Quiere decir también que si
salvados o reconciliados volvemos a perdernos, Dios saldrá a buscar
a la oveja que estaba “perdida” y la traerá al rebaño cargándola
sobre sus hombros. ¿De dónde saldrá este amor y gracia
misericordiosa? No puede ser exclusivamente de los sacramentos
porque la oveja perdida es muy probable que “no encuentre” los
sacramentos, porque está “perdida”. ¿Cómo es que el Buen Pastor
saldrá a buscarla? Y cuando la encuentre, porque la encontrará, la
pondrá sobre sus hombros, porque la oveja no podrá caminar, porque
estará perdida y herida, y la traerá al redil. Es claro que el
Pastor tendrá “olor a oveja” porque la ha cargado sobre sus hombros.
¿Entendemos esto? ¿Cómo no vamos a entenderlo? Lo entendemos con
nuestra inteligencia y nuestro corazón, es decir, con nuestro amor,
porque nuestro amor es un amor que consiste en ser amado. Nuestro
amor, nuestro apetito del bien, busca que ese bien se nos aplique y
nos ame. Nuestro amor ama ser amado. Al ser amado nuestro amor se
activa, se enciende y ama, tanto más, cuanto más es amado. Hay una
cosa que debemos comprender para entender todo lo demás. El hombre
busca amor, ser amado. Dios sabe esta verdad del hombre porque Él lo
hizo, a su imagen y semejanza; ¡Dios también quiere amarlo y ser
amado!
Nosotros en El fuimos juzgados,
condenados a muerte y crucificados. En Él se transformó la ira de
Dios en amor.
Ahora nos toca a nosotros
hacer que en nuestra vida se realice lo que se ha hecho en Cristo.
En Cristo fuimos salvados,
nosotros no podíamos salvarnos sin Cristo. Pero ahora algo tenemos
que hacer. Nuestra salvación está hecha por Cristo, pero no está
hecha del todo. Hay algo que falta. Esto que falta parece misterioso
pues ¿cómo algo podría faltar a la salvación ganada para nosotros
por Cristo? Tenemos que apropiarnos misteriosamente de esta
salvación que ya nos ha sido hecha por Cristo, pero que nosotros
tenemos que hacer. Parecería que aquí falta la razón. ¿Si hemos sido
salvados por Cristo cómo tenemos que salvarnos a nosotros mismos?
La apropiación se da por
aprehensión de la gracia que es la vida divina. Es la apropiación de
lo más valioso que podemos obtener. A veces el tesoro está oculto o
enterrado. Tenemos que adquirirlo. El descubrir ese tesoro es
hacerlo visible. El tesoro es tan valioso que será suficiente con
adquirirlo en mínima parte, porque un bien de la gracia es superior
a toda la naturaleza. Hay gracia para todos los hombres y no hay que
dividirla para adquirirla.
La gracia se obtiene por los
sacramentos y de cualquier modo que Dios quiera. Podemos perderla.
Pero no está excluido que la adquiramos sin pedirla como el regalo
mas valioso e inesperado. Podemos ser sorprendidos por el amor de la
gracia. Aquí debemos tener presente el tratado sobre la gracia. El
obrero que encuentra el tesoro tiene derecho al mismo
incondicionalmente. Dios lo da gratis. Si lo hemos recibido es
nuestro. No tenemos que mostrar el título a nadie. Sólo Dios sabe si
hemos adquirido el tesoro.
Parecería que la salvación ganada
para nosotros por Cristo no es autosuficiente. ¿Cómo debemos y
podemos nosotros agregar algo? He aquí el mysterium salutis.
Tenemos que apropiarnos de la
salvación de Cristo. No basta con no hacer nada. Como quiera que sea
esta “apropiación” representa también un aspecto misterioso. Sólo
podemos decir que Dios espera que hagamos esa apropiación con
toda la exigencia que nos impone el primer mandamiento del amor a
Dios. Podría pensarse que en el primer mandamiento están resumidos
todos los demás. Nuestro Salvador mismo nos ha mandado el amor a
Dios y al prójimo. Debemos entender pues que la apropiación de su
salvación hemos de hacerla por el cumplimiento de los
mandamientos. Al meditar en esto, ¿a quién no le invade un gran
temblor? Pidamos a Dios mismo poder hacerlo, porque solos ¿cómo
vamos a amar a Dios con todo nuestro corazón, nuestra inteligencia y
acción? Para nosotros solos parece imposible sin la decisiva ayuda
de Dios. Señor haz que yo llegue a amarte con el amor con que Tú nos
amas. ¿No será esta nuestra oración más esencial, necesaria?
Volvamos a la oración que nos enseñó el mismo Dios.
Pidamos a Dios que se haga su
voluntad en nosotros. Porque nosotros no podemos hacer, por nosotros
mismos, su voluntad en nosotros.
Veamos ahora este descubrimiento.
Dios quiere que “nos apropiemos” de la salvación que ya nos ha
ganado en la Cruz. Pero lo maravilloso es que Él nos ayuda para que
podamos hacer esta apropiación. Y así le pedimos que no nos deje
caer en la tentación de no apropiarnos de su salvación, que nos
libre del mal de no apropiarnos de su salvación. Pidámosle que nos
ayude a perdonar a nuestros deudores u ofensores.
¡Cuántas veces tenemos que
pedirle que nos libre del mal, del cual nosotros no podemos
librarnos!
Señor líbranos del mal de
perderte, de no apropiarnos de tu salvación, de no amarte con todas
nuestras fuerzas.
Si meditamos en el primer
mandamiento nos invadirá el descubrimiento de nuestra nulidad y de
la urgente necesidad del auxilio de Dios mismo para hacer que le
podamos amar como Él nos manda.
Yo le diría: Señor, hazlo todo
por mí, yo no puedo. Esto, al menos, podemos hacer.
Yo le diría: Líbranos del mal y
de todos los males en los que estoy metido… Esto lo podemos decir.
Dios mismo nos manda que se lo pidamos. Señor, líbranos del mal.
¿Quién se atrevería a decir que
nuestra posición es cuasi-luterana? Pidámoslo todo al Señor y que
digan lo que quieran…
“MORIR DIARIAMENTE”
(Rom. 6)
Debemos “morir diariamente” al
hombre viejo. Llevamos la cruz en razón de la resurrección de
Cristo. La Resurrección es la ultima ratio de la Cruz.
Estamos “derribados, pero no
aniquilados”. El mal, el pecado, no nos reduce a la nada. Nos
produce sí, “una muerte”. En este contexto podemos recordar el
“ser–para-la muerte” de Heidegger. En cuanto el hombre es también
pecador es también un “ser-para-la muerte”. Pero, en cuanto justo,
es un “ser-para-la resurrección”.
En cuanto pecador, muere por el
pecado, pero en cuanto justo, puede hacer “morir diariamente” el
pecado. Aunque está derribado, no está aniquilado, sino que puede
volver a levantarse acudiendo al perdón de Dios.
Recordemos que la “leve
tribulación de un momento nos produce sobre toda medida un pesado
caudal de gloria eterna a cuantos no ponemos nuestros ojos en las
cosas visibles, sino en las invisibles, pues las cosas visibles son
pasajeras, más las invisibles son eternas (2 Cor. 4, 8-10, 16-18).
La Iglesia tiene que cumplir en
su carne lo que falta a la Pasión de Cristo (Col. 1, 24). Lo que
falta a la Pasión de Cristo –misteriosamente- hace a sus siervos
“llevar en el cuerpo la Pasión y muerte del Señor”.
Leemos también unas palabras
veladas de cierto misterio: “Todos nosotros que con el rostro
descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos,
conforme a la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor. 3, 18).
Esta transformación debe ser una
participación en la Resurrección del ascendido y glorificado; así
como ha precedido una participación en su Pasión temporal y en los
abismos del misterio judicial del Calvario que puede conducir a una
privación mística de toda luz.
En la Cruz se dicta sentencia
sobre el pecado y en este juicio el pecador puede hasta cierto punto
entender lo que es el pecado como mentira que obnubila la conciencia
interior.
El pecado, condenado en la Cruz,
engaña a la conciencia y la hace inclinar hacia el juicio “del
mundo”. La Cruz confiere al pecador la objetiva visión de la culpa y
la medida de su contrición. También la Cruz guía el temor al juicio.
San Ignacio enseña “el diálogo de
la misericordia” con “el Señor presente pendiente de la cruz”.
La meditación del infierno ante
el abandono divino del Hijo y de su descenso a las tinieblas,
considera la severidad de este juicio que juzga no los pecados del
Hijo, sino los míos. He de meditar en “mi descenso a los infiernos”.
Ahí he de contemplar a Cristo tomando mi lugar.
En la contemplación de la Cruz,
el creyente contempla su propia redención y la condena del Padre
sobre sus propios pecados. Aquel consiente su propia condenación y
arrobado mira a su Salvador. Ve claramente que la condena se debe a
sus pecados y que el cumplimiento de la pena la asume su Redentor.
No puede caber duda acerca de que el así redimido querrá participar
en los padecimientos de su Salvador que asumió sus pecados y pagó
por ellos.
Cuando la contemplación de fe y
amor llega a las profundidades de la cruz, arrancan al pecador del
infierno. San Ignacio enseña a dar gracias a Dios porque no me ha
dejado caer en el infierno por la interrupción de mi vida y porque
hasta ahora ha tenido tanta gracia y misericordia conmigo
(Ejercicios 74).
El orante de la Pasión se
encuentra unido y a la vez separado del Señor, quien padece
inocente. Nosotros padecemos, pero culpables del padecimiento del
Señor quien paga, extingue, asume, se responsabiliza por mis pecados
no por los suyos. Él se “hace pecado” sin tener pecado, por nuestros
pecados y los extingue, los salda, los elimina, los borra o como
permita el lenguaje expresar mejor. Él me ha liberado del todo. Pero
yo tengo que, de algún modo, “aprovecharme” de esa liberación. Solo
no puedo. Esta operación sacramental y aún extra-sacramental es de
un modo tan misterioso que no podemos discernirla acabadamente
aunque podamos atisbarla arrobados.
La Cruz, en las primeras y
segundas lágrimas de Pedro, se contempla como negación y dolor ante
ella, en la primera y como anticipo de la promesa del seguimiento de
la Cruz, en las segundas. Nosotros podríamos experimentar las
primeras y las segundas quedan reservadas a la providencia divina.
Mientras estamos en “este valle
de lágrimas” Dios se nos aparece tan sólo velado por el enigma de la
Cruz. Sólo así tenemos cierta percepción de la verdadera gloria,
como expresión del sufrimiento transfigurado por el amor (Claude
Geffré, Profession Theologien, Les Editions du Cerf, 2014, p.
288, próximo a la posición de H. U. von Balthasar y su relación
entre la “teología de la cruz” y la “teología de la gloria”). Se
refiere a la belleza del cristianismo como criterio de credibilidad,
reclamando a Heidegger sobre la complicidad entre lo bello y lo
sacro.
Los filósofos han querido
encontrar siempre un lazo entre el arrobamiento ante el rostro de la
amada y el “conocimiento” de lo divino. No sé cómo será ante el
rostro del amado, recordando que Nietzsche decía que no hay nada más
feo que la cara de un hombre. Alguien, con ocurrencia, podría decir
que en la cara de un hombre se refleja la “teología de la cruz” y en
el rostro de una mujer la “teología de la gloria”.
96. P O N E R Ó S
Malum es la
traducción del griego ponerós, que significa lo desgraciado, lo
enfermo, lo débil y también lo malo y aun quizá el Malo (R. Guardini,
El Padrenuestro, Séptima Petición)
A mi entender,
ponerós es la privación de Dios. Porque la mayor desgracia del
hombre es no apropiarse de la salvación que le fue ganada por
Jesucristo en la Cruz. No querer apropiarse a sabiendas, es decir,
rechazándola con toda deliberación, diríamos, con toda el alma. Pero
preguntamos aterrados: ¿ puede el hombre rechazar a Dios? Querría
negarlo, pero el hombre puede condenarse porque es capaz de rechazar
a Dios, con todas las fuerzas con las que podría amarlo.
Con los años, con la
vejez, el hombre aprende mas de cerca los males de toda índole.
Contemplamos también hoy el terror y las dificultades para
“detenerlo”. Hoy se habla de “destruirlo“ (Obama).
Vemos por televisión
los terrores de la violencia, de las ideologías, del odio. ¿Puede
salvarse el hombre ante el holocausto, ante el hambre, ante la
explotación del hombre por el hombre, ante la miseria del
progresismo científico y tecnológico? El hombre debe luchar con
todas sus fuerzas contra el mal. ¿ Podemos pensar que un día no
habrá mal alguno?
Parece que el hombre
con el hombre no esta en buenas manos. Hoy no dejan de aterrarnos
las amenazas de ataques nucleares. El hombre tiene que pedir a Dios:
“Libranos del mal”. Debemos luchar contra el mal y los males. Pero
la “liberacion” del mal hemos de pedirla a Dios, pues es el mismo
Dios quien nos dice que le pidamos: “Libranos del mal” siempre, en
nuestra vida y en la hora de nuestra muerte. Hemos de pedírselo
desde ahora. Y “la posesión plena, simultanea y exhaustiva de una
vida interminable” que, según Boecio, es la eternidad.
97. VICTORIA DE
LOS ÁNGELES
Son agentes de las
ordenes divinas “ los
ángeles que te lleven al Paraíso” según la
liturgia de difuntos o el Himno querubínico de la liturgia
bizantina. Pidámosle ese oficio a nuestros ángeles custodios.
Pidámosles también que nos libren de todos los males presentes y
futuros en consonancia con la Oración del Señor. Y pidámosles
también, aun misteriosamente, que enderecen nuestros actos torcidos
del pasado a la mayor gloria de su Mandante.
Desde nuestra
infancia hasta nuestra muerte y toda nuestra participación en la
Cruz esta rodeada de su custodia e intercesión. Todo fiel tiene a su
lado un ángel protector y pastor que lo conduce.
Así como podemos
contemplar la sublime belleza de la interdependencia de todas las
creaturas de Dios, así podremos contemplar la victoria de los
ángeles en librarnos del mal.
98. ESCHATOLOGIA
CRUCIS
Se requiere una consideración acerca de la teología
hebraica del Holocausto en relación con la teología de la Cruz.
El
sufrimiento del Holocausto ha suscitado un ateísmo de protesta pero
quizá más profundo. ¿Cómo puede pedírsele al hombre que crea en Dios
si puede ocurrir tal matanza infinitamente cruel del hombre por el
hombre? ¿Dios permitió esto? Teológicamente los judíos entienden el
Holocausto como un castigo de Dios por los extravíos de su pueblo.
No podemos ingresar aquí en la teología hebraica del Holocausto.
Para el
cristianismo todo el sufrimiento del hombre en el mundo está
religado a la Cruz de Cristo.
La
teología de la Cruz sólo puede verse desde la esperanza en la
Resurrección. Dios puede padecer. Todo el padecimiento humano está
asumido en el padecer de Dios. Asumido, transformado, rehecho,
recreado. En la Cruz de Cristo el Mal y lo Malo han sido vencidos.
La decapitación de San Pablo se une a las decapitaciones terroristas
de nuestros últimos días perpetradas por el “Estado Islámico”
cualquiera sea su realidad o privación. Todo el horror, terror, todo
deslizamiento hacia la nada está recapitulado en la Cruz de Cristo.
El hombre como ser-para-la-muerte está en la Cruz de Dios que
también transforma el futuro histórico. Toda la historia pasada y
futura esta transformada en la Cruz de Cristo. Así creo entender a
H. Mühlen, E. Jüngel en J Moltmann, In der Geschichte der
dreinigen Gott, Kaiser, München, 1990.
La Pasión
de Cristo contiene todo el ser positivo de la Redención. Es
Dios quien padece todo el sufrimiento de la historia por su amor
salvífico hecho patente en la Resurrección. Dios rige la
historia de la Salvación y se ha hecho histórico y mutable y
temporal para dar su vida eterna al hombre. El hombre ha sido
recreado en la Cruz de Cristo En ella ha sido rehecho, reformado. La
Cruz de Cristo es la Gran Reforma que el hombre, no puede cambiar.
El hombre ha sido salvado, reconciliado y ordenado a la voluntad de
Dios. La máquina está perfecta: el hombre sólo tiene que hacerla
andar. Pero puede romperla y romperse. Esta libertad no le ha sido
quitada sino requerida. La Cruz es el vértice de la “historia
de Dios” (Moltmann, Il Dio Crocifisso, cit, p. 288). La Cruz
de Cristo es la Cruz de Dios, es la Cruz de la Trinidad.
La Cruz
no es apática ni patética. Es simpática porque llena al hombre y a
la historia del amor divino. Deus Caritas Est. La Pasión de
Cristo es la Compasión de Dios por el hombre. La teología
patética del judaísmo puede hacerse una teología trinitaria de
la Cruz. La Cruz de la Trinidad da al hombre la esperanza de su
Redención y Resurrección. Después de la Cruz el hombre no puede
decir que no puede ser salvado, porque por un lado ya ha sido
salvado, y por otro lado vive de la esperanza en su salvación.
Cristo es el que vino y el que ha de venir. El cristianismo es
mesiánico.
99. TEOLOGÍA POLÍTICA Y
TEOLOGÍA DE LA
LIBERACIÓN
La Cruz de Cristo tiene una fuerza total, también de
eficacia social, de transformación del mundo. “Después de Auschwitz
no se puede hacer poesía” (Th. W. Adorno).
¿Después de Auschwitz se puede hacer teología? (J.
Moltmann, La giustizia crea futuro, 1989, 39 ss).
La teología existencial de Bultmann ha inspirado a una
teóloga evangélica de Colonia, Dorothee Sölle (1929-2003) en su
Teología Política (1971).
A nuestro modo de ver la teología política debe ponerse
en relación con la Doctrina Social de la Iglesia y fuera de la
Iglesia Católica Apostólica Romana debe considerarse la posición del
cristiano y de todo hombre en el desarrollo del binen común de los
estados individualmente, del bien de la interdependencia de los
estados y del bien universal.
La
teología de la liberación, en cuanto teología de la cruz, no debe
ser una consideración de América Latina exclusivamente, sino una
teología de la liberación del mal de todo hombre y de toda nación,
pueblo o estado. La liberación del mal según la última petición del
Padrenuestro.
El
Reino
de Dios no se realiza políticamente. No hay movimientos mesiánicos
políticos que no sean totalitarismos (J. Ratzinger, Eschatology.
Death and Eternal Life, 2ed. The Catholic University of America
Press, Washington, D.C. 2007 p. 58)
La
escatología puede convertirse en el terror de un “Archipiélago de
Gulag” (op. cit. p. 60) y las conclusiones preliminares de Ratzinger
sobre el panorama de soluciones por él examinado sirven de elementos
concluyentes para esta Teología de la Cruz.
La
obediencia del hijo de Dios en la Cruz es el lugar donde se cumple
la divinización del hombre (op cit p. 64)
La
crucifixión es el centro de la filiación divina. Porque Dios mismo
es Hijo y como Hijo es hombre (p. 65).
Sólo
donde hay amor puede haber esperanza. En Cristo crucificado, el amor
prevaleció y la muerte fue vencida (p. 66).
100. SÍNTESIS
TEOLÓGICA FUNDADA EN LA
MUERTE DE
CRISTO EN LA CRUZ
Esta síntesis tuvo lugar en la ignorancia de otras doctrinas. Con el
estudio de la teología de la cruz vinieron a mi conocimiento obras
fundamentales como la del teólogo luterano Jürgen Moltmann. Así he
estudiado su libro Der gekreuzigte Got (El Dios crucificado). Hay
una traducción al italiano.
También he llegado a saber que la Cruz juega un papel central en la
teología de Hans Urs von Balthasar (1905-1988). La cruz no es un
mero complemento de la gloria, sino su expresión. El amor divino se
manifiesta en la humillación más radical; el abandono, en la
humillación que busca ser amado. Precisamente controvertido en
algunos puntos como el descenso a los infiernos.
Aquí hacemos el intento de presentar una síntesis en la cual todas
las cuestiones están relacionadas con la muerte de Cristo en la Cruz
como centro en derredor del cual todo gira, en el sentido de
encontrar su fundamento y luz en aquel punto de referencia. Así el
misterio de la salvación, Mysterium Salutis, es el epicentro
de la Recreación de todo lo creado y de la salvación del mundo.
Jesucristo es la epifanía o expresión (Ausdruck) de Dios vivo
en el sentido de Romano Guardini.
El giro antropológico (antropologische Wende) de Karl Rahner
procede desde el hombre, el oyente de la palabra, como se
llama uno de sus libros más característicos. La muerte de Cristo en
la Cruz, para nosotros atrae todo el giro antropológico de Rahner,
haciendo que su antropología que, inspirada en reformulaciones de
Kant y Heidegger, hace otro giro a la teología porque, el hombre
creado por Dios, tiene a Dios grabado en su inteligencia. La
antropología de Rahner muestra que Dios está en el ADN del hombre.
De ahí surge el “existencial sobrenatural” del hombre que está
llamado. Dios llama. Y esta llamada está en la existencia humana,
como una fuerza o una virtud dirigida a lo sobrenatural. El hombre,
como un reloj finísimo fabricado por Dios, está hecho para dar la
hora de Dios y hacerlo puede costarle la vida y le cuesta la vida,
que debe restituir a su Relojero, que lo ha reparado y regulado para
que sirva. Por eso el hombre está hecho cristiano. Su creador ha
dejado su marca indeleble en él, aunque lo ignore, y aún cuando lo
niegue. Aún así es cristiano, aunque sea anónimo. “Cristiano
anónimo” (Rahner). O diríamos, como es hijo amadísimo que no sabe
quién es su padre hasta que un día lo encuentra. Pero puede pasar
toda su vida sin encontrarlo. El padre lo llama. Pero a veces el
hijo no puede oírlo. Está lejos. Pero es amado por su Padre. El hijo
está creado de tal modo que tiene un sentido para percibir el amor.
Al estudiar a Rahner también hemos de tener en cuenta ciertas
críticas que han llegado a reprocharle desfigurar la seriedad del
cristianismo (H. von Balthasar, Seriedad con las cosas.
Córdula o el caso auténtico, Salamanca, 1968). Véase también el
pensamiento de C. Fabro, La svolta antropología di Kark Rahner,
Milán 1974, v. también G. Wass, Understanding Karl Rahner, 2
vols. Westminster-Londres, 1986, K. Lehman, Karl Rahner en H.
Vorgremler, y R.V. Gucht (dirs) Bilan de la theologie au
XXème siècle, Tourneai-Paris 1970, t. II, 836-874.
STACCATO SOBRE LA CRUZ DE CRISTO
I
LA
TRINIDAD BEATISIMA Y LA CRUZ DE CRISTO
El
Padre nunca fue sin el Hijo. El Padre y el Hijo nunca fueron sin el
Espíritu Santo. Son eternamente. El Hijo que se encarnó, fue mandado
por el Padre al mundo. Esta misión viene con la gracia
santificante, por la que Dios se encuentra en una criatura distinta
por esencia, presencia y potencia, tambien como conocido y amado.
Con la gracia santificante se encuentra en el alma toda la Trinidad.
La
misión es propia del Hijo y del Espíritu Santo, pues el Padre no es
mandado.
El
Hijo fue mandado para redimir y salvar al hombre caido por el
pecado. Esta redención se produjo en la Cruz de Cristo. Luego en la
Cruz de Cristo concurren el Padre como mandante, el Hijo y el
Espíritu Santo son mandados por el Padre en la misión. Tanto el
Padre como mandante, el Hijo como mandado y el Espíritu Santo
participan en la Cruz de Cristo y en la Redención del hombre.
La
Cruz de Cristo está, en el tiempo, en el Hijo y está eternamente en
la Trinidad Beatísima.
La
voluntad de Dios no es una voluntad particular, sino una voluntad
universal. La voluntad de Dios se cumple siempre. La voluntad de
Dios, pues, se cumple en la Cruz de Cristo.
Dios
no puede querer el mal por si, Dios puede querer el mal de pena en
orden a la justicia.
Pudo
querer el mal de pena de la Cruz de Cristo en orden a la justicia
para la Redención del hombre. Solo el Hijo podía pagar padeciendo el
mal de pena en orden a la justicia que el hombre jamás podía haber
satisfecho o pagado. Tal justicia se cumplió en la Cruz de Cristo,
quien pagó, no por parte alguna de su deuda, que jamás contrajo,
sino por todas las deudas de los hombres en todas sus partes.
Dios,
que no puede querer el mal por si, puede querer tanto el mal de pena
en orden a la justicia cuanto el mal natural en orden a la
providencia.
Dios
no quiso la Cruz de Cristo como mal natural sino como mal de pena,
en tanto como verdadero hombre y criatura racional pudo Cristo
padecer mal de pena, pero no mal de culpa. Cristo padece mal de pena
en la Cruz por los males de culpa de los hombres.
El
mal de culpa del hombre pecador no lo corrompió totalmente, porque
el mal absoluto, total, no existe. Si fuera corrupto totalmente el
hombre no existiría. El hombre redimido por Dios y con su ayuda, es
capaz de dirigirse a su fin que es un bien fuera del mundo, Dios
mismo.
II
CREACION Y PECADO
El
lugar del primer hombre fue el Paraíso. Por la gracia ese hombre
creado inocente era inmortal y debía cuidar y trabajar ese Paraíso
terrestre con un trabajo no fatigoso sino deleitable. El hombre no
fue creado en el Paraíso, sino que fue llevado allí porque su don de
inmortalidad era por la gracia y por ésta su lugar consecuente era
el Paraíso terrenal.
El
primer pecado del hombre fue de soberbia, aspirando a fijarse a si
mismo la regla del bien y del mal y pasar luego a la imitación de
operación. Fue el pecado mas grave por la perfección de su estado.
El
hombre Adan quiso negar el hecho de ser criatura. No quiso aceptar
la medida ni los límites de su ser criatura. No quiso ser medido por
la regla del bien y del mal. El quiso fijarse a si mismo la regla,
liberándose de la regla fijada por Dios. Así pretende ser Dios vió
al prójimo como enemigo amenazante contra el que debe luchar. El
hombre es el enemigo para el hombre. No hay que amar al prójimo hay
que matarlo. Hay recíproca enemistad. La relación del hombre con el
Universo será de explotación y destrucción. El pecado niega la
verdad. Va a la muerte.
Las
consecuencias de aquel primer pecado fueron la muerte y los dolores,
penas del pecado.
El
primer pecado está unido a la pasión y muerte de Nuestro Señor en la
Cruz. En cierto modo, en aquel pecado está la Cruz.
El
hombre es relación. Vive para aquellos a los que ama. Solo no puede
vivir. Necesita ser amado por los otros hombres. Y como necesita ser
amado tiene que amar al que necesita ser amado. De ahí que los
hombres deban amarse unos a otros como Dios los amó. Si no hay este
recíproco amor, se va camino a la destrucción. La falta de amor es
el pecado que lleva a la destrucción y a la muerte. La falta de amor
a Dios, con la pretensión de ser como Dios, condujo al hombre a la
muerte.
El
pecado pretende convertir a los hombres en Dios, en el que pone la
medida. Pero al sustituir la regla o medida de Dios por la suya
produce la anarquía en la cual cada uno pone su regla. Si cada uno
pone su regla, habría conflicto de reglas y ese conflicto se
transforma en lucha. En la lucha triunfa el que tiene mas fuerza o
más suerte. Impera la dictadura del mas fuerte mezclada con la
arbitrariedad del azar. El pecado aniquila la relación, corta la
relación. Aislado, el pecador va a la muerte. Si todos se aislan no
hay interrelación y convivencia posible.
El
pecado hiere a Dios y al prójimo. Es lo contrario del mandamiento de
Dios. Al herir al prójimo puede crear el odio. El pecado produce la
falsedad de las relaciones que se disuelven y destruyen.
Todo
parece originarse en que cada uno pretende la libertad de crear la
verdad y la regla con la consecuencia antes señalada. Si amamos al
prójimo empezamos a redimir la trama de relaciones falsificadas y
dañadas. El amor al prójimo es una especie de curación. Pero nuestra
redención del tejido social depende de nuestra sumisión al Creador y
a la renuncia irrevocable a ser como Dios, que es renunciar al
pecado y al mal. El mal de querer ocupar el lugar de Dios que es
imposible y aniquila.
El
hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Pero al ir contra su
naturaleza de criatura, es polvo (Gen 3, 17-19). Expulsó Dios a Adan
del Eden y mandó allí a los querubines para custodiar el camino al
árbol de la vida (Gen 3, 23-24).
El
hombre ha sido creado y ello significa limitado, medido por reglas.
Si el hombre quiere liberarse de las limitaciones de su creación se
desnaturaliza, aunque no totalmente. No se puede convertir en el mal
absoluto, porque el mal absoluto no existe. Es reparable. Al querer
prescindir de su medida, cae en el pecado y pierde los bienes
divinos. Por eso es polvo, tierra.
El
bien y el mal son normas o medidas vitales para el hombre en el Eden.
Si quebranta esas normas o medidas pierde su Alianza con Dios y se
hace su enemigo. Un rival para Dios! El hombre que no puede ser
rival para Dios, elige serlo. Por elegir esta rivalidad comienza su
autodestrucción. Pero no se destruye del todo. Aquí vemos el gran
amor de Dios por el hombre que no lo abandona a la autodestrucción,
al mal absoluto, esto es, a la inexistencia. Le impone penas. En el
Eden no moriría. Fuera, morirá. Estará sujeto a la muerte.
Sólo
Cristo rescatará al hombre de la muerte. Y este rescate o salvación
se hará con la muerte de Cristo en la Cruz. Así le ganó, le pagó una
redención infinita.
¿Cómo
queda el hombre despues de la Redención? Queda redimido si acepta la
redención. El hombre tiene que aceptar la liberación. Si no la
acepta sigue sometido a la esclavitud. Ahora bien, ¿cómo es el
rechazo de la redención? Es algo misterioso.
III
LA
ENCARNACION REDENTORA
La
Encarnación de Cristo fue destinada para la Redención del género
humano, por la reparación del pecado en la Pasión y Cruz de Nuestro
Salvador. Así liberó al hombre del pecado dando a Dios la única
satisfacción suficiente, que el hombre no podía dar. Es en virtud y
por medio de esa satisfacción salvífica que el hombre pudo ser
redimido y también por ella la remisión de todos los pecados del
hombre posteriores a la Redención, que despliega sus efectos
salvíficos hasta el final de los tiempos.
El
Verbo, el Hijo de Dios, Jesucristo ha asumido un cuerpo
verdaderamente humano. Asumió la naturaleza humana.
Por
ello, su cuerpo realmente murió en la Cruz, que no fue una ficción,
sino verdadera y realmente muerte. Su cuerpo pudo padecer.
Asumió también un alma humana. Su alma padeció tristeza,
indignación, estupor, propias del alma humana y no del Verbo divino.
Por eso curó el alma humana. El cuerpo de Cristo es cuerpo y alma
humanos. El alma pecaminosa requería redención. El alma humana peca
con la mente porque no hay pecado sin advertencia de la mente.
La
muerte de Cristo en la Cruz fue de toda su persona divina unida a su
persona humana toda.
IV
LOS
DOLORES DE LA PASION DE CRISTO
Cristo sufrió todos los dolores. En la amistad por el abandono. En
la gloria por las injurias. En la fama por las calumnias. En la ropa
por el reparto de su túnica. En el alma por la tristeza, el tedio,
el temor. En el cuerpo por las heridas y flagelaciones, por la
coronación de espinas. En el rostro por las bofetadas. En las manos
y pies traspasados por clavos. En el gusto por la hiel. En el olfato
por los cadáveres del Calvario, en el oido por los gritos de los
expectadores y en la vista por los dolores de María y Juan que
estaban al pie de la Cruz.
Los
dolores sufridos por Cristo fueron por su propia entrega voluntaria
para la salvación de todo el mundo y por este fin tan grande sufrió
grandemente.
V
LA
MUERTE DE CRISTO
Cristo no se mató. Lo mataron; aunque El se entregó a la muerte que
le dieron. Esta entrega fue voluntaria porque El no la impidió,
pudiendo impedirla.
Cristo se sometió a la muerte por obediencia para ofrecer a Dios el
sacrificio superabundante.
VI
EFICACIA DE LA MUERTE DE CRISTO
La
pasión y muerte de Cristo fue causa de nuestra salvación. Sus
méritos, como cabeza de la Iglesia pertenecen también a su Cuerpo
Místico. Su eficacia causó nuestra salvación.
En
verdad, su satisfacción fue superabundante y mayor que el debito de
todos los pecados del mundo, por la superabundancia de la caridad de
Cristo; por su infinita caridad, dignidad y mérito.
Tal
infinita eficacia de salvación ahogó los pecados todos en su
Redención.
A
causa del pecado original el hombre quedó sujeto a la esclavitud del
diablo y a la justicia de Dios por las penas derivadas de aquél
pecado. Cristo pagó el precio de nuestra liberación de aquellos dos
vínculos. Podría decirse que Cristo así nos ha redimido o “recomprado”.
La
Redención por la muerte de Cristo se atribuye al Hijo; pero la
primera causa es la Trinidad Beatísima.
La
muerte de Cristo es la causa eficiente instrumental de nuestra
Redención.
La
Trinidad es la causa eficiente principal.
La
Redención nos ha restituído la gracia.
La
pasión y muerte de Cristo fue mérito de su propia exaltación, porque
la justicia exige que cuando uno es injustamente muerto tanto más
sea exaltado. Pasó de la muerte a la Resurrección gloriosa, a la
Ascensión al Cielo y a la diestra del Padre y al poder de ejercerlo
en el Juicio.
En la
muerte de Cristo la divinidad no se separó de su cuerpo, que estaba
unida a Cristo por la gracia de unión.
La
divinidad jamás se separó del alma de Cristo en su muerte.
En
los tres días de la muerte Cristo no tenía un cuerpo animado y no
era hombre sino solo hombre muerto (S.Th.. III 50, 4). Vivo y
muerto permaneció unido al Verbo.
El
cuerpo muerto de Cristo está separado del alma humana de Cristo pero
no de su Divinidad (S.Th. III 50, 5).
Cristo fue la causa de su Resurrección porque se resucitó a si mismo
en virtud de su divinidad que, estando en la muerte de Cristo unida
al alma y al cuerpo separados, reunió al tercer día el alma y el
cuerpo; el alma necesitaba ser resucitada por Dios.
VII
LA
RESURRECCION DEL HOMBRE
A
Cristo se debe la resurrección del hombre, pues Cristo nos ha
librado de la muerte, por su muerte en la Cruz y su Resurrección. La
causa de la resurrección del hombre es la muerte de Cristo y su
Resurrección.
Así
como ahora Dios se sirve del ministerio de los ángeles, también en
la Resurrección universal se valdrá de su ministerio para recoger
los elementos materiales. En cambio, la reunión del alma y del
cuerpo será obra inmediata de Dios como ahora lo es la creación del
alma y su unión al cuerpo.
La
Resurrección, obra de la infinita potencia de Dios, se cumplirá en
un instante de las cenizas.
VIII
JUICIO FINAL Y DESTINO ETERNO
Por
divina virtud será rememorada a cada uno cada obra de su vida. Cada
uno conocerá los méritos y deméritos de los otros y el premio o la
pena.
Por
la omnipotencia divina esto ocurrirá en brevísimo tiempo.
El
juicio universal será la completa y final sistematización del mundo
y el cumplimiento de la obra iniciada por Dios en la Creación.
La
potestad judicial corresponde a Cristo por su humillación en la
Pasión. Cristo padeció por todos, todos compareceremos ante su
Juicio.
El
poder judicial es debido a Cristo porque con su Pasión y muerte en
la Cruz adquirió el poder aquel y comparecerá al Juicio con su
naturaleza humana y en forma gloriosa.
Los
beatos podrán ver a Dios, pero no todo lo que Dios ve. Los beatos no
pueden conocer todos los posibles, pues su intelecto será siempre
finito y no conocerá todas las realidades. La ciencia de los beatos
varía según la luz de gloria con que ven la esencia divina.
Las
beatitudes de los santos será despues del Juicio. Las visiones
beatíficas serán según el principio próximo de la beatitud.
El
Paraíso es una especie de matrimonio espiritual con Cristo.
¿Cuál
será la beatitud entre los santos? Será más perfecta por la unión
del alma al cuerpo. Luego, podrán verse y conocerse con las
facultades humanas beatificadas. Será perfecta su actividad y por
ello su relación recíproca.
La
llamada mansión será el lugar en el que se estará. Son esos lugares
los modos de alcanzar el último fin. Diversos son los lugares en el
cielo, o sea los grados de beatitud.
STABAT MATER
Al pie de la Cruz de Jesucristo estaba su Madre. Su
Hijo en la Cruz nos la dio como Madre nuestra, de cada uno.
Es Madre de Dios y Madre nuestra del modo más real que
puede haber en el mundo: la realidad que sale de la palabra
pronunciada por Dios. Dios la hizo Madre nuestra. Luego lo
es.
Si pudiéramos meditar adecuadamente que la Madre de Dios que está en el Cielo es también, de verdad y no simbólicamente, Madre nuestra, cual sería el estupor de nuestra alegría. En realidad ni siquiera podemos comprender bien lo que significa que María Santísima, Madre de Dios, sea Madre de cada uno de nosotros. Ella ha estado ausente de otros momentos de la vida de Cristo, pero estaba al pie de la Cruz. Tenemos en cierto modo, el derecho a pensar que está con nosotros también al pie de la Cruz. Nuestra Madre jamás nos abandona en la Cruz de Cristo.
A Ella le ha sido
conferido por Dios el poder de ser nuestra madre en la Cruz.
Ante el
“lógico” abandono del mundo hemos de saber que
STABAT MATER.
Nuestra
Madre está. Un santo experto en nuestra madre nos hace
meditar: “Es la llena de gracia, la suma de todas las
perfecciones: y es Madre. Con su poder delante de Dios, nos
alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere
concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende
nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino,
tiene siempre preparado el remedio, aún cuando parezca que
ya nada es posible” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos
de Dios, 292).
Pensemos simplemente esto: en las horas de agonía, de abandono, de la muerte de Cristo, su Madre estaba “sosteniéndolo” ¿Quién sabe el peso del valor de su Madre en la obra de la Cruz, en la obra de nuestra Redención?
Nuestra
Madre, modelo del nullum die sine cruce, es también
nuestra maestra en materia de penitencia diaria. Ella
siempre barruntaba o sabía las vueltas de la vía dolorosa
que todos los días seguiría con su Hijo. Ella meditaba y
guardaba “todas esas cosas en su corazón”. Nadie más versado
que Ella en la vía dolorosa.
Consideremos el dolor que significaría para Ella aparecer embarazada a los ojos de la gente sin poder revelar el misterio. ¿Cómo se sentiría? ¿Cuántas fueron las penas y las penitas que fue padeciendo por el camino? ¿Cuántas las duras cargas que llevó sobre su corazón y su cuerpo inmaculado? Ella que no tuvo mancha alguna, fue estrujada por el dolor.
Su pasión, su paciencia, encontraba innumerables ocasiones para soportar lo inevitable, siguiendo el camino de su Hijo de obediencia a un castigo no merecido, sino redentor.
Por cierto que en nuestra Madre abundaron las mortificaciones corporales desde el mismo nacimiento del Salvador. Ni siquiera un lugar en la posada.
De Ella podemos aprender en la cátedra de la privación de lo que es bueno, siempre por amor a su Hijo. ¿Y qué más limosna que hacerse madre de todos nosotros? Ella nos da su esencia: su maternidad. Y es su maternidad divina aplicada a cada pobre de nosotros. Meditemos en el don que significa que la Madre de Dios sea también Madre nuestra. Todos los cuidados que tuvo con el Niño. Pero nos lleva siempre por el camino de la Cruz.
Con su dulzura indecible nos alivia el camino. Si no fuera por Ella, por su auxilio maternal, no podríamos soportar el peso del camino. Ella nos lo va arreglando. ¡Y nosotros ahí! Cuánto la olvidamos como también olvidamos a nuestra madre natural a veces, y sin embargo, ellas no nos olvidan. Cualquier pequeño malestar nuestro les preocupa. Y “cuando parece que ya nada tiene remedio” tiene siempre preparado alguno. Los remedios que nos daban nuestras madres de pequeños eran a veces amargos, pero con qué dulzura ellas nos los administraban y ¡como nos lavaba y embellecía nuestra madre! Éramos esos pequeños que arrancábamos una exclamación de la gente: “¡es un sol”! Nuestra madre nos hacía resplandecer. Pidamos a María Santísima que nos haga resplandecer junto a su Hijo por el camino que El siguió. Que nos ayude a ser generosos en la caridad, materialmente y espiritualmente.
Ella nos ayuda a hacer limosna si consideramos despacio que es la Madre de los pobres, los niños desamparados. Es Madre de todos los que sufren. Y nos anima a ayudarles. María Santísima, Nuestra Madre, es la Gran Samaritana. ¿Cómo la ayudamos siendo sus hijos?
Nuestra Madre nos enseña que toda la ciencia del universo se dirige al punto culminante de la historia que es la muerte y resurrección de Cristo, es decir, la Redención.
Toda la ciencia se dirige allí. A esa batalla entre el mal y Cristo. Todo el mal del mundo enfrentado en lucha a muerte con Cristo. Y la victoria ocurre en el Sacrificio de la Cruz. ¿Podría haber ocurrido de otra manera? No nos importa. Fue así. Y el carísimo precio que se pagó por el rescate no fue gratuito. Hemos sido rescatados a gran precio. Cristo venció en la Cruz. Venció. Quiere decir que el mal le presentó todo su poder y fue vencido. El mal lo cosió a la Cruz y en ella Cristo impidió que el mal se apoderara del mundo. En ella lo derrotó porque El venció a la muerte. Ya hay un anuncio glorioso de su victoria al decir Cristo al buen ladrón que ese mismo día estaría con El en el paraíso. Un día por la mañana, quise hacer algo parecido. Lo hice con el Vice Cristo en la tierra: Juan Pablo II. En una audiencia le rogué con gran temblor: “Santo Padre, acuérdese de mi cuando esté en el Paraíso”. Recuerdo que el Santo Padre, ya con dificultad para hablar, me miró muy fijamente a los ojos. Yo creo que él me entendió. Su Secretario, que estaba oyendo a nuestro lado, me dijo que había anotado el pedido.
Toda la
ciencia y la sabiduría consisten en un saber pasar de la
muerte a la vida. En esta ciencia decisiva adoptemos como
nuestra a nuestra Mater Sapientiae. Ella es experta
en este tránsito. Porque Ella lo hizo maravillosamente. Es
maestra en el paso. Por eso le pedimos que ruegue por
nosotros “en la hora de nuestra muerte”. Es decir que nos
apure el paso. Que nos prepare un tránsito seguro.
Pidámosle
a nuestra Madre que nos prepare para el juicio. Que nos
ponga palabras adecuadas en la boca. Y sobre todo que Ella
misma sea nuestra abogada ante su Hijo. Yo se lo pido desde
ya. La sutileza de una tal abogada sabrá encontrar, por más
difícil que sea, algo para hablar bien de nosotros. Ut
locuaris pro nobis bona. Es allí también donde gimiendo
bajo el peso de nuestros pecados nos atrevemos a
presentarnos a su Hijo mediante su introducción. No
olvidemos que estará también nuestro acusador presentando
nuestros quebrantos del amor a Dios y al prójimo. Este
querrá despreciarnos a los ojos de nuestro Creador, en el
fondo, para atacarlo a Él. Pero en ese juicio estará también
nuestro Ángel para auxiliarnos. Por lo tanto nuestra
esperanza ha de ser grande ese día. Pero cuidemos de no caer
en la presunción de la victoria ni en la desesperación de la
derrota.
Cuando nosotros estemos en la cruz de nuestro juicio, allí estará también nuestra Madre, quien “tiene siempre preparado el remedio, aún cuando parezca que ya nada es posible”. Para eso hemos de ir muchas veces a Ella a decirle que nos parece que ya nada es posible. Nos parece que todo se bambolea y va a la deriva. Pero nada va a la deriva si nuestra voluntad y, por ende, nuestro amor sigue aferrado a las manos del Crucificado quien tomará entre ellas nuestros pecados y los hará pasar por sus llagas. Hagamos esto una y mil veces antes de aquel Juicio en el juicio de la penitencia que es un preanuncio de aquel.
Nuestra
Madre será en nuestro juicio "advocata nostra"
No olvidemos que el mismo Cristo será nuestro primer
Paráclito. El segundo será el Espíritu Santo. Y tampoco
olvidemos que estos abogados nuestros serán también abogados
de la justicia y misericordia. Nuestra Madre, además, será
también la llena de gracias para sus hijos y cómo pensar que
en esa hora no derramará su misericordia sobre el mal y toda
su dulzura sobre nuestra contrición final. La justicia
divina será misericordiosa, pero será justicia.
Es necesario hacer notar que estas cosas son teología, es decir, una sabiduría de Dios Redentor que se inclina misteriosamente a la consideración recreativa de nuestras vidas ahora llegadas al mar. Toda la vida debe estar puesta ahí. Si estamos conscientes de la seriedad de esta perspectiva, miraremos con más temor de Dios el pecado y los nuestros.
Toda la ciencia humana ha de conducirnos a esta encrucijada final. Hemos
de adquirir una cierta sabiduría de la Cruz que se nos presenta
todos los días y el día del Juicio. Esta es la enseñanza final
que podemos sacar de toda la filosofía y de toda la teología:
que necesitamos ir de la mano de nuestra Madre a aquel encuentro.
Si vamos junto a Ella, luciremos un cierto parecido con Ella,
como en verdad es nuestra Madre, seguramente presentaremos un
cierto aire de familia que su Hijo advertirá al instante. Ir con
Ella significa ir con el corazón contrito pues la veremos al PIE
DE NUESTRA CRUZ con aquellos sentimientos que tuvo al pie de la
Cruz de su Hijo, y la Cruz de su Hijo se hará la cruz de sus
hijos. Pensemos bien que Cristo le ha dicho a Ella: “Ahí
tienes a tu hijo”. Si bien nosotros podemos ser descuidados
y malos; Ella jamás. Ella es “toda pulcra” y cumplirá esa
manda final de su Hijo con tal amor y desvelo que nos será fácil
ir a su encuentro, refugiarnos en su regazo y ahogar en su
ternura maternal todas las rebeldías de nuestro miserable
corazón.
PREGÓN PASCUAL
Exulten por fin los
coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.
Goce también la
tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.
Alégrese también
nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.
En verdad es justo y
necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque Él ha pagado
por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.
Porque éstas son las
fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.
Ésta es la noche
en que sacaste de Egipto
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.
Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.
Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Esta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso
beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el
pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
¡Qué noche tan
dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.
Esta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mí gozo.»
Y así, esta noche
santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.
En esta noche de
gracia,
acepta, Padre santo,
este sacrificio vespertino de alabanza
que la santa Iglesia te ofrece
por medio de sus ministros
en la solemne ofrenda de este cirio,
hecho con cera de abejas.
Sabernos ya lo que
anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.
¡Qué noche tan
dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!
Te rogarnos, Señor,
que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal
lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso
por los siglos de los siglos.
Amén.
ORACIÓN
“Pues esto es gracia,
si uno por Dios sufre penas, padeciendo injustamente. Porque ¿qué
gloria es, si por vuestras faltas sois castigados y lo sufrís? Pero
si obrando bien, sufrís con paciencia, en esto está el mérito para
con Dios… El llevó sobre la Cruz nuestros pecados, a fin de que
muertos al pecado, vivamos para la justicia” (I Pedro, 2,
20-25).
“Padeciendo
injustamente”. Pero, Señor, yo no puedo decir eso. Porque mis
padecimientos son justa retribución por mis pecados y las cosas
malas que he hecho. Yo sé algunas. Tú las sabes todas. Te he
confesado las que sabía yo y las que sabes Tú y yo no. En medio de
esas cosas malas también pude haber hecho cosas buenas, o, al menos
buenas porque Tú las has limpiado con tu misericordia. Sin ella ¿qué
cosas buenas puedo hacer? Señor, te pido, ayúdame a hacer cosas
buenas. Pero si sólo puedo ofrecerte verdescuros, será porque Tú los
tienes que iluminar. En cada cosa buena que encuentro, como en un
diamante impuro, encuentro puntos oscuros. Dales tu luz.
Así es que no caigo
en la hipótesis primera de San Pedro. Me pongo yo mismo y mis
pecados sobre tu Cruz, para que, “muerto al pecado, viva para la
justicia”.
Escribo para rezar
(13.V.2014)
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